martes, 9 de agosto de 2016

AnK - Volumen 5, Capítulo 6


En algún lugar de la plomiza oscuridad, un débil sonido se acercó dando tumbos hacia él. Algo húmedo y torpe se enredó en torno a sus extremidades, temblando lánguidamente, lanzándose contra él con su peso muerto.
No sabía si se hundiría o flotaría, si se lo llevaría la corriente, o si no. Estaba consciente, pero de alguna manera nada parecía real. Era como si su cuerpo, mente, alma y corazón se hubieran separado los unos de los otros.
En algún lugar, algo gritó.
Reconoció el sonido como el pulso de sus venas. En ese instante, su cuerpo y su mente volvieron a encontrarse, resonando con cada grito.
Cercano y lejano, como el repique incesante de una campana, el golpeteo hacía que le doliera mucho la cabeza. El mundo se deformó, como si lo estuviese viendo a través del lente de un caleidoscopio. En su mente visualizó un aplanado mundo a blanco y negro de dos dimensiones. Nada tenía sentido. Nada permanecía igual. Los venenosos colores danzaban frente a sus ojos, como puntos y líneas de un holograma incomprensible.
La progresión de las señas vagamente familiares y los símbolos eran producto de los fragmentos de sus propios recuerdos. O quizás era una ilusión creada por su mente. O como si la fantasía febril de su imaginación hubiera enloquecido. Un mal presentimiento que no comprendía. Una sensación de desasosiego. Una irritante sensación de urgencia. Un hambre.
Sus parpados se sentían tan pesados que parecían estar pegados a la esclera de sus ojos. Finalmente se obligó a abrirlos y un relámpago de dolor lo recorrió de los pies a la cabeza, como si una mano hubiera aferrado sus entrañas para retorcerlas.
“Mi madre—” Riki se dobló sobre sí mismo y gimoteó.
Su espalda crujía como una bisagra oxidada. Sus retinas veían chispitas. Apretó con fuerza los dientes.
“Qué demo—” contuvo el aliento. “Joder—”
Ni quedándose tan quieto como le era posible, el dolor dejaba de afectar sus nervios. Los eventos de la noche anterior habían empezado finalmente a penetrar dentro de su cabeza. Su pulso era un ruido sordo en sus oídos.
“Mierda—me—duele—”
Recordó el trato tormentoso que le habían dado los Siniestros. Se hizo consciente de un incesante golpeteo algo distinto de las olas de agonía que sentía. Haciendo una mueca, Riki levantó la cabeza.
“¿Qué?”
Alguien estaba llamando a la puerta. El reloj que tenía en su mesita de noche marcaba las ocho treinta y cinco.
¿Qué infeliz… fastidia tan temprano… a estas horas de la mañana?
Maldiciendo a su visitante, haciendo frente al dolor tanto como pudo, Riki se levantó. Los golpes en la puerta solo se hicieron más implacables.
“Espera,” murmuró por lo bajo. Y entonces se acordó de repente. La noche de ayer, después de haber llegado a su apartamento, había apagado el teléfono.
Haciendo acopio de toda la terquedad y fuerza de voluntad que poseía, arrastrando su cuerpo retorcido y curvado bajo la lluvia, había logrado volver a casa. Muriéndose de cansancio, boqueando por aire, digitó a los golpes el código de seguridad de la puerta con dedos temblorosos y entró tambaleándose.
 Como una liga elástica que ha sido estirada hasta su punto de ruptura, colapsó. Aun así, se las arregló para bloquear nuevamente la puerta y encender el sistema de seguridad como si planeara no volver a abrir su puerta nunca jamás. Todo lo que quería hacer era tirarse a la cama y dormir por el resto de su vida. Así que también había apagado el teléfono.
Con que eso fue lo que ocurrió. Empezaba a recordarlo todo. Presionó el botón del intercomunicador. En la pantalla apareció la cara de Guy y todo el dolor y las molestias que sentía, toda su amargura se desvanecieron. Aunque no pudo abrir la puerta lo suficientemente rápido, le tomó un largo rato.
Guy debía haber estado igual de desesperado, considerando lo que fuera que lo había hecho llamar a su puerta tan temprano. Antes de que la puerta estuviera lo suficientemente abierta, Guy estaba intentando meterse a la casa contorsionando su cuerpo a través de la pequeña abertura.
Se miraron brevemente el uno al otro, ninguno dijo nada, paralizados en su lugar como queriendo no pasar absolutamente nada por alto.
Al final, Guy habló, en vez de saludarlo como siempre, las palabras salieron de apoco de entre sus labios: “Te ves horrendo recién levantado. Qué desilusión.”
Riki quería reírse pero no podía. Así hubiese sido genial resolver todo con una simple broma, la realidad no podía cambiarse. Sin embargo, se sentía muy aliviado. Su respiración forzada fue haciéndose más natural, derritiendo la fría dureza en su garganta. La línea tensa y apretada entre sus labios se relajó.
Riki no sabía qué aspecto tenía su propia cara. Pero Guy estaba cubierto de moretones, y aun tenía sangre fresca apelmazada en las comisuras de la boca.
“Tú también te ves feo,” fue todo lo que se le ocurrió decir. “¿Cómo están los otros?”
Era razonable suponer que el resto de la pandilla se encontrara en condiciones similares. Pensar en eso volvió a ponerlo de mal humor. La ira contenida en su interior se agitó.
“Luke y Norris están igual que nosotros. A Sid le dieron con una vara de asalto antes de que le metieran su paliza y eso lo dejó noqueado en el piso,” dijo Guy, su voz sonaba como si estuviese maldiciendo por lo bajo debido a que tenía el labio partido.
“¿Con una vara de asalto?” gimió Riki, recordando la clase de sacudida que podía ocasionar esa cosa. Para los Siniestros, los mestizos eran especies inferiores, que valían incluso menos que la basura de un vertedero.
“Es más, habían estado durmiendo en Roget’s para que se les pasara un poco el dolor hasta hace unos minutos.”
“¿Qué?”
Roget’s era el bar que frecuentaban. Riki estaba confundido. Si estuvieron recuperándose en Roget’s hasta el amanecer—
Marcus, el jefe de cabello gris de los Siniestros, le había hecho creer que el resto de la pandilla estaba encerrada en la Central de Policía. ¿No era verdad entonces? No pudo evitar decir impulsivamente, “¿No los llevaron hasta la estación de policía?”
Desde que lo habían puesto en libertad, Riki había estado preocupado por lo que pudiera estarle pasando a Guy y los demás. Su ansiedad solo se había multiplicado con el pasar de los minutos, sentimientos de los que no podía deshacerse. El ambiente de la Central de policía no había sido el más propicio para interrogar a los Siniestros acerca del estado de sus amigos. Cuando el asunto aquel sobre Iason y él siendo su mascota había salido a flote, fue todo lo que pudo hacer para mantener bajo control su humillación. Sobre todo, al haber sido golpeado tan terriblemente, a pesar de lo preocupado que pudo haber estado por Bison, no había tenido otra opción más que intentar volver a los barrios bajos.
Pero entonces, hacía unos instantes, el volver a ver la cara de Guy en el monitor lo había hecho detenerse y recobrar el aliento. Y cuando había abierto la puerta y había visto a Guy en carne y hueso, con una enorme sensación de alivio, Riki había visto que Guy de alguna manera se las había apañado para regresar a casa también.
A diferencia de él, para bien o para mal, el resto de Bison no tenía ese haz bajo la manga llamado Iason Mink. Riki no había estado para nada seguro de que fueran a liberarlos—y esa duda había inmunizado un tanto su cerebro al dolor físico.
