La estación de policía de Midas se ubicaba
silenciosa y solitaria bajo la lluvia. Su gris y empapado exterior no revelaba
nada fuera de lo ordinario, haciéndola parecer aún más modesta y austera. Dentro
de las inmediaciones de Midas, donde el omnipresente impacto de lo nuevo y lo
llamativo se tornaba casi opresivo, aquel resultaba un edificio discordante.
En lo que se percataba del susodicho conflicto
visual, Riki no pudo evitar arrugar la nariz, disgustado. Se encontró a sí
mismo frunciendo el ceño de nuevo. Nunca habría imaginado que los Siniestros
irrumpirían en su apartamento, forzándolo a entrar en un auto aéreo, y
llevándolo hasta ese lugar.
Riki sospechaba que la única razón por la que
el hombre le había dicho que se cambiara de ropa, era que no había podido
soportar la imagen de un Riki ahí parado con su bata como un perro mojado.
¿Qué
mierda estaba pasando?
Un millar de
preguntas se aglomeraban en su cabeza. No había previsto que las cosas pudieran
ponerse así de horribles tan rápido. Quería respuestas, pero los hombres que lo
contenían no parecían estar de humor para conversaciones casuales. Eran del
tipo que trataba a los mestizos de los barrios bajos como si fueran
contagiosos, y nunca se dignarían siquiera a mirar a alguien como Riki a los
ojos.
De modo que el viaje fue uno silencioso.
Riki estaba inquieto. Estaba en su juicio
final y no podía relajarse. Pero la atmósfera dentro del auto resultaba incluso
peor. No había cometido ningún crimen y sin embargo, había sido repentinamente
llevado a la fuerza por los policías. Imaginar lo que le esperaba solo abanicaba
las llamas de su ansiedad.
Los mestizos de los barrios bajos deambulaban
por las lujuriosas noches de Midas en busca de emoción y aventura, y sobre todo
para distraerse de la opresiva claustrofobia de su vida diaria en Ceres. Aquello
se había convertido en un rito de iniciación para los temerarios muchachitos.
Todos los residentes de los barrios bajos
sabían con exactitud cuál sería su destino si metían la pata y eran capturados
en Midas. Apaleados hasta casi morir. Miembros rotos. Desmembramientos.
Los Cuerpos de Vigilancia en cada área no eran
seres caritativos. En cuanto veían a un mestizo, inventaban cualquier pretexto
para justificar una paliza a pierna suelta—en algún callejón oscuro fuera de la
vista de la gente, por supuesto.
Mezclándose con los turistas y los paseantes,
los mestizos podían armonizar sin un dispositivo PAM. Pero los Cuerpos de
Vigilancia habían ideado maneras de distinguirlos y los mestizos eran
asesinados uno a uno con una regularidad que iba en aumento. A veces, se
encontraban cadáveres, pero era seguro que la policía de Midas calificaba el
hecho como un misterio sin resolver y colocaba el incidente bajo la alfombra.
Los mestizos de los barrios bajos no tenían
derechos civiles. Ni cabida para buscar justicia o compensación. Así era la vida.
Riki ya no estaba en su territorio. Estaba en
el terreno de los Siniestros. Ese hecho revoloteando a través de sus sentidos
era suficiente para hacer que juntara los dientes y pusiera mala cara.
El auto aéreo volaba por encima del llamativo
mar de neón, y entonces descendió sobre un puerto en lo alto de un techo en la
cima del agujero negro del Centro policiaco de Midas. Con un ligero resplandor,
el auto aterrizó. Al mismo tiempo, las puertas cerradas del techo se juntaron.
Cuando el auto se detuvo por completo, un golpecito en la espalda de Riki le
indicó que se bajara.
El aparente líder del grupo—el hombre de
cabello corto y plateado—se bajó primero. Tras él venían dos hombres con Riki a
cuestas, uno a cada lado suyo. A sus espaldas, venían dos más de cerca,
escoltándolos. Riki estaba contenido fuertemente por una sólida pared de cuatro
hombres. Era como estar atrapado en una caja. Cada respiro se hacía más difícil
y superficial. Aunque no estaba esposado o encadenado, no era el tratamiento
que un mero testigo importante esperaría recibir. Era más bien ese tratamiento delegado
a los asesinos desquiciados.
Naturalmente, un mestizo de los barrios bajos
podía imponer todos los derechos civiles del mundo. Y de los Siniestros podía
esperarse que no otorgaran ninguno.
Después de caminar un rato, llegaron a un
ascensor. Riki dudó un poco frente a las puertas, y le dieron un golpe en la
espalda por eso. Riki tropezó, estrellándose de frente contra el pecho del
hombre de cabello plateado.
Como era de esperarse, el agarre de acero de
los brazos del hombre no cedió ni un ápice. El sujeto era todo músculo y hueso
y nada más, evidencia del régimen de ejercicio diario. O un derivado de lo que
dios le había dado. Como fuera, los brazos del hombre eran incluso más grandes
que los de la epítome de ingeniería androide que era Iason. Aunque Riki no
podría haber dicho con seguridad si aquellos ostentaban cuerpos orgánicos o no.
Francamente, si le hubieran dicho que los hombres a su alrededor eran androides, lo habría creído.
Riki no podía detectar ningún tramo de calor
corporal emerger de ellos. ¿Acaso sus extremidades estaban surcadas por venas
de hielo? Le echó un buen vistazo a los brazos que lo sostenían.
¿Son
humanos tan siquiera? Pero no era tan estúpido como para formular la
pregunta en voz alta.
El hombre con el que se había estrellado solo
levantó una ceja. No dijo nada. En cambio, el que había empujado a Riki se puso
en posición de firmes y dijo con voz tensa, “Lamento eso”.
A Riki no podía haberle importado menos de
todas formas.
El elevador descendió del techo hasta el
segundo nivel del sótano en un segundo. Las puertas se abrieron sin emitir
sonido. A ese punto, dos de los guardias se fueron. Riki se sintió aliviado.
Esa amurallada sensación de claustrofobia que había experimentado durante todo
el recorrido lo había estado volviendo loco.
El corredor estaba tan brillantemente
iluminado que casi lo dejó ciego. Continuaron por el pasillo con Riki haciendo
las veces de una mortadela aplastada entre los hombres que quedaban. Pero el
espacio en torno a él se abrió ligeramente, suficiente para darle un poco de
aire, suficiente para levantarle aunque fuera un poco el ánimo.
No podía evitar observar el paisaje que lo rodeaba.
Aparte de las puertas en las paredes a cada lado del corredor, no veía nada
fuera de lo común.
Porque, no importaba qué, estaba en las
entrañas de lo que todo mestizo de los barrios bajos consideraba como infame:
la estación de policía.
Riki había sido llevado en contra de su
voluntad al agujero negro de las pesadillas de todo mestizo. Nadie abandonaba
ese sitio completo e intacto. Mente, cuerpo y espíritu eran pasados por una
picadora y lo que salía del otro extremo no era bueno para nada que no fuera
abono. Cualquier persona que fuese llevada hasta allí se convertía en el
ejemplo práctico para el resto de ellos.
Riki no podía evitar imaginarse qué destino le
aguardaba en tan horripilante lugar. No podía pretender que la idea no le ponía
los nervios de punta. Pero incluso cuando lo habían arrastrado hasta ahí sin
darle explicaciones, no era tan estúpido como para ponerse terco. No era el
momento ni el sitio para pensar en el futuro.
Sin crimen ni pecado nublando su mente, no
estaba particularmente asustado. No tenía necesidad de rogar o quejarse. O eso
creyó. La manera en que Riki veía las cosas no era necesariamente la misma en
que los Siniestros veían las cosas. Siempre que fuera un mestizo de los barrios
bajos, la verdad, la justicia y los derechos humanos no tendrían ningún valor.
Pero podía engañar así como ser engañado, así
que lo mejor era mantenerse bien despierto. Mantenerse concentrado en lo que
estaba ocurriendo. Sabía que esas partes fijas e inamovibles de él no
admitirían desarrollar fisuras ni grietas. Esa convicción era su única defensa
real, la única forma de mantener un control y salir vivo de ahí.
Cuando estaba en Guardián, cuando lideraba
Bison, cuando se hacía fama en el mercado negro como “Riki el Siniestro” —dicha
creencia nunca le había fallado.
Excepto cuando se trataba de Iason. Razón por
la cual llevaba un pet-ring.
Brillante y astuto. Cruelmente carismático.
Aguardando el momento oportuno. Iason había dispuesto sus trampas con cuidado.
Incapaz de huir y arrinconado con una tenacidad que Riki luchaba por
comprender, lo único obvio era el dolor de ser atado por cadenas.
