Llovía. Una
pesada, fría y penetrante tempestad. Gracias a los toldos que sobresalían de
las tiendas, Riki no se estaba mojando. Pero el simple hecho de permanecer ahí
era suficiente para que el frío se le colara dentro de los zapatos, se le
enroscara en torno a las extremidades y se frotara contra sus huesos, en lo que
le escalaba por la columna.
De pie en un
rincón del distrito comercial, Riki caló un cigarrillo y se estremeció mientras
atisbaba las iluminadas calles nocturnas. Era como si estuviera en busca de
algo y no deseara pasar nada por alto entre la multitud. No se movía un solo
milímetro, como si se hubiera olvidado hasta de parpadear.
Como era de
esperarse, considerando el omnipresente frío a esas horas de la noche, el usual
abrigo ligero de Riki había sido reemplazado por una chaqueta de motociclista
azul metálico sobre un suéter de lana de cuello alto. Con ese atuendo apenas
atípico para los barrios bajos, podía considerarse incluso mal vestido—y
comparado con los típicos ricos de Midas, se veía muy simplón.
Pero no
importaba como se vistiera Riki, su presencia única iba en contra de la
monótona marea humana. Bajo el pálido resplandor de las farolas y detrás de la
cortina de lluvia que caía, Riki hacía parte del paisaje nocturno, una
presencia sobresaliente que no era opacada por la ahumada oscuridad.
La gente que
pasaba lo miraba con curiosidad en lo que se acercaban. Murmuraban de forma
evidente entre ellos, e intercambiaban suspiros significativos a cierta
distancia. Algunas de las miradas anhelantes estaban imbuidas de algo mucho más
fuerte.
Si bien
estaban tan embelesados por su imagen que hasta se tropezaban, nadie se le
acercaba a Riki. Los comentarios sobre su reputación y los rumores de sus
batallas se habían esparcido fuera de los barrios bajos junto con su cara y su
nombre.
Que el antiguo
y futuro líder de Bison estuviese merodeando por ahí, como si esperase a
alguien—a esa hora de la noche, en esa clase de lugar, y solo—tenía que
significar algo.
Eso fue
suficiente para causar más curiosidad e interés de lo usual. Pero no quería
decir que alguien fuera a hacer algo aparte de complacerse en privado con una
mirada fugaz.
Entre las
pandillas luchando por territorio, el nombre de Bison era reconocido. Habían
gobernado los barrios bajos hasta que de repente abandonaron el campo y se
separaron. Desde entonces, Bison se había convertido en una presencia
fantasmal, una leyenda viviente. Habían pasado cinco años, pero la reputación
de Bison seguía representando una fuerza que podía palparse en el aire.
Bison era un
perro durmiendo al que todos sabían debía dejarse tranquilo. El incidente con
los Jeeks había concretado esa verdad. De golpe, los frenéticos comentarios
llegaron a todas partes, a cada grieta y rincón.
Merecía que
fuera de la misma manera que todos los otros chismes que acontecían en los
bares a las espaldas del personaje u objeto en cuestión—con burla y un dedo
apuntado en su dirección. Pero sin saber con certeza realmente las amplias
repercusiones, algunos campos minados era mejor dejarlos tranquilos.
La
imprudencia y la ignorancia—nadie tenía ganas de empezar a esclarecer y a
dilucidar la confusa frontera entre los dos por altruismo. El destino de los Jeeks
y los Hyper Kids quedaba como una lección para todo el mundo—fue eso lo que le
pasó a los novatos lo suficientemente tontos para ignorar las leyes no escritas
de los barrios bajos.
Entre la
interminable cantidad de jóvenes buscapleitos en los opresivos y sofocantes barrios bajos,
su jerga identificaba tres tipos de hombres dignos de una mofa particular: un Tito era un perro faldero bueno solo
para complacer a los extraños, un Borg era un perro callejero que ladraba pero no
mordía, un Knox era un peleón que mordía a quien
fuera y lo que sea que se acercara demasiado.