“¿La estación de policía?” Guy juntó las cejas, dubitativo. “No. Estábamos en Roget’s cuando entraron los Siniestros y nos dieron una tunda. Pasamos toda la noche allí.”
En pocas palabras, Marcus le había mentido a Riki. ¿Por qué? ¿Cuál era la razón? ¿Estaban intentando infringirle alguna especie de daño psicológico? Si así era, entonces habían tenido éxito. Aunque el resultado final de sus esfuerzos había sido probablemente lo último que habrían esperado los Siniestros.
Aunque a esas alturas del partido, no interesaba. Por supuesto que las cosas habían salido de esa manera por un giro del destino. Pero no era hora de ponerse a celebrar nada.
“Después de hacernos pasar por el infierno, los Siniestros empezaron a amenazar al resto de la gente. Después de un rato alguien tosió tu nombre. Cuando amaneció, el dueño de Roget’s nos dijo que era seguro marcharnos. Como por lo menos podía caminar, vine hasta aquí tan rápido como pude.”
Me alegra saberlo. Riki exhaló otro suspiro de alivio. Eso significaba que había sido el único al que habían arrastrado hasta la Central de Policía. A todos les había tocado afrontar una cantidad idéntica de violencia irracional, pero no los habían sometido a investigaciones ni se habían inmiscuido en sus datos personales. Al menos Riki podía quitarse ese peso de encima que llevaba desde la noche anterior.
Un agradable giro del destino.
Si bien ese pequeño tiro de suerte no bastaba para cubrir el resto del infortunio, saber que el resto de los miembros de la pandilla no habían terminado en la lista negra de Midas eran excelentes noticias.
Pero la forma de reaccionar de Riki a esa información solo dejó a Guy más perplejo que antes. Por un momento se sumió en un confundido silencio. Y entonces le dedicó una mirada penetrante.
“Riki, ¿te obligaron a ir hasta la estación de policía?” Había un toque duro y afectado en su voz, su siempre sorprendentemente confiable sexto sentido se había activado.
Riki no estaba seguro de cómo responder. Vaciló, mordiéndose el labio. Eso fue suficiente para que Guy lo entendiera.
“¿Por qué—por qué solo a ti?” la voz de Guy sonaba tanto forzada como dolida.
Riki tomó un profundo respiro y dijo, “Supongo que fue porque yo era la cabeza de la pandilla.”
Guy respondió con una expresión enigmática. Era razonable. Bison no habría existido sin Riki.
“Asumieron que Kirie era miembro de Bison.”
Una suposición errada, con toda seguridad, pero los Siniestros no entendían razones. Como si a Guy se le hubiera ocurrido lo mismo, sus labios se contrajeron en una mueca. Seguramente no solo los Siniestros. Todo el mundo en los barrios bajos habría concluido lo mismo desde que Kirie se había esmerado tanto en esparcir el rumor. Hasta donde Riki y los otros entendían, aquello no significaba nada. Pero era algo que se seguía comentando en los barrios bajos, incluso si todo lo que quedaba de Bison era una lápida sobre una tumba, y la fama de haber tenido una racha ganadora invicta en lo más alto de su gloria.
Si a eso se hubiese remontado todo, entonces podrían haberlo recordado como un chiste. Salvo que el nombre fantasma de Bison seguía sonando en los barrios bajos sin que los miembros de Bison lo supieran. Para Riki y para Guy se había vuelto algo cotidiano—una causa constante de problemas.
“Pero regresaste de una pieza,” dijo Guy sin tratar de ser gracioso. Estaba serio. El tono de su voz, la expresión de sus ojos, denotaban su sinceridad. Nadie salía de la Central de Policía tan campante como Riki. Esa era una realidad marcada en las mentes de todos los mestizos por la División de Seguridad Pública de Midas.
“Porque no sabía nada sobre Kirie. Nadie puede confesar lo que no sabe. No importa cuán horrible sea la tortura. De haberlo sabido, lo habría dicho mucho antes de que me pusieran las manos encima.”
Riki no era tan temerario como para intentar inventar una red de mentiras con los Siniestros involucrados. Mentir solo habría corroborado sus sospechas. No era tan estúpido como para intentar evadirse de esa forma. Sin embargo, de ninguna manera iba a confesarle a Guy que era la mascota de un Blondie.
“Tampoco es que haya salido ileso.”
“Bueno, sí, me doy cuenta por cómo te dejaron la cara.”
“Eso no es nada. Después de darme unas cuantas palizas, se hicieron con mi información personal.”
“¿Qué hicieron qué?”
“Ahora estoy en su lista negra.”
“¿Me hablas en serio?” Guy tragó gordo.
“Sí, ya no puedo burlar la ley en Midas.”
Más que burlar la ley, solo salir y entrar a Midas iba a ser mucho más complicado. Eso significaba estar en la lista negra para un mestizo.
Cuando Riki había sido mensajero, Katze le había advertido con severidad: No te metas en problemas con la División de Seguridad Pública de Midas. Incluso cuando estaban equivocados, siempre tenían la razón.
Con ellos no funcionaban los sobornos. Eran un montón de Dobermans en cuanto a su devoción por el trabajo. Fue por ese entonces que Riki también se había enterado de la existencia de los inhumanos nanochip asesinos.
El mercado negro tenía sus reglas. Y no eran compatibles con las reglas y regulaciones de la División de Seguridad Pública.
Nunca lo olvides. No nos sirven de nada los hombres propensos a llamar la atención. Esa era la esencia de lo que Katze le había dicho a Riki la primera vez que se habían visto. No hay necesidad de ser un arrodillado, pero lo más inteligente que puedes hacer es no causar problemas en primer lugar.
Esa advertencia debía haber sido la manera que tenía Katze de preocuparse abiertamente por que el carácter de Riki sobresaliera en el entorno del mercado negro. En cualquier caso, Riki tenía un record extenso en dar vuelta al marcador con bravucones que buscaban causarle problemas.
Si Riki permitía que lo subestimaran en los barrios bajos, sería el final. Así que cualquier cosa que le hicieran, la devolvía con todas las de la ley. Era apenas razonable.
Pero incluso si Katze se hacía el ciego ante los pleitos entre sus empleados, en cuanto a lo que el trabajo respectaba, era muy distinto.
Tu orgullo es absolutamente irrelevante a las operaciones de esta organización. Se trata todo de usar la cabeza y aprender de la experiencia para que puedas hacer bien el trabajo. El mercado negro no necesita incompetentes que no puedan ajustarse a esa verdad.
Ese era el absoluto e inalterable resultado final.
De modo que cuando Riki trabajaba como mensajero, nunca le había ocasionado problemas a la policía en ninguna parte. No solo en Midas sino en cualquier otro lugar que visitaban. No era el visto bueno de Katze lo que le importaba, sino el de todo el mundo.
Era por eso que nunca habría imaginado que gracias a sus embrollos con Kirie hubiera terminado probando la humillación de recibir una paliza por parte de los Siniestros. Solo podía estar agradecido de que no le hubieran implantado un nanochip en la Central de Policía.
No, en lo que a la División de Seguridad Pública respectaba, los mestizos de los barrios bajos no merecían siquiera el costo de instalar el dispositivo. Al mismo tiempo, el solo pensar en las posibilidades le daba a Riki el mismo escalofrío de miedo que la idea de que el asunto de ser la mascota de Iason se diera a conocer.