Asaltado y saqueado, había corrido destrozado hasta
rendirse. La sensación de ser humillado había surgido dentro de él. Los venenos
obscenos y palpitantes habían disuelto los restos de su determinación interna,
haciéndolo jadear hasta resecarle la garganta. El hormigueo titilante y
placentero había perforado su cerebro hasta que la consciencia había quedado
fuera de su alcance.
Y aun así, Riki seguía sin poder descifrarlo.
Un Blondie de Tanagura podía obtener lo que fuera que su corazón deseara. ¿Por
qué Iason había llegado hasta tales extremos con tal de hacer de un mestizo de
los barrios bajos, un perro faldero?
Aprecio tanto
estos vivificantes momentos cuando me desafías incluso siendo yo un Blondie.
Cuando reaccionas a mí tan humanamente. Siento que me estremezco desde el
núcleo de mi cerebro. Amo como me miras con ese desprecio que no te molestas en
disfrazar. Es tan entrañable que me dan ganas de arrancar tu latente corazón y
presionarlo contra mi mejilla.
Que Iason fuera
a tales extremos incluso tratándose de un mero capricho era, más que la manifestación
de su gusto retorcido, de su profunda enfermedad. Una élite con su fascinante
cuerpo de androide diciendo una cosa de esas en público habría sido el
hazmerreír.
Esos pensamientos daban vueltas en su mente,
Riki notaba que la gente que pasaba de vez en cuando por el corredor siempre
enderezaba su postura y asentía hacia el hombre de cabello plateado.
Huh.
Este sujeto no es un poli ordinario.
Las miradas
respetuosas que el hombre recibía delataban su posición, lo que solo confundió
más a Riki. ¿Por qué un hombre tan distinguido, de ese rango estaba
involucrándose con un mestizo? ¿Qué circunstancias lo llevarían a llamar a Riki
por su nombre y llevar su trasero hasta allí?
¿Qué
está pasando?
Riki no
podía siquiera imaginarlo. Nada en Midas debía tener relación con él. Nada del
pasado. Nada del presente. Y hablando del futuro, hasta que Iason se había
cansado de él—
Pero como era de esperarse, sin que le
explicaran las circunstancias por venir, Riki fue fotografiado, le tomaron las
huellas dactilares y un registro de sus retinas. De principio a final, fue
tratado como un criminal curtido, empujado a todas partes.
Riki empezaba a ponerse algo nervioso. Tal vez esté metido en un problema más grave
del que pensaba.
Nunca en su
vida había sido tan estúpido como para pisar de manera intencionada la cola del
tigre que era Midas. Pero obviamente lo habían atrapado en alguna clase de
travesura sin siquiera ser consciente de ella. Y si era tan grave como para que
los Siniestros tuvieran que ser enviados a limpiar el desastre, raro era que no
estuviera solo.
Arregla lo que tengas pendiente, le
había dicho Iason. Deja tus
remordimientos atrás en los barrios bajos.
Pero no se
había imaginado que algo así fuera a pasar, con las cosas entre él y Guy
todavía sin resolver. Ruedas que nunca había visto estaban girando
definitivamente en direcciones que él desconocía. Como era lo usual, Riki había
sido dejado a su suerte maniobrando los controles.
Las cosas no lucían bien. Cuando lo malo se pusiera
peor—o más bien, ahora que lo malo ya se había puesto peor—acabaría en la lista
negra de la policía de Midas. Eso representaba muy malas noticias para él.
Y si resultaba que era la mascota de Iason—y
Iason se enteraba—¿entonces qué? Al estar lidiando con el peor de los casos,
Riki sintió que la sangre dejaba su rostro.
El contragolpe. La provocación. La
autoflagelación.
Durante esos tres años en Eos, Riki fue el
mocoso que nunca había sido instruido de
verdad, el que nunca aprendía. Arrogante,
terco, obstinado. Justo como Iason solía describirlo para fastidiarlo, Riki no
sabía cuándo rendirse y doblegarse. Todo el mundo era su enemigo. Era un simio
no evolucionado que no podía dar su brazo a torcer cuando le convenía. Por ese
entonces, Riki había hecho lo que fuera que estuviera en su poder para
restregarle ese hecho a Iason en la cara. En aquel entonces, sin embargo, las
cosas habían sido completamente distintas.
De cierta forma, Eos era una aparatosa jaula,
alejada del mundo. Las mascotas adulaban a sus amos sin dudar por un segundo
que el valor de su identidad podía resumirse en un único pedazo de papel que
respaldara su nacimiento. Y al mismo tiempo, eran orgullosos, maquinadores e
infantiles a un punto extenuante.
Que la belleza y el libertinaje fueran sus
mejores virtudes estaba arraigado en su psicología. Y sin embargo era el
desvergonzado mestizo Riki lo que los volvía locos de odio. Naturalmente, al
burlarse de las raíces de Riki e indignarse, no reflexionaron ni una vez sobre el
hecho de que ellos mismos se remontaban a meros lamentables muñecos sexuales.
Nunca caían en cuenta de ello hasta que sus
registros de mascota eran eliminados y, como el revestimiento de esa jaula,
eran sacados de Eos y enviados a burdeles en Midas.
Pero no sentir empatía por su situación no
significaba que Riki se sintiera superior. Creerse mejor que las caseras mascotas
de raza pura no sería diferente de lo que hacían los ciudadanos de Midas al
despreciar a los mestizos, llamándolos basura por no tener tarjetas de
identificación oficiales.
Para Riki era difícil considerar que todos
estuvieran en la misma situación. Pero estar contemplando la realidad de frente
y no ser capaz de ver, oír y hacer algo—era la clase de estupidez negligente de
la que no podía evitar burlarse.
Había tantos valores humanos diferentes como personalidades.
Al cambiar la estrella bajo la cual se nacía, hacía que una persona diferente
creara una realidad diferente, incluso tratándose de la misma época y lugar.
Quizás criarse inmerso en una agradable ignorancia era la mejor de las suertes.
Cuando Riki trabajaba para Katze como mensajero, no podía evitar sentirse así
de entusiasta.
Razón por la cual, aun volviendo a recibir los
mismos golpes que se había ganado durante esos tres años en Eos, no podía negar
la verdad tras lo que estaba dicho y hecho.
Sostener la realidad a la vista de todos era
doloroso, no importaba como la pusiera. La realidad era que algunas personas no
podían soportar la verdad. Y en esos casos era mejor mantener arriba la
defensa.
Cuando Riki era la mascota de Iason, en cierto
sentido que a Riki le causaba dificultad comprender, Iason había sido un capataz
tanto indulgente como cruel. Un mestizo de los barrios bajos y un Blondie de
Tanagura veían el mundo de formas completamente diferentes, y Riki no tenía idea
de cuáles eran los límites de Iason. Aunque en retrospectiva, debió haber sido porque Eos era una jaula tan aislada,
que Iason le perdonaba a Riki sus acciones audaces e indignantes.
Todo eso volvía la situación en que Riki
estaba inmiscuido, más peligrosa. Durante todo el tiempo en que fue
implacablemente encerrado en una habitación, la ira roja de su temperamento
quemó la parte posterior de su cuello. Dentro de la habitación eran una mesa
pequeña y robusta y una silla lo que hacía parecer todavía más horrible las
inútiles dimensiones enormes del espacio.
No había nada aparte de las cámaras en el
cielorraso. De acuerdo a las especificaciones que Riki había memorizado, estas
cámaras tenían un campo de visión de 360 grados con capacidad de acercamiento. Estaban
muy bien camufladas, pero el mismo modelo y marca de cámara estaba situado en todos los rincones de Eos
para observar a las mascotas.
Riki sabía que estaban allí y las ignoraba.
Las otras mascotas probablemente no tenían ni idea. No sabía quién estaba
mirando, pero en un cuarto de monitoreo, en algún lugar, las conversaciones que
tenían lugar se escuchaban a la perfección.
En el otro extremo, el mecanismo estaba
ubicado de forma tal que ningún “accidente” imprevisto que ocurriera allí,
pudiera dejar las cuatro paredes de la habitación.
El hombre de cabello plateado apenas si había musitado
palabra mientras arrastraba a Riki hasta allí desde los barrios bajos. Ahora se
sentaba a la mesa frente a él. El subordinado pelirrojo del hombre permaneció inmóvil,
amenazante y en silencio tras Riki.
“¿Y bien? ¿Qué es lo que pasa?” dijo Riki.