Pero un Cocker—que regresaba a los
barrios bajos derrotado con la cola entre las patas—era señalado en particular.
Que lo
llamaran perro apaleado difícilmente hacía a Riki inmutarse en lo más mínimo. Pero
el incidente con Jeeks lo había obligado a enseñar los colmillos, y se había
revelado ante ellos tan afilado como nunca lo había estado. Con la prueba
inesperadamente ahí al descubierto, todo el mundo de repente experimentó un
cambio de corazón. Ni para mejor, ni para peor.
A Riki no le
importaban las expectativas que los demás tuvieran de él. Pero ese día, bajo la
lluvia, se preocupó porque las cosas estuvieran saliendo de acuerdo a lo
planeado.
Diez minutos
más. Por los
viejos tiempos. Cinco minutos
más.
Los minutos
transcurrían con lentitud.
¿Va a
dejarme plantado?
Reluctante a
aceptar la posibilidad, Riki permaneció dónde estaba. Guy le había propuesto
que se encontraran allí. “Hace rato que no salimos,” dijo Guy, “Vamos juntos a
tomarnos algo en Aden’s.”
Riki estuvo
de acuerdo.
Atrapado en
las conspiraciones de Kirie—no, quien colgaba un señuelo para tentar a Riki de
vuelta a las garras de Iason—Guy había terminado encarcelado por dos semanas
antes de ser liberado. Desde entonces, las cosas entre Riki y él había sido
rígidas y poco naturales. Cosas que no podían poner en palabras. Pero ahí había
un sutil sentimiento de separación que ambos podían sentir. Era una brecha que
no podía ser zanjada.
“Ata cabos
sueltos lo mejor que puedas,” le había dicho Iason a Riki. “Cuando vuelvas a
Eos, no quiero que haya un solo tramo de suciedad de los barrios bajos colgando
de tus zapatos. Cierra la puerta a cualquier problema futuro.”
Iason había
previsto la brecha que crecía entre Riki y Guy. La fecha y hora del regreso de
Riki a Eos no era fija. Pero no se podía retrasar lo inevitable, y Iason no
toleraría que las cosas se alargaran por demasiado tiempo.
Una vez más,
en medio de la noche, a la mitad de ese intenso embrollo, Riki había pedido por
las atenciones sexuales de Iason. Una vez más se había colocado las cadenas de
una mascota. Tenía que lidiar con ese hecho. Incluso cuando no le quedaba de
otra, el hambre y la sed le recordaron cuán elevado era el precio de la
libertad.
Sin embargo,
si bien odiaba las despedidas largas, no quería irse con esa incomodidad
todavía persistiendo entre él y Guy. Una vez que se desechaba una cosa, no
podía ser recogida de vuelta. En su cabeza, sabía que todo era inevitable e
innegociable. Pero sus emociones sobrepasaban su racionalidad.
O, mejor,
precisamente porque era una cosa que ya había desechado una vez, sabía que
nunca tendría la oportunidad de cometer ese error de nuevo. Probablemente, fue
esa la razón por la que regresó a los barrios bajos. Pero la alarmante realidad
frente a sus ojos no había dudado en destruirlo.
Había
planeado descansar y recuperar esos tres años perdidos. Pero después de solo un
año, esa preciosa libertad en su poder se había convertido en polvo.
¿Por qué? ¿Cómo pasó esto? ¿Había
estado escrito en su destino todo el tiempo? Con ese pensamiento por sí solo,
el mal sabor se hizo de lo más amargo en la parte posterior de su garganta.
Apretó los dientes. Muy tarde
para estar pensando en esto ahora, pensó
burlonamente.
Guy no iba a
llegar. ¿Qué sentido tenía seguir esperando? Aplastó el cigarrillo contra la
pared, lo tiró a un lado con un movimiento de sus dedos antes de marchase,
impermeable a la lluvia. Las gotas de agua danzaban y salpicaban alrededor de
sus pies haciéndose más pesadas. No parecía que la lluvia fuera a detenerse
pronto.