La reacción de Guy ante la explosiva revelación hizo su tono de voz tan duro como Riki pudo haber esperado. “Eso significa que van a estar circulando tu ficha policial a los Cuerpos de seguridad.”
Mientras trabajaba como mensajero para Katze, Riki había aprendido los detalles más finos de la sociedad de Midas—los buenos y los malos. Pero lo que había aprendido hasta entonces era casi todo lo que se sabía en los barrios bajos sobre la infame lista negra. O más bien, para los moradores de los barrios bajos, eso era lo único que merecía la pena saber.
En cualquier caso, últimamente los chicos que se adentraban en Midas estaban siendo investigados y perseguidos en cantidades. Se rumoraba que la causa principal era que las fichas policiales estaban siendo entregadas a los Cuerpos de seguridad. Se tratara de un hecho o de simples comentarios era algo que nadie sabía.
El resultado final era que, aunque nadie pudiera decirlo de un modo u otro, el hecho de que la actividad de los Cuerpos de Seguridad hubiera florecido en cada área—llevando a cabo sus persecuciones a los mestizos con una tenacidad exasperante—no era un rumor cualquiera.
“Una vez que los Siniestros se resignaron a que no obtendrían ninguna información útil de mi parte sin importar cuan terrible me golpearan, me arrojaron al basurero más cercano y me dejaron para que muriera. O al menos esa fue la impresión que a mí me dio.”
“¿Por qué te dio esa impresión?”
“Me desocuparon los bolsillos. No me dejaron un solo centavo. Si no hubiera escondido una tarjeta de crédito en mi zapato y llamado un taxi, me hubiera muerto congelado allí mismo.”
Noventa por ciento de verdad y diez por ciento de mentiras.
Desde que Riki no estaba mintiendo solo para mantener una narrativa consistente y limpia, dejó que la ficción se deslizara con facilidad de entre sus labios. Siempre que deseara mantener ocultos sus verdaderos colores y evitar que los trapos sucios de su vida salieran a la luz, no tenía más opción. Solo podía  rezar porque Guy le creyera.
“Solo me alegro mucho de que hayas podido regresar a salvo.”
“Escasamente a salvo.”
“Sí. De cualquier forma es bueno. No puedes imaginar lo aliviado que me sentí de encontrarte aquí.”
Si Guy decía aquello, era verdad. Riki tomó un profundo respiro y miró hacia el techo. Guy exhaló un pequeño suspiro. Eso pareció poner fin a la conversación. Pero de alguna forma sentían la extraña necesidad de que la cosa siguiera.
“Oye, ¿ya desayunaste?” preguntó Riki, cambiando abruptamente su tono de voz por uno casual. Le daba la impresión de que habían estado parados junto a la puerta todo ese tiempo.
“¿Qué? Oh, no.” Capturado con la guardia baja, los ojos de Guy se abrieron un poco.
“Ponte cómodo. Solo me tomará unos minutos.”
“No, así estoy bien. Me parece que dejé a los otros esperando. Será mejor que regrese.”
Cuando Guy se dio la vuelta para irse, Riki lo agarró del brazo y habló más forzadamente, mirándolo a los ojos. “Vamos, siéntate. Por lo menos déjame calentar un poco de sopa para ti.”
“Bueno, supongo que un poco de sopa estaría bien,” dijo Guy, cediendo. “Tengo la boca tan jodida,” se quejó. “No creo que pueda tragar nada sólido.”
Guy fue hasta la sala y se sentó en el sofá. Ahora que Guy lo mencionaba, a Riki le pasaba lo mismo. Después de la noche anterior, no había tenido mucho apetito, y no estaba seguro de poder tragar nada. Pero necesitaba una razón para que Guy no se fuera. La única sopa que Riki tenía era cubitos de caldo instantáneos. Una taza llena y humeante a primera hora de la mañana era casi como tomar orina, pero era mejor que nada.
A los dos los habían dejado con la boca despedazada, así que algo como agua mineral tibia habría resultado un poco más suave para sus gargantas. Pero Guy se habría bogado el agua de un sorbo y se habría ido, y Riki no quería que se fuera.
Por más forzada que fuera la conversación, Riki quería hablar con Guy. Si no hablaban cuando podían, le daba la impresión de que las oportunidades solo se harían más escasas, especialmente después de incidentes como el de la noche anterior.
Riki le pasó la taza de sopa a Guy y se reclinó despacio en el sofá. El minuto en que tuvo el asunto frente a él, sus sienes empezaron a doler. Pero habiendo llegado tan lejos, tenía que seguir todo el procedimiento hasta el final.
Más que tomarse la sopa, se mojaban los labios con ella y la lamían como un par de perros. Haciendo pausas de vez en cuando para descansar, trataban de enfriar la sopa moviendo la taza.
Como para rellenar los momentos de silencio, Guy dijo, “La policía de Midas irrumpió en pleno. A todas estas, ¿qué carajos habrá hecho Kirie?”
“Pues tratándose de Kirie, pudo haber hecho cualquier cosa,” murmuró Riki exasperado. Kirie era la última persona en el planeta sobre la que quería hablar.
“Sí, pero me tiene preocupado.”
Ese tonto no merece la preocupación de nadie, maldijo Riki para sí mismo.
Miró a Guy firmemente y dijo, “Ya olvídate de eso, Guy. No te conviene ni a ti, ni a nadie el saber en qué anda metido.”
“Sí, supongo que tienes razón.”
Sin importar qué preocupaciones pudiera tener Guy, permanecer en la ignorancia era lo mejor que podía pasarle. Como una esponja absorbiendo agua, sentía cada momento de la noche anterior, pero la curiosidad seguía latente dentro de él.
¿Qué demonios hizo Kirie y dónde? ¿Qué dominó había derribado para desencadenar el pandemonio? Tenía que tratarse de algo que haría ir a los Siniestros ir hasta los barrios bajos para capturarlo.
Bison no sabía nada y no tenía nada para dar, y sin embargo los habían apaleado y zamarreado por todas partes como muñecos. Al final del día, Guy aun albergaba el deseo de saber de que se había tratado todo. Por qué razón habían tenido que sufrir.
E incluso si a Riki no le causaba la misma curiosidad, Guy tenía que saber por qué a Riki lo habían llevado hasta la Central de Policía. No había forma en el mundo de que no se lo preguntara. Pero Riki no había esperado que Guy siguiera muriéndose por saber.
“No querrás ganarte una reprimenda por culpa de ese imbécil,” dejó escapar Riki. “Ya está bastante enterrado. No vayas a terminar tú igual de jodido.”
Guy se quedó callado. Un silencio incómodo se levantó como una pared invisible entre ellos. Incapaz de soportar la frustración, Riki se volvió hacia Guy y le dijo con franqueza: “Oye, Guy. Últimamente pareciera que, aunque salgamos juntos, estás distante. ¿Qué te ocurre?”
“¿Que qué me ocurre?” Guy se pasó la taza de una mano a la otra, y fijó la vista en otro lado.
“Ah, vamos, no apartes la mirada de mí de esa forma.”
Guy seguía sin tener nada que decir.
“No puedo leerte la mente. Si tienes algo que decir, solo dilo.”
Riki no había pretendido sermonear a Guy al respecto. Pero mantener algo tan importante atascado dentro de él, lo molestaba mucho. Su voz sonó más demandante. Dándose cuenta de ello, y mordiéndose la lengua, el silencio solo se hizo más pesado.
“Pensé que me habías plantado anoche,” dijo Riki. “Seré sincero, Guy, se sintió como una puñalada en la espalda. ¿Sabes? Te juro que no puedo entender qué he hecho para hacer que las cosas se hayan enfriado tanto entre nosotros.”