El hombre de cabello plateado—el pelirrojo se
había referido a él como Jefe—no parecía ser muy hablador, así que Riki habló
primero. E inmediatamente sintió que los pelos de la nuca se le aguzaban en lo
que el pelirrojo se cernía a sus espaldas.
Estaba faltándole el respeto al jefe de los
Siniestros, un maldito idiota que no conocía la precaria posición en la que se
encontraba, pero Riki francamente no tenía ganas de desperdiciar más su tiempo
con toda esa parafernalia.
“¿Exactamente de qué me están acusando?”
“¿Conoces a este chico Kirie?”
Era la última pregunta que Riki habría
esperado que le hicieran. Por un momento solo miró al otro de vuelta,
sorprendido.
“¿Dónde está?”
“Tienes que estar bromeando. ¿Me trajeron
hasta aquí para preguntarme eso?”
“No solo a ti.”
Riki tragó saliva.
“Kirie solía juntarse con ese montón de
matones conocidos como Bison, ¿no es cierto?”
Riki supo de inmediato a donde iba todo
aquello. Por qué Guy había faltado a su cita juntos. Una variable imprevista
había intervenido. Que Guy no lo hubiera plantado a propósito le dio por lo
menos un momento de tranquilidad. Y al siguiente, se enojó con el hombre
sentado delante de él. Ese bastardo de Kirie.
“Y tú eres el líder de esa pandilla.”
Qué puta
pérdida de tiempo.
“Bison se
desintegró hace mucho. No soy el líder de nada.” Habría jurado que aquellos
sujetos estaban mejor informados. Riki sentía deseos de clavarle un puñetazo a
ese hombre en la cara. El mal proceder de la policía empezaba a fastidiarlo
como nunca. Lo hacía querer vomitar.
“Con que todos ustedes se pusieron de acuerdo
con la historia de antemano, ¿eh? ¿Ley de Omerta? ¿Es eso?” el hombre insistió
con una ligera mueca de desprecio, “¿Cuán lejos llegarían para encubrirlo?”
En cuanto a Riki—y cualquier persona asociada
a Bison—concernía, el hombre estaba repitiendo una mala broma que desde hacía
bastante había dejado de ser graciosa. Pero aparentemente no tenía la más
mínima idea de que simplemente había sacado una conclusión equivocada.
“Kirie trae mala suerte. Es un gafe. No hay
forma en que tengamos idea alguna de donde se encuentra.” Y al decir aquello,
de paso Riki tuvo que agregar sus propios pensamientos. “La próxima vez que
ustedes, policías de Midas, vengan a presentar cargos traspasando las fronteras
de los barrios bajos, mejor háganse con información certera en primer lugar. Es
muy vergonzoso verlos dar vueltas en torno a rumores de bar no confirmados que
no serían tomados en serio escritos en la pared de un baño.”
Medio segundo después, una bota aterrizó en el
costado de Riki y lo tumbó de la silla, gruñendo, sacándole limpiamente el
aire. La sangre se batió en sus venas, haciendo de su pulso un ruido sordo como
el de una batería contra el interior de su cráneo.
El pelirrojo lo agarró del cuello de la
camiseta y, con desconcertante facilidad, volvió a ponerlo en la silla.
“No toleraremos la insolencia de una escoria
mestiza como tú,” siseó en el oído de Riki, sin intenciones de ocultar su
desprecio. “No intentes ocultarnos la verdad.” La risa ordinaria del pelirrojo
perforaba como un picahielo a través de los tímpanos de Riki.
A esas alturas, el sentido del humor del
pelirrojo seguía sin tener sentido para Riki. Pero con la imagen de la
expresión presumida de Kirie en mente, Riki echó mano de todos los improperios
en su repertorio y se los dedicó, arreglándoselas para calmarse un poco.
“¿Dónde está?” preguntó el hombre en la mesa.
El tono de su voz no había cambiado.
“No—lo—sé—”
“¿Esperas que crea eso? ¿Uno de tus hombres?
¿Uno de tus hermanos?”
¡Nunca
uno de mis hombres! ¡No es mi hermano!
Kirie tenía
sus propios sueños y se había agregado al nombre fantasma que era Bison. Al
enterarse de que la resurrección de Bison de la que se hablaba no era más que
un mero rumor urbano, Kirie se había ido por su cuenta y había dejado atrás una
apestosa pila de mierda.
El beso
de la muerte.
Si Riki
hubiera sabido el paradero de Kirie, lo habría confesado antes de que le
atestaran el primer golpe. No tenía ganas de enfrentar a los Siniestros de
Midas.
Pero desde el principio, los Siniestros habían
procedido, ignorando lo obvio. Si no querían escuchar lo que la gente tenía por
decir, podrían haber optado por las drogas recuperadoras de memoria desde el
principio y rebuscar la información que necesitaban en la materia gris. Ni
siquiera habían intentado eso. Obviamente, atormentar a Riki era tan divertido
que no les importaba el tiempo y la labor extra que ello requiriera.
Sin embargo, aun con todo lo enojado que Riki
estaba con los Siniestros, el foco de su ira estaba puesto en Kirie. La última
vez que lo había visto fue en Orange Road. Le había dado un puñetazo y le había
dicho, No quieres volver a mostrarme tu
cara otra vez nunca, Kirie. No si quieres mantenerte de una sola pieza.
Era cierto.
Ver a Kirie una vez más serían demasiadas veces. Riki no quería verlo o
escuchar incluso el sonido de su voz. En lo posible, borraría la existencia de
Kirie de su cabeza. Y tenía toda intención de intentarlo.
Kirie, sin dudas, se sentía igual.
Riki no tenía idea de dónde y cómo habían
conseguido la información estos Siniestros de Midas. Pero si había provenido de
los antiguos miembros de Bison, habían tenido muy mala suerte. La clase de
desastroso giro en los eventos que lo hacía apretar los dientes de frustración.
No podía decir lo que no sabía. No podía
ofrecer lo que no tenía. Pero los Siniestros no seguían una lógica tan simple.
Era definitivamente el peor de los casos.
“Escúpelo.”
“¡No.Lo.Sé!”
Otro golpe en sus riñones. Riki jadeó y
enterró las uñas en la superficie de la mesa. El incandescente dolor rugió a
través de su cuerpo, emergiendo en gruñidos inarticulados. Sus músculos y
huesos gritaban. El grito convulsionante de dolor ardiente, flexionante y
torsionante acometió cada fibra de su cuerpo.
Llevando sus crudos y temblorosos nervios más
allá de lo que cualquier placer pudiera lograr, puro dolor físico de esa clase a
la que no estaba acostumbrado en absoluto del todo pero hacía que la sangre le
hirviera en las venas.
“Ya no tengo tiempo para estar jugando. ¡Habla!”
A pesar de su estatus de élite dentro de la
División de Midas de Seguridad Pública, los rumores de la brutalidad de los
Siniestros se comentaban a lo largo de los sistemas solares de la Mancomunidad.
La mitad de ellos eran propaganda generada
para perpetuar la fachada de ley y orden bajo la cual Midas operaba. La otra
mitad era una velada advertencia a los libertinos visitantes que pudieran
tomarse muy en serio la falta de tabús en Midas. Aunque debido a que estos
huéspedes eran su fuente de ingresos regular, los policías de Midas tendían a
ejercer una moderación mínima en su favor.
Castigo y recompensa. Usados de manera
adecuada, eran la estrategia perfecta para evitar problemas innecesarios. Pero
eso no aplicaba a los mestizos de los barrios bajos.
“¡Confiesa!”
El pelirrojo agarró a Riki con una sola mano,
lo levantó de la mesa y lo abofeteó. El dispositivo móvil ultra compacto en la
muñeca derecha del Jefe de cabello plateado, Marcus, chirrió estridentemente.
Envió una mirada a su subordinado Jayd—el pelirrojo que estaba disfrutando de
maltratar a Riki—y después sacó una pieza auricular del bolsillo de su chaqueta
y lo encendió.
“¿Qué?”
“¿Es un buen momento, Jefe?”
“Adelante.”
“Se trata de número G:05—” El código interno
que tenían para referirse a Riki.
“¿Nada sobre él?”
Una llamada de emergencia en medio de un
interrogatorio no era algo normal. Marcus creía que tenía algo que ver con
Riki.
“Limpio como la patena. Pero sí aparecieron
unos datos muy extraños en un contexto diferente. No puedo descifrarlos.”
La respuesta inusualmente ambigua de su
subordinado hizo que Marcus frunciera el ceño. Ve directo al grano, estaba a punto de decirle cuando la voz del
otro lado de la línea dijo, “Lo siento mucho, pero creo que lo mejor es que
venga hasta aquí.”