A Riki le costó gran trabajo mantener bajo control sus emociones. No había sido un problema con los Siniestros, pero con Guy era completamente diferente. A Riki no le interesaban los por qué—solo quería escucharle a Guy decir la verdad.
“Vamos, Guy. No me trates así. Te lo ruego.” Inesperadamente, a Riki se le llenaron los ojos de lágrimas. “Sé que he sido un patán contigo en el pasado. Pero antes no importaba qué pasara, cuando miraba hacia atrás, siempre estabas allí. No puedo soportar tu repentina indiferencia.”
Así había sido siempre desde su época en Guardián. Cada vez que Riki se daba la vuelta, Guy estaba allí. Era por eso que Riki podía seguir adelante.
Incluso cuando Riki había renunciado a ser el líder de Bison y había dejado atrás a la pandilla, podía sentir la calidez de Guy sobre su hombro. Ahora todo lo que veía era una sombra acechando tras una pared.
A pesar de su terrible condición mutua, cuando se miraban a la cara e intercambiaban palabras, Riki no podía sacudirse la sensación de que algo había muerto entre los dos. Y aunque se había hecho consciente de ello, esa pared intraspasable seguía bloqueando el camino. Lo odiaba. Quería que terminara.
“Escúpelo. ¿Qué es lo que estoy haciendo mal?”
“No se trata de eso, Riki.” Le aseguró Guy lacónicamente. “Te equivocas.” Sus palabras dolían como acido en la piel. “¿Me estás diciendo todo esto porque quieres volver a emparejarte conmigo?”
Por un momento, Riki fue incapaz de respirar. Más que no haber visto aquello venir, la inmediatez abrumadora de la propuesta paralizó la expresión de su cara de tal modo que sintió los labios entumidos de frío.
“Era broma. Solo bromeaba.” Sonrió Guy ampliamente. “Te lo estás tomando demasiado a pecho. No te preocupes,” se rio.
Riki no tuvo nada para responder a tan forzadas formalidades y en lugar de hablar, bajó la mirada.
No te preocupes, pensó, repitiéndose las palabras de Guy. Perdóname.
Era tan carente de sentido.
Perdóname.
Era imposible que lo hiciera.
Es mi culpa.
En cuestión de días, habría renunciado a esa vida.
Perdón. Perdón por haberte metido en todo esto.
Quería contárselo todo a Guy, pero no podía. Quería hablar. Quería confesarse. Pero odiaba dejar expuestos sus errores. Odiaba ser señalado, interrogado, examinado. Revelar lo que llevaba dentro del corazón era lo que más miedo le daba.
Solo escúpelo.
Esas habían sido sus palabras, y sin embargo carecía del valor para hacerlo él mismo. Su propio egoísmo lo enfermaba. No podía evitar sentirse culpable de la manera desdeñosa en que se estaba aprovechando de la naturaleza buena de Guy.
“Riki, me voy,” dijo Guy en voz baja y ronca.
Espera, Guy.
Riki se puso de pie al mismo tiempo que la cara de Iason se le venía a la mente, dejando su movimiento torpe y a medias.
Está bien. No te molestes.
¿Te parece bien esto de verdad?
Estando entre la espada y la pared del dilema, la línea apretada que era la boca de Riki vaciló. No sabía qué hacer a continuación. Cargado de indecisión, sus ojos se empañaron. La espalda de Guy se alejó un paso, y luego otro. Riki no podía detenerlo, no podía correr tras él. Solo se quedó allí mirando su espalda.
Una vez que Guy pasara al otro lado de la puerta, se cortarían todos los vínculos entre ellos. Quizás dándose cuenta de lo mismo, los pasos de Guy eran pesados y lentos.
Y así la brecha entre los dos tomó una forma física, en lo que sus emociones contenidas estaban a punto de desbordarse—
Un grito inesperado y extraño asaltó sus oídos.

Riki pegó un brinco. Guy giró para mirar sobre su hombro. Por un instante, sus ojos se encontraron, ambos los tenían tan abiertos como platos por la sorpresa. Y entonces un segundo después empezaron a mirar en todas direcciones, buscando el autor de esos alaridos que despedazaban el aire mañanero.

domingo, 7 de agosto de 2016

AnK - Volumen 5, Capítulo 5


  La estación de policía de Midas se ubicaba silenciosa y solitaria bajo la lluvia. Su gris y empapado exterior no revelaba nada fuera de lo ordinario, haciéndola parecer aún más modesta y austera. Dentro de las inmediaciones de Midas, donde el omnipresente impacto de lo nuevo y lo llamativo se tornaba casi opresivo, aquel resultaba un edificio discordante.
  En lo que se percataba del susodicho conflicto visual, Riki no pudo evitar arrugar la nariz, disgustado. Se encontró a sí mismo frunciendo el ceño de nuevo. Nunca habría imaginado que los Siniestros irrumpirían en su apartamento, forzándolo a entrar en un auto aéreo, y llevándolo hasta ese lugar.
  Riki sospechaba que la única razón por la que el hombre le había dicho que se cambiara de ropa, era que no había podido soportar la imagen de un Riki ahí parado con su bata como un perro mojado.
  ¿Qué mierda estaba pasando?
  Un millar de preguntas se aglomeraban en su cabeza. No había previsto que las cosas pudieran ponerse así de horribles tan rápido. Quería respuestas, pero los hombres que lo contenían no parecían estar de humor para conversaciones casuales. Eran del tipo que trataba a los mestizos de los barrios bajos como si fueran contagiosos, y nunca se dignarían siquiera a mirar a alguien como Riki a los ojos.
  De modo que el viaje fue uno silencioso.
  Riki estaba inquieto. Estaba en su juicio final y no podía relajarse. Pero la atmósfera dentro del auto resultaba incluso peor. No había cometido ningún crimen y sin embargo, había sido repentinamente llevado a la fuerza por los policías. Imaginar lo que le esperaba solo abanicaba las llamas de su ansiedad.
  Los mestizos de los barrios bajos deambulaban por las lujuriosas noches de Midas en busca de emoción y aventura, y sobre todo para distraerse de la opresiva claustrofobia de su vida diaria en Ceres. Aquello se había convertido en un rito de iniciación para los temerarios muchachitos.
  Todos los residentes de los barrios bajos sabían con exactitud cuál sería su destino si metían la pata y eran capturados en Midas. Apaleados hasta casi morir. Miembros rotos. Desmembramientos.
  Los Cuerpos de Vigilancia en cada área no eran seres caritativos. En cuanto veían a un mestizo, inventaban cualquier pretexto para justificar una paliza a pierna suelta—en algún callejón oscuro fuera de la vista de la gente, por supuesto.
  Mezclándose con los turistas y los paseantes, los mestizos podían armonizar sin un dispositivo PAM. Pero los Cuerpos de Vigilancia habían ideado maneras de distinguirlos y los mestizos eran asesinados uno a uno con una regularidad que iba en aumento. A veces, se encontraban cadáveres, pero era seguro que la policía de Midas calificaba el hecho como un misterio sin resolver y colocaba el incidente bajo la alfombra.
  Los mestizos de los barrios bajos no tenían derechos civiles. Ni cabida para buscar justicia o compensación. Así era la vida.
  Riki ya no estaba en su territorio. Estaba en el terreno de los Siniestros. Ese hecho revoloteando a través de sus sentidos era suficiente para hacer que juntara los dientes y pusiera mala cara.
  El auto aéreo volaba por encima del llamativo mar de neón, y entonces descendió sobre un puerto en lo alto de un techo en la cima del agujero negro del Centro policiaco de Midas. Con un ligero resplandor, el auto aterrizó. Al mismo tiempo, las puertas cerradas del techo se juntaron. Cuando el auto se detuvo por completo, un golpecito en la espalda de Riki le indicó que se bajara.
  El aparente líder del grupo—el hombre de cabello corto y plateado—se bajó primero. Tras él venían dos hombres con Riki a cuestas, uno a cada lado suyo. A sus espaldas, venían dos más de cerca, escoltándolos. Riki estaba contenido fuertemente por una sólida pared de cuatro hombres. Era como estar atrapado en una caja. Cada respiro se hacía más difícil y superficial. Aunque no estaba esposado o encadenado, no era el tratamiento que un mero testigo importante esperaría recibir. Era más bien ese tratamiento delegado a los asesinos desquiciados.
  Naturalmente, un mestizo de los barrios bajos podía imponer todos los derechos civiles del mundo. Y de los Siniestros podía esperarse que no otorgaran ninguno.
  Después de caminar un rato, llegaron a un ascensor. Riki dudó un poco frente a las puertas, y le dieron un golpe en la espalda por eso. Riki tropezó, estrellándose de frente contra el pecho del hombre de cabello plateado.
  Como era de esperarse, el agarre de acero de los brazos del hombre no cedió ni un ápice. El sujeto era todo músculo y hueso y nada más, evidencia del régimen de ejercicio diario. O un derivado de lo que dios le había dado. Como fuera, los brazos del hombre eran incluso más grandes que los de la epítome de ingeniería androide que era Iason. Aunque Riki no podría haber dicho con seguridad si aquellos ostentaban cuerpos orgánicos o no. Francamente, si le hubieran dicho que los hombres a su alrededor eran androides, lo habría creído.
  Riki no podía detectar ningún tramo de calor corporal emerger de ellos. ¿Acaso sus extremidades estaban surcadas por venas de hielo? Le echó un buen vistazo a los brazos que lo sostenían.
  ¿Son humanos tan siquiera? Pero no era tan estúpido como para formular la pregunta en voz alta.
  El hombre con el que se había estrellado solo levantó una ceja. No dijo nada. En cambio, el que había empujado a Riki se puso en posición de firmes y dijo con voz tensa, “Lamento eso”.
  A Riki no podía haberle importado menos de todas formas.
  El elevador descendió del techo hasta el segundo nivel del sótano en un segundo. Las puertas se abrieron sin emitir sonido. A ese punto, dos de los guardias se fueron. Riki se sintió aliviado. Esa amurallada sensación de claustrofobia que había experimentado durante todo el recorrido lo había estado volviendo loco.
  El corredor estaba tan brillantemente iluminado que casi lo dejó ciego. Continuaron por el pasillo con Riki haciendo las veces de una mortadela aplastada entre los hombres que quedaban. Pero el espacio en torno a él se abrió ligeramente, suficiente para darle un poco de aire, suficiente para levantarle aunque fuera un poco el ánimo.
No podía evitar observar el paisaje que lo rodeaba. Aparte de las puertas en las paredes a cada lado del corredor, no veía nada fuera de lo común.
  Porque, no importaba qué, estaba en las entrañas de lo que todo mestizo de los barrios bajos consideraba como infame: la estación de policía.
  Riki había sido llevado en contra de su voluntad al agujero negro de las pesadillas de todo mestizo. Nadie abandonaba ese sitio completo e intacto. Mente, cuerpo y espíritu eran pasados por una picadora y lo que salía del otro extremo no era bueno para nada que no fuera abono. Cualquier persona que fuese llevada hasta allí se convertía en el ejemplo práctico para el resto de ellos.
  Riki no podía evitar imaginarse qué destino le aguardaba en tan horripilante lugar. No podía pretender que la idea no le ponía los nervios de punta. Pero incluso cuando lo habían arrastrado hasta ahí sin darle explicaciones, no era tan estúpido como para ponerse terco. No era el momento ni el sitio para pensar en el futuro.
  Sin crimen ni pecado nublando su mente, no estaba particularmente asustado. No tenía necesidad de rogar o quejarse. O eso creyó. La manera en que Riki veía las cosas no era necesariamente la misma en que los Siniestros veían las cosas. Siempre que fuera un mestizo de los barrios bajos, la verdad, la justicia y los derechos humanos no tendrían ningún valor.
  Pero podía engañar así como ser engañado, así que lo mejor era mantenerse bien despierto. Mantenerse concentrado en lo que estaba ocurriendo. Sabía que esas partes fijas e inamovibles de él no admitirían desarrollar fisuras ni grietas. Esa convicción era su única defensa real, la única forma de mantener un control y salir vivo de ahí.
  Cuando estaba en Guardián, cuando lideraba Bison, cuando se hacía fama en el mercado negro como “Riki el Siniestro” —dicha creencia nunca le había fallado.
  Excepto cuando se trataba de Iason. Razón por la cual llevaba un pet-ring.
  Brillante y astuto. Cruelmente carismático. Aguardando el momento oportuno. Iason había dispuesto sus trampas con cuidado. Incapaz de huir y arrinconado con una tenacidad que Riki luchaba por comprender, lo único obvio era el dolor de ser atado por cadenas.
  Asaltado y saqueado, había corrido destrozado hasta rendirse. La sensación de ser humillado había surgido dentro de él. Los venenos obscenos y palpitantes habían disuelto los restos de su determinación interna, haciéndolo jadear hasta resecarle la garganta. El hormigueo titilante y placentero había perforado su cerebro hasta que la consciencia había quedado fuera de su alcance.
  Y aun así, Riki seguía sin poder descifrarlo. Un Blondie de Tanagura podía obtener lo que fuera que su corazón deseara. ¿Por qué Iason había llegado hasta tales extremos con tal de hacer de un mestizo de los barrios bajos, un perro faldero?
  Aprecio tanto estos vivificantes momentos cuando me desafías incluso siendo yo un Blondie. Cuando reaccionas a mí tan humanamente. Siento que me estremezco desde el núcleo de mi cerebro. Amo como me miras con ese desprecio que no te molestas en disfrazar. Es tan entrañable que me dan ganas de arrancar tu latente corazón y presionarlo contra mi mejilla.
  Que Iason fuera a tales extremos incluso tratándose de un mero capricho era, más que la manifestación de su gusto retorcido, de su profunda enfermedad. Una élite con su fascinante cuerpo de androide diciendo una cosa de esas en público habría sido el hazmerreír.
  Esos pensamientos daban vueltas en su mente, Riki notaba que la gente que pasaba de vez en cuando por el corredor siempre enderezaba su postura y asentía hacia el hombre de cabello plateado.
  Huh. Este sujeto no es un poli ordinario.
  Las miradas respetuosas que el hombre recibía delataban su posición, lo que solo confundió más a Riki. ¿Por qué un hombre tan distinguido, de ese rango estaba involucrándose con un mestizo? ¿Qué circunstancias lo llevarían a llamar a Riki por su nombre y llevar su trasero hasta allí?
  ¿Qué está pasando?
  Riki no podía siquiera imaginarlo. Nada en Midas debía tener relación con él. Nada del pasado. Nada del presente. Y hablando del futuro, hasta que Iason se había cansado de él—
  Pero como era de esperarse, sin que le explicaran las circunstancias por venir, Riki fue fotografiado, le tomaron las huellas dactilares y un registro de sus retinas. De principio a final, fue tratado como un criminal curtido, empujado a todas partes.