“Entendido,” musitó Marcus, finalizando la
llamada. Se preguntaba qué tipo de datos extraños pudieran haber aparecido.
“Jayd,” llamó, “tengo que encargarme de esto.
Tú vienes también.” Dejar a Jayd a solas en la habitación con Riki no se le
antojó a Marcus como un curso de acción muy inteligente.
Jayd lo miró de vuelta con una chispa de
disgusto en los ojos. Pero no se rehusó. Todo el mundo estaba de acuerdo con
que en sus recintos no se mimaba a los mestizos de los barrios bajos, pero el
entusiasmo con el que Jayd se había tomado el trabajo preocupaba a Marcus.
El mestizo podía sin dudas beneficiarse un
poco más de la oportunidad. Tenía el orgullo y las agallas. Desastroso pero
rebelde. Tratándose de una basura de los barrios bajos, era una galleta dura de
roer.
Pero romperlo antes de que confesara no les
supondría ningún bien. Marcus tenía su propio orgullo para ser el jefe de los
Siniestros. Su trabajo era hacer prevalecer la paz y perseguir a los criminales
que se deleitaban en Midas como parásitos. Así, sus Siniestros tenían que ser
respetados y temidos por todos—civiles, inmigrantes ilegales y especialmente
los mestizos de los barrios bajos. Los mestizos solo podían ser controlados si
sentían ese miedo de verdad. De acuerdo a los reportes del equipo que había
enviado, ese miedo era palpable después de apenas enseñar sus macanas; rostros
pálidos y labios temblorosos podían avistarse en todas partes.
Pero el chico al que llamaban el antiguo jefe
de Bison era diferente. Le habían apuntado con un arma, para asegurarse. Pero ni
darse cuenta de que Marcus era un Siniestro, lo hizo trastabillar. Marcus no
había visto una pizca del miedo que esperaba en Riki.
Había algo diferente en sus ojos. No eran los
ojos de un mero delincuente gamberro. Podía ser temerario por desafiarlos imprudentemente,
pero el chico sabía qué hacer. Era más que tener agallas. Esos eran ojos que habían
estado en muchos sitios y visto muchas cosas. El chico contaba con más que un
par de aciertos en su lista.
Alcohol y drogas. Golpeando cualquier cosa que
se moviera. Se ahogaban en sus vidas de depravación como irremediables paquetes
de basura mestiza. Todos los mestizos eran iguales—o eso había pensado Marcus.
De alguna forma, ese Riki era distinto. Con una
osadía que rayaba la imprudencia, el chico no era una persona fácil de
convencer, eso era un hecho. Razón por la cual Marcus lo había llevado hasta
allí. Tenía que asegurar la situación, controlar el ambiente o no iba a llegar
a ninguna parte.
Era posible que Riki tuviera un pasado que
Marcus no había anticipado, que había ido y vuelto del infierno—y en lo que se
le ocurría la idea, Marcus tuvo que sacudir la cabeza y sonreír tristemente
para sí mismo. ¿Por qué tanto alboroto
por este mestizo?
Jayd
acompañó a Marcus del cuarto de interrogatorios hasta el cuarto de monitoreo en
el mismo piso. Todos los subordinados que trabajaban allí se pusieron de pie y
reverenciaron en cuanto ambos hombres entraron.
Marcus respondió con un ligero asentimiento y se sentó.
“¿Y?” preguntó, volviéndose a Gayle. “¿Cuáles son esos datos extraños sobre
G:05?” Más te vale que sea bien
jodidamente importante para interrumpirme en medio de mi interrogación, era
la cuestión implícita.
“Sí. Verá, está registrado como mascota.”
“¿Cómo Mascota?”
exclamó Jayd, olvidando su posición.
“¿Qué estás diciendo, Gayle? Estamos hablando
de un mestizo de los barrios bajos.”
“Eso es lo que dice.”
Deja de
bromear. Marcus no lo dijo, pero eso era exactamente lo que estaba pensando.
“¿Esa maldita basura zarrapastrosa de los
barrios bajos?” gritó Jayd mirando a Gayle. “¡Por favor!” Para Jayd, un mestizo
convirtiéndose en mascota—incluso tratándose de una broma—no era gracioso.
“Pensamos lo mismo. Por eso revisamos y
volvimos a revisar.”
Por el tiempo en que Gayle realizó la llamada
de emergencia a Marcus, ya había anticipado la reacción de Jayd. Marcus le
preguntó sin rodeos, “¿Estás seguro de esto?”
“Positivo,” replicó Gayle con brevedad, pasándole
el impreso a Marcus.
Número de mascota registrada: Z-107M. Nombre clave: Riki. Sexo: Masculino. Cabello:
Negro. Ojos: Negros. Lugar de nacimiento: Ceres, Guardián.
Más increíble todavía era que la fecha de
registro fuera de hace cuatro años. ¿Hace
cuatro años? Esto tiene que ser una especie de error en el sistema.
“Lo
verificamos con su escaneo de retina.”
Marcus escudriñó el rostro joven en la ficha
policial y gruñó para sus adentros.
“El acceso está restringido a un código
cifrado nivel tres de seguridad. No puede tratarse de un pobre mocoso
ordinario. Tiene que tener conexiones grandes en alguna parte.”
Con cada nueva inesperada revelación, la
hendedura entre las cejas de Marcus se hacía más profunda. Usualmente tenían el
nivel de seguridad correcto para acceder a los registros de administración de
mascotas, y la autoridad de la División de Midas de Seguridad pública debía
tomar prioridad.
¿Entonces
por qué a una simple mascota se la clasificaba en nivel tres? Toda posible
respuesta desafiaba el sentido común. La situación se había salido de las
manos. Marcus no tenía palabras para describir cuán problemáticas se estaban
tornando las cosas.
Jayd miró el impreso por encima de su hombro.
Su cuerpo pareció petrificarse de inmediato. “¿Es en serio?” rugió, su voz prácticamente un chillido.
“Así parece.”
“¿Un mestizo de los barrios bajos? ¿Un montón
de basura buena para nada? ¿Cómo es que algo así se convierte en una mascota?”
continuó Jayd, incapaz de aceptar la verdad frente a sus ojos.
Jayd no era el único haciéndose esa pregunta.
Todo el mundo en la habitación estaba gritando por dentro. Pudiendo elegir a cualquiera del universo, ¿por qué elegir a un
mestizo? La cosa entera parecía una broma. Es imposible, joder.
Pero lo que
ahora sabían no podía negarse. No importaba lo que quisieran.
“¿La mascota de quién?” preguntó Marcus.
Gayle se quedó en silencio.
“Pregunté, ¿quién es el dueño de esta
mascota?”
Gayle había tratado de reservase el dato, pero
no podía hacerlo más. “Un Blondie de Tanagura.”
Marcus y Jayd lo miraron boquiabiertos.
“El nombre real del dueño está oculto, pero
aquel código clase S es indudablemente el de un Blondie de Tanagura.” En cuanto
a digerir el impacto del desconcertante giro en los acontecimientos respectaba,
Gayle aventajaba a Marcus y Jayd. Pero su voz seguía sin recuperarse del shock.
“¿Cómo procedemos con esto? La mascota de un Blondie merodeando los barrios
bajos podría convertirse en un escándalo de proporciones sin precedentes.”
Los mestizos pertenecían a los barrios bajos.
Todo el mundo lo sabía. Pero un mestizo que fuera la mascota de un Blondie—eso
lo cambiaba todo. Lejos de ser un simple escándalo, estaba el mayor
inconveniente de violar la Ley de Mascotas.
¿Cómo habían llegado las cosas a ese punto? ¿Qué diablos estaba ocurriendo? El
misterio solo se hacía más grande.
Normalmente los registros de las mascotas de
Eos eran borrados cuando se los desechaba y se los vendía en Midas. Aparte de
unos pocos casos especiales, no había excepciones a la regla. El valor añadido
de ser criado en Eos los convertía en la atracción principal de los burdeles de
Midas.
Las mascotas de los Blondies atraían sumas
incluso más grandes, porque una mascota de Blondie generalmente era de la
Academia. A las hembras reproductoras se las valoraba todavía más. Cualquier
descendencia que produjeran era reconocida como la propiedad de ese burdel. No
era exagerado decir que el estatus de un burdel estaba ligado directamente a
cuán bien protegía sus líneas pura sangre de la Academia.
Ignorar la Ley de Mascotas que establecía
estos preceptos cardinales era un crimen serio.
¿Era tan
siquiera posible que un Blondie de Tanagura pudiera violar la Ley de Mascotas?
No podía ser posible. Los Blondies era la élite de las élites. Nunca
cometían errores. Sin embargo—
“¿Sigue siendo válido este registro?”