  Riki empezaba a ponerse algo nervioso. Tal vez esté metido en un problema más grave del que pensaba.
  Nunca en su vida había sido tan estúpido como para pisar de manera intencionada la cola del tigre que era Midas. Pero obviamente lo habían atrapado en alguna clase de travesura sin siquiera ser consciente de ella. Y si era tan grave como para que los Siniestros tuvieran que ser enviados a limpiar el desastre, raro era que no estuviera solo.
   Arregla lo que tengas pendiente, le había dicho Iason. Deja tus remordimientos atrás en los barrios bajos.
  Pero no se había imaginado que algo así fuera a pasar, con las cosas entre él y Guy todavía sin resolver. Ruedas que nunca había visto estaban girando definitivamente en direcciones que él desconocía. Como era lo usual, Riki había sido dejado a su suerte maniobrando los controles.
  Las cosas no lucían bien. Cuando lo malo se pusiera peor—o más bien, ahora que lo malo ya se había puesto peor—acabaría en la lista negra de la policía de Midas. Eso representaba muy malas noticias para él.
  Y si resultaba que era la mascota de Iason—y Iason se enteraba—¿entonces qué? Al estar lidiando con el peor de los casos, Riki sintió que la sangre dejaba su rostro.
  El contragolpe. La provocación. La autoflagelación.
  Durante esos tres años en Eos, Riki fue el mocoso que nunca había sido instruido de verdad, el que nunca aprendía. Arrogante, terco, obstinado. Justo como Iason solía describirlo para fastidiarlo, Riki no sabía cuándo rendirse y doblegarse. Todo el mundo era su enemigo. Era un simio no evolucionado que no podía dar su brazo a torcer cuando le convenía. Por ese entonces, Riki había hecho lo que fuera que estuviera en su poder para restregarle ese hecho a Iason en la cara. En aquel entonces, sin embargo, las cosas habían sido completamente distintas.
  De cierta forma, Eos era una aparatosa jaula, alejada del mundo. Las mascotas adulaban a sus amos sin dudar por un segundo que el valor de su identidad podía resumirse en un único pedazo de papel que respaldara su nacimiento. Y al mismo tiempo, eran orgullosos, maquinadores e infantiles a un punto extenuante.
  Que la belleza y el libertinaje fueran sus mejores virtudes estaba arraigado en su psicología. Y sin embargo era el desvergonzado mestizo Riki lo que los volvía locos de odio. Naturalmente, al burlarse de las raíces de Riki e indignarse, no reflexionaron ni una vez sobre el hecho de que ellos mismos se remontaban a meros lamentables muñecos sexuales.
  Nunca caían en cuenta de ello hasta que sus registros de mascota eran eliminados y, como el revestimiento de esa jaula, eran sacados de Eos y enviados a burdeles en Midas.
  Pero no sentir empatía por su situación no significaba que Riki se sintiera superior. Creerse mejor que las caseras mascotas de raza pura no sería diferente de lo que hacían los ciudadanos de Midas al despreciar a los mestizos, llamándolos basura por no tener tarjetas de identificación oficiales.
  Para Riki era difícil considerar que todos estuvieran en la misma situación. Pero estar contemplando la realidad de frente y no ser capaz de ver, oír y hacer algo—era la clase de estupidez negligente de la que no podía evitar burlarse.
  Había tantos valores humanos diferentes como personalidades. Al cambiar la estrella bajo la cual se nacía, hacía que una persona diferente creara una realidad diferente, incluso tratándose de la misma época y lugar. Quizás criarse inmerso en una agradable ignorancia era la mejor de las suertes. Cuando Riki trabajaba para Katze como mensajero, no podía evitar sentirse así de entusiasta.
  Razón por la cual, aun volviendo a recibir los mismos golpes que se había ganado durante esos tres años en Eos, no podía negar la verdad tras lo que estaba dicho y hecho.
  Sostener la realidad a la vista de todos era doloroso, no importaba como la pusiera. La realidad era que algunas personas no podían soportar la verdad. Y en esos casos era mejor mantener arriba la defensa.
  Cuando Riki era la mascota de Iason, en cierto sentido que a Riki le causaba dificultad comprender, Iason había sido un capataz tanto indulgente como cruel. Un mestizo de los barrios bajos y un Blondie de Tanagura veían el mundo de formas completamente diferentes, y Riki no tenía idea de cuáles eran los límites de Iason. Aunque en retrospectiva, debió haber sido porque Eos era una jaula tan aislada, que Iason le perdonaba a Riki sus acciones audaces e indignantes.
  Todo eso volvía la situación en que Riki estaba inmiscuido, más peligrosa. Durante todo el tiempo en que fue implacablemente encerrado en una habitación, la ira roja de su temperamento quemó la parte posterior de su cuello. Dentro de la habitación eran una mesa pequeña y robusta y una silla lo que hacía parecer todavía más horrible las inútiles dimensiones enormes del espacio.
  No había nada aparte de las cámaras en el cielorraso. De acuerdo a las especificaciones que Riki había memorizado, estas cámaras tenían un campo de visión de 360 grados con capacidad de acercamiento. Estaban muy bien camufladas, pero el mismo modelo y marca de cámara  estaba situado en todos los rincones de Eos para observar a las mascotas.
  Riki sabía que estaban allí y las ignoraba. Las otras mascotas probablemente no tenían ni idea. No sabía quién estaba mirando, pero en un cuarto de monitoreo, en algún lugar, las conversaciones que tenían lugar se escuchaban a la perfección.
  En el otro extremo, el mecanismo estaba ubicado de forma tal que ningún “accidente” imprevisto que ocurriera allí, pudiera dejar las cuatro paredes de la habitación.
  El hombre de cabello plateado apenas si había musitado palabra mientras arrastraba a Riki hasta allí desde los barrios bajos. Ahora se sentaba a la mesa frente a él. El subordinado pelirrojo del hombre permaneció inmóvil, amenazante y en silencio tras Riki.
  “¿Y bien? ¿Qué es lo que pasa?” dijo Riki.
  El hombre de cabello plateado—el pelirrojo se había referido a él como Jefe—no parecía ser muy hablador, así que Riki habló primero. E inmediatamente sintió que los pelos de la nuca se le aguzaban en lo que el pelirrojo se cernía a sus espaldas.
  Estaba faltándole el respeto al jefe de los Siniestros, un maldito idiota que no conocía la precaria posición en la que se encontraba, pero Riki francamente no tenía ganas de desperdiciar más su tiempo con toda esa parafernalia.
  “¿Exactamente de qué me están acusando?”
  “¿Conoces a este chico Kirie?”
  Era la última pregunta que Riki habría esperado que le hicieran. Por un momento solo miró al otro de vuelta, sorprendido.
  “¿Dónde está?”
  “Tienes que estar bromeando. ¿Me trajeron hasta aquí para preguntarme eso?”
  “No solo a ti.”
  Riki tragó saliva.
  “Kirie solía juntarse con ese montón de matones conocidos como Bison, ¿no es cierto?”
  Riki supo de inmediato a donde iba todo aquello. Por qué Guy había faltado a su cita juntos. Una variable imprevista había intervenido. Que Guy no lo hubiera plantado a propósito le dio por lo menos un momento de tranquilidad. Y al siguiente, se enojó con el hombre sentado delante de él. Ese bastardo de Kirie.
  “Y tú eres el líder de esa pandilla.”
  Qué puta pérdida de tiempo.