“Sí. No hay muestras de que haya sido borrado,
falsificado o manipulado.”
“Si es eso cierto, entonces esta cosa ha
estado bajo el mandato de un Blondie por los últimos cuatro años.”
Que un mestizo de los barrios bajos hubiera
sido mantenido en Eos era toda una sorpresa, pero incluso más desconcertante
era que la misma mascota estuviera viviendo en los barrios bajos.
Era inconcebible.
La idea por sí misma era repulsiva y el sentido común dictaba que era
imposible. La seguridad de Eos empequeñecía cualquier cosa en Midas. Una
mascota simplemente no podía escapar de ahí.
“Solo para asegurarme, ¿no podríamos solicitar
una confirmación de estos registros?” sugirió Gayle, todavía apegándose a la
noción de que podía tratarse de un error en el sistema de administración de
mascotas. Esa sería una medida apropiada—si los procedimientos reglamentarios
aplicaban.
“No. Déjalo.”
“Pero, Jefe. Nada de esto tiene sentido, no
importa cómo lo veamos. ¿Ves un pet-ring en alguna parte?”
El pet-ring era un accesorio caro que hacía
las veces de identificación personal. Un anillo, un collar o un pendiente. Era
joyería que, además de hacer publicidad al estatus de la criatura como mascota,
hacía publicidad al estatus del dueño también.
Como consecuencia, era una práctica popular
hacer el pet-ring tan ostentoso como fuera posible. Nunca se les habría ocurrido
sospechar del anillo tipo D en su entrepierna. Si es que sabían que existía tal
cosa.
“Una mascota sin un pet-ring no es una
mascota, ¿verdad? Eso significa—”
“Significa que esta situación es todavía más
complicada de lo que pareció en un comienzo.”
Un Blondie dejando una mascota en libertad
fuera de las fronteras de Eos no tenía sentido. Era impensable. Pero lo
impensable estaba ahí justo en frente de ellos. Tal era su confusión que simplemente
no pudieron cavilarlo en sus cabezas.
Pero eso era—y continuaría siendo—su problema. Aunque pudieran ser
Siniestros, no había forma en que pudieran entrometerse en el territorio de las
élites de Tanagura.
“A pesar del pet-ring faltante, ciertamente
tiene un registro pet. Las probabilidades de que se trate de un error en el
sistema son escasas. Tan irracional como pueda sonar, no puedo aceptar que una
mascota haya estado deambulando por los barrios bajos solo porque sí. O que la
Administración Pet haya cometido un error clerical. Solo podemos concluir que
es esto es lo que su amo desea.”
La Ley de Mascotas aplicaba tanto a las élites
de Tanagura como a sus mascotas. No era lógico que los impecables Blondies
desafiaran las reglas. Tratar a una mascota como una especie de animal libre—¿Cómo
podía consentirse aquello? Y si no estaba consentido, entonces, ¿qué
circunstancias lo habían provocado?
Todo el mundo volvió su atención a la imagen
de Riki en los monitores, todavía despatarrado sobre el escritorio en la sala
de interrogatorios.
¿Qué es
esta criatura? Se preguntaban.
“¿De verdad
es un mestizo de los barrios bajos?” se preguntó Gayle en un susurro.
“¿Qué se supone que significa esto?”
“El registro indica definitivamente que su
lugar de nacimiento es el Centro de Crianza de Ceres. Pero, ¿y qué si eso es
solo el telón de algo más?”
“¿Algo como qué?”
“No tengo idea. Pero no puedo creer que una
restricción de acceso de seguridad nivel tres no tenga relación alguna.”
Para estar seguros, nadie podía abrir los
archivos de las mascotas de Eos por capricho y navegar entre ellos. Pero sellar
un archivo con un código de acceso encriptado—no importaba por donde lo
miraran, era anormal.
Algo estaba pasando. Las preguntas surgieron
en sus cabezas de manera espontánea. Como si un escaneo de retinas positivo
hubiera activado alguna especie de trampilla, o una vulgar trampa digital
hubiese sido puesta para levantar deliberadamente una bandera roja. Era como un
acertijo colgando ahí tentándolos a intentar resolverlo. O quizás no
significaba nada en absoluto.
Aunque podría solo estar imaginando cosas,
Gayle no podía dejar de pensar en ello. “No puedes conseguir nada más bajo que
un mestizo, ¿verdad? Así que, ¿qué clase de idiota falsificaría sus propios archivos
de nacimiento y se escondería al fondo de la pila de desperdicios?”
Prejuicio y desprecio. La siempre presente
sensación de desdén y superioridad. Los frutos de una educación en Midas habían
penetrado a Jayd hasta los huesos. Las palabras de Gayle solo le provocaban
asco.
Hasta entonces, Haggard había estado
observando el desarrollo de los acontecimientos en silencio. “Hay un montón de Sinkers
que se hacen pasar por mestizos y se esconden en los barrios bajos.”
“Eso es porque no tienen opción,” Jayd se
reincorporó con un cacareo de disgusto. “Para ellos es… o nadas o te hundes.”
Nadie lo contradijo. Era diferente para
aquellos cuyo planeta de nacimiento los expulsaba, o les otorgaba ciertas
características especiales. Pero la mayoría de las veces, Una cantidad
significante de extranjeros ilegales conocidos como Sinkers se camuflaban con
los mestizos de los barrios bajos y se mantenían apartados de la División de
Midas de Seguridad Pública.
Una vez que sus visas de entrada expiraban,
Tanagura ya no reconocía su existencia. Así que los visitantes y turistas que
no salían cuando sus visas caducaban eran declarados indocumentados y
arrestados de inmediato.
Las excusas no importaban. El control de
inmigración no entendía sobre “accidentes”. Los pendencieros y malportados
entre ellos eran añadidos a la lista negra y repatriados a la fuerza.
Si se comportaba como era debido y se acataba
las reglas, Midas era un paraíso libre de tabús. Si se rompían las reglas, se
descubría que el guante de terciopelo cubría un puño de hierro.
La gente eran animales olvidadizos. Cualquier
infierno que provocara un viajero, cualquier posición comprometedora en que se
encontrara, prefería dejarlo todo atrás. Pero Tanagura no era tan entusiasta en
cuanto a olvidar. Si se pasaba de la raya, sufriría las consecuencias.
Estar registrado en la lista negra equivalía a
la incrustación de un nanochip en la base del cráneo, y que les fuera imposible
hacer un viaje de regreso al planeta de Amoi. Cualquier intento de ignorar la prohibición
y entrar de manera ilegal, por ejemplo, con un pasaporte falso, y el nanochip
respondería de inmediato, matando a quien lo portara.
Porque los atentos legales para obtener una visa eran
respondidos con una notificación de advertencia directa, no se tendría
consideración con quienes rompieran las reglas y no habría segundas
oportunidades. Si el viajero deseaba dejar cualquier clase de desafortunado
evento ocurrido en Midas, en Midas y continuar con su pacífica y tranquila
existencia, entonces eran advertidos de no volver a regresar allí jamás.
Razón por la cual aquellos que habían elegido
deliberadamente convertirse en
Refugiados mantenían su distancia de la División de Seguridad Pública de Midas,
y se hacían pasar por mestizos. La ciudad fantasma de Ceres estaba fuera del
alcance de la ley de Midas.
Sin embargo, sin importar cuan bueno fuera el disfraz, la
garantía de tener una vida apacible en ese lugar era un asunto muy distinto. La
vida tenía otro valor, y los cambios al medio de alguien eran tan diferentes
como el día de la noche. Los barrios bajos eran su propia ley. Aquellos que no
pudieran acostumbrarse a ese hecho, eran expulsados con el tiempo.
“Hasta donde sabemos, los Sinkers y los mestizos son
basura de la misma pila. La sanguijuela y la cucaracha sacando provecho la una
de la otra hasta matarse.”
“Un Sinker haciéndose pasar por mestizo y la mascota de
un Blondie rondando los barrios bajos son dos asuntos muy aparte,” comentó
Gayle con un tono particular en la voz.
“Gayle, no estarás insinuando que esta cosa está
entrenándose como el sleeper de un Blondie, ¿o sí?” Preguntó Marcus, haciendo
que Jayd y los otros se congelaran boquiabiertos con los ojos desorbitados. No
habrían imaginado que dichas palabras pudieran salir de la boca de Marcus.
Un sleeper. Era la
palabra clave para un agente especial que trabajaba en cubierto. Quiénes eran,
cuántos eran, sus misiones e historias personales eran mantenidas en completo
secreto. Nada acerca de ellos llegaba a ser más que especulaciones y rumores,
porque nadie en la División de Seguridad Pública de Midas sabía la historia
completa.
Pero nadie podía negar su existencia. Hasta los
Siniestros—quienes se consideraban a sí mismos la élite de la ley en Midas—eran
conscientes de operativos de inteligencia importantes teniendo lugar en
sectores en los cuales no estaban involucrados, desencadenando eventos peligrosos
con una aparentemente milagrosa coordinación.
El otro día, por ejemplo, había ocurrido un escándalo
enorme en Neal Darts—un territorio de cuidado para los policías normales—por lo
que se comentaba que los Sleepers operaban bajo el control directo de Tanagura.
Que un mestizo de los barrios bajos fuera la mascota de
un Blondie no tenía sentido. Tampoco era razonable que un Blondie pasara por
alto la ley y liberase a una mascota en los barrios bajos para que anduviera a
sus anchas, dejando intacto su registro. Pero era estúpido suponer que el protegido de un Blondie—un Sleeper—tendría
ese comportamiento.
Desde esa perspectiva, todas las piezas del rompecabezas—incluyendo
a ese rebelde líder de la pandilla con todas sus agallas y tenacidad—encajaban.
“Yo no lo pensaría de ese modo,” dijo Gayle, mirando
hacia el piso, a pesar de no poder deshacerse de los pensamientos en su mente.
“Sin embargo, no podemos ignorar la posibilidad de que se trate de una simple
coincidencia, a pesar de que eso parezca implicar muchas cosas.”
Gayle no era el único en pensar así. “A falta de una
prueba contundente, todo este asunto no es más que una especulación. Son solo
ideas vagas las que discutimos. Lo único que podemos concluir con certeza en
este preciso momento es que ese mocoso es la mascota de un Blondie.”
Esa era la verdad. Habían estado buscando a Kirie, y en vez
de encontrarlo a él, Riki había caído en sus manos. Era muy probable que no
tuviera relación con el caso en que los Siniestros estaban trabajando. Sin
embargo, hasta donde Riki tenía entendido, seguía sin conocer la verdad tras la
razón por la cual había sido detenido.
Midas tenía su División de Seguridad Pública y los
barrios bajos tenían sus propias leyes. Y la regla dorada e inquebrantable
había sido siempre que los dos no se involucrarían.
Los barrios bajos no eran dignos ni siquiera de lamer los
pies de Midas. Así que no valía el tiempo ni la pena perseguir basura mestiza y
hacerlos entender por la fuerza. Para los Siniestros, los mestizos no merecían
más atención y preocupación que un insecto siendo aplastado por el suelo de una
bota.
Por entonces, todas esas teorías eran paralelas. No se
enviaban policías normales a perseguir un montón de rufianes mestizos, sino a
los mismísimos Siniestros. Sobre todo, la aplicación de la ley en los barrios
bajos parecía estar presente tácitamente, sugiriendo que ciertas líneas de comunicación
permanecían abiertas.
“Nuestras órdenes eran rastrear y arrestar a un
pandillero de los barrios bajos llamado Kirie. En este momento, esa debería ser
nuestro única prioridad.”
Así pudieran estar poco dispuestos y en desacuerdo, su
deber era seguir las órdenes tan rápido y precisamente como les fuera posible. No
era algo que su jefe tuviera la necesidad de remarcar, pero Marcus se sintió
obligado a mostrar autoridad.
“¡Sí, señor!” respondió Gayle, aunque al resto del
personal en la habitación no le cabían dudas de que lo mismo aplicaba para
ellos.
Para despejar cualquier otra duda, Marcus les ordenó que
borraran toda la información concerniente a G:05. Pero no porque todavía dudaran
sobre la teoría de que el mestizo era un sleeper.
“Si lo que muestra
este archivo es correcto, este mocoso le pertenece a un Blondie. Si llegamos a
meternos en problemas por esto, no va ser lindo,” dijo Marcus, porque era eso
lo que le preocupaba.
Marcus y su equipo no tenían autoridad de ir por ahí
husmeando en lo que el amo Blondie de una mascota hacía con ella. Marcus se
puso de pie para regresar al cuarto de interrogación. Sentía un peso sobre los
hombros y un desgano en su paso que no había sentido cuando había entrado en el
cuarto de monitoreo.
Sin mencionar en el cuarto de interrogación, los hombros
de Riki subían y bajaban al recobrar el aliento, mientras su negro cabello
estaba pegado a su pálida frente.
Ese pedazo de mierda de Kirie. Ese gafe en todos ellos.
Riki iba a romperle todos los huesos. Riki lo maldijo con todas sus fuerzas,
rechinando los dientes contra el dolor. Sus sienes palpitaban con espasmos y su
cabeza retumbaba como una batería. Y sin embargo, de algún modo, tras todo su
dolor, sus pensamientos eran inusualmente claros.
¿Qué demonios
ha estado tramando Kirie?
Los policías de Midas nunca iban a los barrios bajos,
mucho menos los Siniestros, quienes habían procedido con extrema violencia en
busca de Kirie. Algo serio estaba ocurriendo. No lo habían sorprendido robando.
Pero Riki no quería saber en verdad. Siempre que no
supiera, no tendría nada que decir, sin importar cuan terrible fuera la paliza
que le dieran. La ignorancia era la mejor defensa contra lo irracional.
Riki oyó que la puerta se abría y levantó la cabeza. El
ruido sordo de las botas contra el concreto acompañaban el regreso de Marcus y
Jayd. Puso mala cara. ¿Se acabó el
descanso?
No podía empezar a imaginar cuanto más lo maltratarían
antes de que se cansaran. Esa idea era incluso más deprimente que el dolor.
Igual que antes, Marcus se sentó enfrente de Riki del
otro lado de la mesa. Riki esperaba que Jayd se pusiera detrás de él otra vez.
Pero no lo hizo. Comparado con el Jayd que había salido del cuarto, este
parecía mucho más sumiso. Se puso detrás de Marcus en cambio.
¿Qué rayos—?
Dentro del esperado peso de sus miradas gemelas, Riki
detectó una cualidad diferente inundando sus actitudes.
“Tal parece que eres la mascota de un Blondie,” dijo Marcus,
su voz era insinuadora. La razón tras el cambio en su actitud repentinamente se
hizo muy clara.
Ahora Riki ponía mala cara por razones completamente
diferentes a las anteriores. Aunque había medio esperado que una cosa así
pasara, enfrentarse a ello era algo muy diferente.
No había forma de que pudiera mostrarse desafiante
repentinamente con una actitud ajá, ¿y
qué con eso? La etiqueta de “mascota” no era nada más que una vergüenza
para Riki. La idea de que alguien fuera de Eos supiera ese secreto suyo era
insoportable.
“El mejor espécimen de un harén en Midas sería afortunado
de ensanchar las filas de medio pelo en la sociedad de Midas. De modo que,
¿cómo es posible que un mestizo de los barrios bajos logre llegar hasta lo más
alto?”
No había amargura ni sarcasmo en la voz de Marcus, solo
fría curiosidad. Pero seguía haciéndosele extraño a Riki. Todos esos días y
semanas sometido por las cadenas de lujuria y carnalidad, con su orgullo
rompiéndose y pudriéndose—llamar eso llegar
a los más alto—habría cambiado lugares con cualquiera en un parpadeo. Así que
cuando Marcus dijo, “Puedes irte,” Riki no comprendió lo que le estaba diciendo
al principio.
Puedes irte.
Riki le dio vuelta a las palabras en su cabeza. Frunció el ceño. Y
comprendió al final. Era libre de regresar.
Pero, ¿por
qué? Porque era la mascota de un Blondie, por eso. Nada más podía explicar el
repentino cambio de actitud de los Siniestros.
Así que a
eso se remonta todo.
Riki murmuró brevemente una silenciosa oración incluso si
en ese mismo momento saboreaba la amargura de la ira en su boca.
¿Qué hace la
mascota de un Blondie en los barrios bajos? Marcus no mostró ningún ansia
en insistir con su interrogatorio a pesar del hecho de que hasta hace unos
minutos, había estado más que dispuesto a continuar atormentando al pobre
mestizo.
El cambio de decisión abrupto dejaba en claro que el
poder y la influencia de los Blondies de Tanagura abarcaban incluso hasta la
División de Seguridad Pública de Midas. A pesar de que habían estado tan
decididos a dar con Kirie, estaban dejando que Riki se marchara. No molestes a los perros. En eso se
resumía todo. Todo gracias a Iason,
supongo.