  “Bison se desintegró hace mucho. No soy el líder de nada.” Habría jurado que aquellos sujetos estaban mejor informados. Riki sentía deseos de clavarle un puñetazo a ese hombre en la cara. El mal proceder de la policía empezaba a fastidiarlo como nunca. Lo hacía querer vomitar.
  “Con que todos ustedes se pusieron de acuerdo con la historia de antemano, ¿eh? ¿Ley de Omerta? ¿Es eso?” el hombre insistió con una ligera mueca de desprecio, “¿Cuán lejos llegarían para encubrirlo?”
  En cuanto a Riki—y cualquier persona asociada a Bison—concernía, el hombre estaba repitiendo una mala broma que desde hacía bastante había dejado de ser graciosa. Pero aparentemente no tenía la más mínima idea de que simplemente había sacado una conclusión equivocada.
  “Kirie trae mala suerte. Es un gafe. No hay forma en que tengamos idea alguna de donde se encuentra.” Y al decir aquello, de paso Riki tuvo que agregar sus propios pensamientos. “La próxima vez que ustedes, policías de Midas, vengan a presentar cargos traspasando las fronteras de los barrios bajos, mejor háganse con información certera en primer lugar. Es muy vergonzoso verlos dar vueltas en torno a rumores de bar no confirmados que no serían tomados en serio escritos en la pared de un baño.”
  Medio segundo después, una bota aterrizó en el costado de Riki y lo tumbó de la silla, gruñendo, sacándole limpiamente el aire. La sangre se batió en sus venas, haciendo de su pulso un ruido sordo como el de una batería contra el interior de su cráneo.
  El pelirrojo lo agarró del cuello de la camiseta y, con desconcertante facilidad, volvió a ponerlo en la silla.
  “No toleraremos la insolencia de una escoria mestiza como tú,” siseó en el oído de Riki, sin intenciones de ocultar su desprecio. “No intentes ocultarnos la verdad.” La risa ordinaria del pelirrojo perforaba como un picahielo a través de los tímpanos de Riki.
  A esas alturas, el sentido del humor del pelirrojo seguía sin tener sentido para Riki. Pero con la imagen de la expresión presumida de Kirie en mente, Riki echó mano de todos los improperios en su repertorio y se los dedicó, arreglándoselas para calmarse un poco.
  “¿Dónde está?” preguntó el hombre en la mesa. El tono de su voz no había cambiado.
  “No—lo—sé—”
  “¿Esperas que crea eso? ¿Uno de tus hombres? ¿Uno de tus hermanos?”
  ¡Nunca uno de mis hombres! ¡No es mi hermano!
  Kirie tenía sus propios sueños y se había agregado al nombre fantasma que era Bison. Al enterarse de que la resurrección de Bison de la que se hablaba no era más que un mero rumor urbano, Kirie se había ido por su cuenta y había dejado atrás una apestosa pila de mierda.
  El beso de la muerte.
  Si Riki hubiera sabido el paradero de Kirie, lo habría confesado antes de que le atestaran el primer golpe. No tenía ganas de enfrentar a los Siniestros de Midas.
  Pero desde el principio, los Siniestros habían procedido, ignorando lo obvio. Si no querían escuchar lo que la gente tenía por decir, podrían haber optado por las drogas recuperadoras de memoria desde el principio y rebuscar la información que necesitaban en la materia gris. Ni siquiera habían intentado eso. Obviamente, atormentar a Riki era tan divertido que no les importaba el tiempo y la labor extra que ello requiriera.
  Sin embargo, aun con todo lo enojado que Riki estaba con los Siniestros, el foco de su ira estaba puesto en Kirie. La última vez que lo había visto fue en Orange Road. Le había dado un puñetazo y le había dicho, No quieres volver a mostrarme tu cara otra vez nunca, Kirie. No si quieres mantenerte de una sola pieza.
  Era cierto. Ver a Kirie una vez más serían demasiadas veces. Riki no quería verlo o escuchar incluso el sonido de su voz. En lo posible, borraría la existencia de Kirie de su cabeza. Y tenía toda intención de intentarlo.
  Kirie, sin dudas, se sentía igual.
  Riki no tenía idea de dónde y cómo habían conseguido la información estos Siniestros de Midas. Pero si había provenido de los antiguos miembros de Bison, habían tenido muy mala suerte. La clase de desastroso giro en los eventos que lo hacía apretar los dientes de frustración.



  No podía decir lo que no sabía. No podía ofrecer lo que no tenía. Pero los Siniestros no seguían una lógica tan simple. Era definitivamente el peor de los casos.
  “Escúpelo.”
  “¡No.Lo.Sé!
  Otro golpe en sus riñones. Riki jadeó y enterró las uñas en la superficie de la mesa. El incandescente dolor rugió a través de su cuerpo, emergiendo en gruñidos inarticulados. Sus músculos y huesos gritaban. El grito convulsionante de dolor ardiente, flexionante y torsionante acometió cada fibra de su cuerpo.
  Llevando sus crudos y temblorosos nervios más allá de lo que cualquier placer pudiera lograr, puro dolor físico de esa clase a la que no estaba acostumbrado en absoluto del todo pero hacía que la sangre le hirviera en las venas.
  “Ya no tengo tiempo para estar jugando. ¡Habla!”
  A pesar de su estatus de élite dentro de la División de Midas de Seguridad Pública, los rumores de la brutalidad de los Siniestros se comentaban a lo largo de los sistemas solares de la Mancomunidad.
  La mitad de ellos eran propaganda generada para perpetuar la fachada de ley y orden bajo la cual Midas operaba. La otra mitad era una velada advertencia a los libertinos visitantes que pudieran tomarse muy en serio la falta de tabús en Midas. Aunque debido a que estos huéspedes eran su fuente de ingresos regular, los policías de Midas tendían a ejercer una moderación mínima en su favor.

  Castigo y recompensa. Usados de manera adecuada, eran la estrategia perfecta para evitar problemas innecesarios. Pero eso no aplicaba a los mestizos de los barrios bajos.
  “¡Confiesa!”
  El pelirrojo agarró a Riki con una sola mano, lo levantó de la mesa y lo abofeteó. El dispositivo móvil ultra compacto en la muñeca derecha del Jefe de cabello plateado, Marcus, chirrió estridentemente. Envió una mirada a su subordinado Jayd—el pelirrojo que estaba disfrutando de maltratar a Riki—y después sacó una pieza auricular del bolsillo de su chaqueta y lo encendió.
  “¿Qué?”
  “¿Es un buen momento, Jefe?”
  “Adelante.”
  “Se trata de número G:05—” El código interno que tenían para referirse a Riki.
  “¿Nada sobre él?”
  Una llamada de emergencia en medio de un interrogatorio no era algo normal. Marcus creía que tenía algo que ver con Riki.
  “Limpio como la patena. Pero sí aparecieron unos datos muy extraños en un contexto diferente. No puedo descifrarlos.”
  La respuesta inusualmente ambigua de su subordinado hizo que Marcus frunciera el ceño. Ve directo al grano, estaba a punto de decirle cuando la voz del otro lado de la línea dijo, “Lo siento mucho, pero creo que lo mejor es que venga hasta aquí.”
  “Entendido,” musitó Marcus, finalizando la llamada. Se preguntaba qué tipo de datos extraños pudieran haber aparecido.
  “Jayd,” llamó, “tengo que encargarme de esto. Tú vienes también.” Dejar a Jayd a solas en la habitación con Riki no se le antojó a Marcus como un curso de acción muy inteligente.