Presumir del estatus de su amo había sido lo último en la
mente de Riki. Pero si eso hacía que los Siniestros se comportaran con él, Riki
no iba a objetar nada. Tampoco pensaba que era un acto de cobardía de su parte.
Meterse con la persona incorrecta haría que lo pagaran caro. Lo sabían tan bien
como los mestizos de los barrios bajos.
A pesar de lo que fuera que Marcus sintiera por dentro,
había aprendido de la amarga experiencia. No iba a cometer el mismo error que
Riki había cometido. En pocas palabras, Iason tenía la clase de fuerza para
convertir el orgullo de un Siniestro en polvo. Aunque demoraron en darse cuenta
de ello, por lo que querían que Riki se largara cuanto antes.
Agarrándose las sienes, Riki se puso lentamente de pie.
Pero aquel pequeño esfuerzo fue suficiente para hacerlo gruñir. Arrastrando los
pies, amenazando con irse de bruces en cualquier momento, caminó hacia la
puerta, los dientes apretados.
Desde el comienzo, no importaba que tanto le doliera a
Riki, nadie mostró la más mínima intención de ayudarlo. De todos modos,
cualquiera que intentara hacer eso solo lo haría enfadar más.
Sin embargo, el orgullo de Marcus como Siniestro no le
permitía dejar las cosas así como así. O quizás era que la curiosidad había
ganado la batalla al final.
“Oye, niño,” lo llamó. “¿No quieres saber lo que ese
amigo tuyo estaba tramando, y por qué se está escondiendo?”
Tal vez Marcus solo quería asegurarse de las intenciones
reales de Riki.
Riki detuvo su paso laborioso y desgarbado. “¡NO ES AMIGO
MÍO!” gritó.
No había nada de malo en tratar de salir adelante en la
vida. Todos los mestizos albergaban sueños de hacerse ricos y largarse de allí.
Durante un tiempo, Riki había deseado lo mismo.
Pero había formas buenas de intentarlo. Y formas malas.
Aun con Iason respaldando a Riki en todo momento, había cosas inadmisibles, sin
importar qué.
“Ese infeliz es un ave de mal agüero andante, se los
aseguro.”
Que metieran a Kirie en el mismo costal que a él, era
inaceptable. Lo creyera Marcus o no, era la verdad.
“Si de verdad quieren ponerle las manos encima a Kirie,
tal vez les convendría llevar a cabo su tarea primero antes de andar blandiendo
esas varas de asalto por ahí. O al menos consíganse unos informantes de
confianza antes de desquitarse con nosotros. No es como si les escaseara el
dinero. No puedo creer lo ineptos que son. Si creen que esta es la manera de dar
con Kirie, son un montón de imbéciles más incompetentes de lo que había
imaginado.”
A Riki no le importaba quien pudiera estar escuchando.
Estaba hasta la coronilla de todo eso y estaba escupiendo todo el veneno que
tenía acumulado. No era el lugar ni la gente a la que debería estar dirigiendo
toda la ira que llevaba dentro, pero ya no podía contenerse más.
Marcus reaccionó arqueando una ceja, mientras Jayd lucía
como si estuviera a punto de reventar. Aun así mantuvo su temblorosa mano,
apretada en un puño a su lado. Que Jayd no se abalanzara sobre Riki indicaba
que su desgracia de ser identificado como una mascota tenía implicaciones muy
distintas para los Siniestros.
Habiendo dicho todo lo que tenía en mente, y viendo que
Marcus no tenía intenciones de revirar nada, Riki siguió arrastrándose hacia
afuera.
Expresar su ira no había aplacado las emociones de Riki.
Al contrario, su corazón se sentía peor. Un dolor pesado y fuerte. Aunque lo
intentara, no podía dejar de ver la imagen de esos dos Siniestros. Su cabeza
palpitaba de una forma muy distinta del dolor que sentía en las sienes.
Se acercaba la media noche y la lluvia se acercaba. Riki se
mantuvo pegado a las paredes, tropezando, y respirando entrecortadamente todo
el camino desde el segundo nivel en el sótano hasta el recibidor del Centro Policíaco
de Midas.
“Puedes irte,” era otra forma de decir. “Estás solo en
esto.” Nadie iba a devolverlo a los barrios bajos.
Así que
después de traerme obligado hasta aquí, no van ni siquiera a darme un aventón
de vuelta. Riki y la División de Seguridad Pública de Midas no
habían, lo que se dijera, congeniado, pero considerando todos los problemas por
los que lo habían hecho pasar, los Siniestros por lo menos habrían podido
pagarle un viaje en taxi.
Lejos de tener suficiente para un taxi aéreo, cuando lo
habían requisado al principio, le habían quitado su dinero y tarjetas de
crédito. Y no le habían regresado nada. Riki no podía creer que fuera un simple
castigo por ser grosero.
Dejado a su suerte sin dinero, no tenía forma de volver a
casa. En verdad saben cómo joderle la
vida a una persona.
El frío se arremolinó cruelmente en torno al dolor áspero
que Riki sentía en la espalda. No podía ni caminar derecho. Su cuerpo bajaba y
subía cada vez que respiraba. Mientras arrastraba los hombros por las paredes, empezó
a pensar en cómo volver a casa. No tenía dinero. Se aproximaba una tormenta. No
podía casi caminar. Estaba en muy mal estado. Se deshizo en insultos hacia los
Siniestros.
Había un servicio de autobús para turistas gratuito
disponible las veinticuatro horas del día, que recorría todos los sectores y
áreas. Solo que la Central de Policía estaba demasiado retirada y ningún servicio
de transporte llegaba hasta ese lugar. La idea de arrastrar su atormentado
cuerpo bajo la lluvia hizo que Riki deseara desesperadamente tener unas monedas
para pagarse un taxi. Pero eso no significaba que fuera a robarse una patrulla
de policía justo en frente de las narices de los Siniestros. Aunque le picaban
las manos por hacerlo.
Pensando en ello, Riki se agachó tras la pared que había
estado siguiendo. Sacó el pequeño teléfono móvil que había logrado conservar
consigo, hizo una pequeña búsqueda sobre los autos cápsula que rondaban la
vecindad de la estación de policía, y llamó uno.
Dichos autos capsula eran autos automáticos utilizados
con propósito de trabajo y negocios. Como eran transporte de carga, su
apariencia era simplona y fea. Como no se utilizaban en el servicio turístico,
podían ir a cualquier lugar del mapa, incluso a lugares en la zona roja que
estaba prohibida a los turistas.
Y más importante, eran gratis.
Por supuesto, como Ceres había sido borrado de los mapas
oficiales, no podía listarse como destino. Pero que lo dejara cerca era suficiente,
y de allí se las arreglaría. Si la situación lo requería, sería un trabajo
sencillo el palanquear el mecanismo de dirección y conducir el aparato
manualmente a nivel del suelo.
Riki había aprendido eso durante su trabajo como
mensajero para Katze. Había sido su empleado por menos de un año, pero Riki
había aprendido todo lo que había podido durante esa época, lo público y lo
clandestino. Cosas de las que ni los Siniestros estaban enterados.
Se subió al auto capsula y cerró la puerta. Un mapa detallado
de Midas apareció en la pequeña pantalla. El mapa podía acercarse y alejarse.
Pero sin molestarse en confirmar su ubicación, Riki se volvió hacia el panel de
control y digitó su destino.
Área 3. Parque Mistral. Genova.
Riki extrajo un chip de memoria de un lugar oculto en su
bota, y lo insertó en la ranura de la consola, ingresó un código de acceso y
una contraseña. Se trataba de códigos secretos que había obtenido trabajando
como mensajero, y no estaba seguro de que aun funcionaran. Pero afortunadamente
así era, y por una vez, Riki estuvo agradecido de que Katze hubiera mantenido
su estatus activo.
Los taxis aéreos no discriminaba sus pasajeros siempre
que se pagara el viaje. Las autos capsula industriales eran distintos. Se
requería un código de acceso para desviar uno de su camino programado y poder
designar un nuevo destino. Sin eso, los autos no se movían.
No era lo que se dijera un transporte fácil de usar. En
ese momento, no obstante, Riki estaba dispuesto a usar lo que fuera que tuviera
a su alcance. Haciendo lo que tenía que hacer con un movimiento que estaba
acostumbrado a realizar, Riki sonrió sardónicamente para sí mismo.
Poder
impulsar un auto capsula con un chip de seguridad secreto. Sí, alguien debió
haberse quedado dormido frente al conmutador.
Cuando trabajaba como mensajero, las lecciones se las metía
su compañero Alec en la cabeza. “Los códigos de acceso son como las palabras de
un amante. Utiliza las mismas una y otra vez y serán tu perdición. Siempre
sabrán cuando vas a llegar y donde encontrarte. Lo mejor que puedes hacer es
escoger un nuevo código al azar con frecuencia. Precipitarse y entrar en pánico
harán que metas las patas. Así que más te vale mantener en mente que, no
importa cuando, no importa cuanto te cueste, siempre asegúrate de que la
seguridad sea lo primero en tu lista de prioridades.”
Eso había sido cinco años atrás.
Había dejado atrás a Alec hacía mucho, y debía haberse
olvidado para entonces. Pero en un parpadeo aquellos viejos consejos habían
regresado. Alec era probablemente el mejor hacker en el mercado negro, por no
decir en el sistema solar entero. Había manufacturado el chip para Riki, quien
lo había mantenido oculto en su bota como un recuerdo hasta entonces. Riki se
recostó en el asiento. Sin el más mínimo crujido, el auto capsula se elevó de
la tierra.
En la sala de monitoreo, Marcus y sus
subordinados miraban atentamente las pantallas que mostraban la imagen de Riki.
Después de atravesar el lobby frontal, Riki había caminado con dificultad,
aferrándose a la pared, con su cuerpo subiendo y bajando a cada respiro. El
dolor que acompañaba cada inhalación era tan evidente, que era casi audible.
Sin embargo, a quienes ocupaban el cuarto de monitoreo no les importaba la
condición del mestizo.
“¿Y ahora qué hace?” se preguntaba Marcus
tanto como los demás.
El mestizo le había dado su opinión a los
Siniestros sin el más leve tramo de miedo en sus ojos. Ahora la cuestión de
cómo se las arreglaría para regresar a su cuchitril en los barrios bajos tenía
intrigado a todo el mundo.
El chico podía insultarlos y disparar
relámpagos de sus ojos negros, pero la viabilidad de ejecutar una movida sin
dinero en el bolsillo era un asunto completamente diferente.
Bajo circunstancias normales, habiendo
confirmado su identidad como la mascota de un Blondie, independientemente de
los motivos personales que de lo contrario pudieran haber albergado, el próximo
paso lógico a llevar a cabo habría sido devolverlo a los barrios bajos. Y eso
era sin tener en cuenta el hecho de que lo habían maltratado lo suficiente como
para que apenas pudiera caminar por sus propios medios. Con todo, Marcus lo
había echado sin darle un solo centavo.
Para tratarse de una basura mestiza, el chico
tenía carácter. Era indudablemente una mascota sospechosamente extraña. Marcus
se preguntaba como saldría Riki de esa bochornosa situación. Probablemente solo
colapsaría en el lugar. Marcus quería verlo con sus propios ojos.
Si probaba ser al final solo palabreríos y
nada de acción, Marcus también quería verlo. Esperaría una cierta cantidad de
tiempo prudente después de que Riki colapsara y ordenaría que alguien
arrastrara al pobrecito mestizo de vuelta a los barrios bajos.
En cierto
sentido, el Riki que aparecía en los monitores era un completo tonto. Había
hecho a un lado las intolerantes opiniones que tenía la División de Seguridad
Pública y se había burlado del razonamiento y la lógica de los Siniestros en su
propia fortaleza.
Qué criatura más rara. Se pasaba de listo. Los
Siniestros, con todo su orgullo, odiaban admitir que Riki sobresalía. Si
pudieran solo ir directo al punto y decir cómo les gustaría hacer llorar al
pequeño sabelotodo, la cosa entera habría resultado mucho más sencilla.
¡Ese
mocoso! Marcus no podía dejar de pensar eso. Ni tampoco podía quitarle los
ojos de encima a Riki. Si Marcus hubiera estado de ánimos para admitirlo, la
verdad era que el chico lo tenía bajo un hechizo. Ese fue el sentimiento que de
repente lo acometió.
¿Qué clase de Blondie convertía en mascota a
un chico que ocultaba tan afilada alma? Habiendo sido testigo de su
presuntuosidad, deseó al menos por una vez, ser poseedor de esos ojos y poder verlo
por sí mismo. En lo que esos pensamientos cruzaban la mente de Marcus, Riki ya
había sacado su teléfono celular.
Jayd resopló, “Qué tonto. Ponerse a jugar con
ese cacharro de los barrios bajos aquí.”
Ordinariamente, los sistemas celulares en
Ceres y Midas eran incompatibles entre ellos. Más específicamente, las señales
que llegaban a Ceres desde Midas eran tan tenues que ninguna comunicación
inalámbrica podía utilizarse, demostrando así la extensión en la cual Ceres
estaba aislada de Midas. La tecnología celular que funcionaba en Ceres sería
inoperable en Midas. Era por eso que Marcus no se había molestado en
confiscarlo en primer lugar. De cualquier modo, después de manipular el
teléfono por un rato y aparentemente encontrarlo inutilizable, Riki lo regresó
a su bolsillo.
“Tonto ingenuo,” exclamó Jayd. Como si hubiera
sido abofeteado en la cara en persona, se sentía obligado a sobre reaccionar a
cualquier movimiento que hiciera el chico. Los que lo rodeaban no podían evitar
sonreír. Pero la exageración de Jayd y la más o menos encalmada atmosfera en la
habitación fue rota por la reacción de sorpresa de Haggard. “¿Qué demonios?
Jefe, un montacargas ha sido desviado del sector K.”
“¿Un montacargas?”
“Un microtaxi industrial que seguía su ruta
programada.”
¿Por qué
un microtaxi industrial—? Todo el
mundo pensó lo mismo al mismo tiempo.
“Se dirige hacia G:05,”
concluyó Haggard.
Y en los monitores, Riki
apareció abriendo la puerta y subiéndose al auto como si fuese el dueño. Todos
se quedaron boquiabiertos y tragaron saliva al tiempo.
¿Qué demonios está pasando? Lo último que habían esperado ver estaba ocurriendo justo
delante de sus ojos. Era imposible. Imposible.
Contemplaron en silencio la imposible realidad.
“¿Así que era esto a lo que se
refería el chico cuando habló sobre subestimar los barrios bajos?” Marcus no
pudo molestarse en ocultar por más tiempo lo que tenía en mente.
“Si lo pones en esos términos,
no se trata de los barrios bajos, sino del mismísimo Riki,” respondió Gayle con
una expresión dura.
Un mestizo de los barrios
bajos. La mascota de un Blondie. Probablemente un muchacho con algunos otros
títulos además de esos. No era fácil hacer a un lado las sospechas,
especialmente cuando estaban presenciando una tan anormal escena tener lugar
frente a ellos.
“Es imposible que sea este el
resultado de la acciones de un mestizo.”
Ningún mestizo podría haber
llegado tan lejos o sobrevivido por tanto tiempo.
“Ten por seguro que este sujeto
tiene experiencia en Midas.”
Empezando por Marcus, cada uno
de ellos estaba tratando de encontrar un camino hacia el trasfondo del
misterio.
“Se dirige a Parque Mistral, en
Genova.”
Al ingresar el número de
registro del vehículo, dicha información quedaba disponible.
“De acuerdo a las coordenadas
del mapa, es la parada más cercana a los barrios bajos.”
“Tiene sentido. Pedir un transporte
comercial con el fin de acortar camino.”
“No es posible simplemente
subirte a un taxi y volar sin tener un código.”
“Ya había llegado yo a esa
conclusión hacía un rato.”
No había forma de que Riki
pudiera haber llamado a un montacargas sin los códigos de seguridad en primer
lugar.
“Gayle. ¿Puedes hacer un
rastreo de los códigos que el chiquillo utilizó?”
A ese punto, dado el estado
mental, Marcus intuyó que Gayle estaría dispuesto a todo.
“Sí. Ya me he hecho con los
códigos,” dijo Gayle, anticipándose a donde quería llegar Marcus. Pero un
momento después, palideció.
“¿Qué ocurrió?”
“No pinta bien. Los códigos
están encriptados.”
Marcus suspiró y frunció el
entrecejo, contemplativo. Entre los Siniestros, las habilidades de Gayle
estaban a la par con las de un típico hacker de computadoras. Pero que le
costara trabajo romper la seguridad de cualquier dispositivo, era un gran
cumplido para el creador.
¿Pero por qué encriptar los códigos de acceso de un montacargas ordinario?
¿Qué es lo que este chico intenta ocultar con tanto ahínco?
Al hacerse esas preguntas, las
líneas entre las cejas de Marcus se hicieron más profundas. La atención de los
Siniestros permanecía fija en los monitores. Observaron en lo que el auto tipo
cápsula se elevaba parsimoniosamente del suelo, alimentando todavía más sus
dudas.