  Jayd lo miró de vuelta con una chispa de disgusto en los ojos. Pero no se rehusó. Todo el mundo estaba de acuerdo con que en sus recintos no se mimaba a los mestizos de los barrios bajos, pero el entusiasmo con el que Jayd se había tomado el trabajo preocupaba a Marcus.
  El mestizo podía sin dudas beneficiarse un poco más de la oportunidad. Tenía el orgullo y las agallas. Desastroso pero rebelde. Tratándose de una basura de los barrios bajos, era una galleta dura de roer.
  Pero romperlo antes de que confesara no les supondría ningún bien. Marcus tenía su propio orgullo para ser el jefe de los Siniestros. Su trabajo era hacer prevalecer la paz y perseguir a los criminales que se deleitaban en Midas como parásitos. Así, sus Siniestros tenían que ser respetados y temidos por todos—civiles, inmigrantes ilegales y especialmente los mestizos de los barrios bajos. Los mestizos solo podían ser controlados si sentían ese miedo de verdad. De acuerdo a los reportes del equipo que había enviado, ese miedo era palpable después de apenas enseñar sus macanas; rostros pálidos y labios temblorosos podían avistarse en todas partes.
  Pero el chico al que llamaban el antiguo jefe de Bison era diferente. Le habían apuntado con un arma, para asegurarse. Pero ni darse cuenta de que Marcus era un Siniestro, lo hizo trastabillar. Marcus no había visto una pizca del miedo que esperaba en Riki.
  Había algo diferente en sus ojos. No eran los ojos de un mero delincuente gamberro. Podía ser temerario por desafiarlos imprudentemente, pero el chico sabía qué hacer. Era más que tener agallas. Esos eran ojos que habían estado en muchos sitios y visto muchas cosas. El chico contaba con más que un par de aciertos en su lista.
  Alcohol y drogas. Golpeando cualquier cosa que se moviera. Se ahogaban en sus vidas de depravación como irremediables paquetes de basura mestiza. Todos los mestizos eran iguales—o eso había pensado Marcus.
  De alguna forma, ese Riki era distinto. Con una osadía que rayaba la imprudencia, el chico no era una persona fácil de convencer, eso era un hecho. Razón por la cual Marcus lo había llevado hasta allí. Tenía que asegurar la situación, controlar el ambiente o no iba a llegar a ninguna parte.
  Era posible que Riki tuviera un pasado que Marcus no había anticipado, que había ido y vuelto del infierno—y en lo que se le ocurría la idea, Marcus tuvo que sacudir la cabeza y sonreír tristemente para sí mismo. ¿Por qué tanto alboroto por este mestizo?

  Jayd acompañó a Marcus del cuarto de interrogatorios hasta el cuarto de monitoreo en el mismo piso. Todos los subordinados que trabajaban allí se pusieron de pie y reverenciaron en cuanto ambos hombres entraron.
Marcus respondió con un ligero asentimiento y se sentó. “¿Y?” preguntó, volviéndose a Gayle. “¿Cuáles son esos datos extraños sobre G:05?” Más te vale que sea bien jodidamente importante para interrumpirme en medio de mi interrogación, era la cuestión implícita.
  “Sí. Verá, está registrado como mascota.”
  “¿Cómo Mascota?” exclamó Jayd, olvidando su posición.
  “¿Qué estás diciendo, Gayle? Estamos hablando de un mestizo de los barrios bajos.”
  “Eso es lo que dice.”
  Deja de bromear. Marcus no lo dijo, pero eso era exactamente lo que estaba pensando.
  “¿Esa maldita basura zarrapastrosa de los barrios bajos?” gritó Jayd mirando a Gayle. “¡Por favor!” Para Jayd, un mestizo convirtiéndose en mascota—incluso tratándose de una broma—no era gracioso.
  “Pensamos lo mismo. Por eso revisamos y volvimos a revisar.”
  Por el tiempo en que Gayle realizó la llamada de emergencia a Marcus, ya había anticipado la reacción de Jayd. Marcus le preguntó sin rodeos, “¿Estás seguro de esto?”
  “Positivo,” replicó Gayle con brevedad, pasándole el impreso a Marcus.
  Número de mascota registrada: Z-107M. Nombre clave: Riki. Sexo: Masculino. Cabello: Negro. Ojos: Negros. Lugar de nacimiento: Ceres, Guardián.
  Más increíble todavía era que la fecha de registro fuera de hace cuatro años. ¿Hace cuatro años? Esto tiene que ser una especie de error en el sistema.
  “Lo verificamos con su escaneo de retina.”
  Marcus escudriñó el rostro joven en la ficha policial y gruñó para sus adentros.
  “El acceso está restringido a un código cifrado nivel tres de seguridad. No puede tratarse de un pobre mocoso ordinario. Tiene que tener conexiones grandes en alguna parte.”
  Con cada nueva inesperada revelación, la hendedura entre las cejas de Marcus se hacía más profunda. Usualmente tenían el nivel de seguridad correcto para acceder a los registros de administración de mascotas, y la autoridad de la División de Midas de Seguridad pública debía tomar prioridad.
  ¿Entonces por qué a una simple mascota se la clasificaba en nivel tres? Toda posible respuesta desafiaba el sentido común. La situación se había salido de las manos. Marcus no tenía palabras para describir cuán problemáticas se estaban tornando las cosas.
  Jayd miró el impreso por encima de su hombro. Su cuerpo pareció petrificarse de inmediato. “¿Es en serio?” rugió, su voz prácticamente un chillido.
  “Así parece.”
  “¿Un mestizo de los barrios bajos? ¿Un montón de basura buena para nada? ¿Cómo es que algo así se convierte en una mascota?” continuó Jayd, incapaz de aceptar la verdad frente a sus ojos.
  Jayd no era el único haciéndose esa pregunta. Todo el mundo en la habitación estaba gritando por dentro. Pudiendo elegir a cualquiera del universo, ¿por qué elegir a un mestizo? La cosa entera parecía una broma. Es imposible, joder.
  Pero lo que ahora sabían no podía negarse. No importaba lo que quisieran.
  “¿La mascota de quién?” preguntó Marcus.
  Gayle se quedó en silencio.
  “Pregunté, ¿quién es el dueño de esta mascota?”
  Gayle había tratado de reservase el dato, pero no podía hacerlo más. “Un Blondie de Tanagura.”
  Marcus y Jayd lo miraron boquiabiertos.
  “El nombre real del dueño está oculto, pero aquel código clase S es indudablemente el de un Blondie de Tanagura.” En cuanto a digerir el impacto del desconcertante giro en los acontecimientos respectaba, Gayle aventajaba a Marcus y Jayd. Pero su voz seguía sin recuperarse del shock. “¿Cómo procedemos con esto? La mascota de un Blondie merodeando los barrios bajos podría convertirse en un escándalo de proporciones sin precedentes.”
  Los mestizos pertenecían a los barrios bajos. Todo el mundo lo sabía. Pero un mestizo que fuera la mascota de un Blondie—eso lo cambiaba todo. Lejos de ser un simple escándalo, estaba el mayor inconveniente de violar la Ley de Mascotas.
  ¿Cómo habían llegado las cosas a ese punto? ¿Qué diablos estaba ocurriendo? El misterio solo se hacía más grande.
  Normalmente los registros de las mascotas de Eos eran borrados cuando se los desechaba y se los vendía en Midas. Aparte de unos pocos casos especiales, no había excepciones a la regla. El valor añadido de ser criado en Eos los convertía en la atracción principal de los burdeles de Midas.
  Las mascotas de los Blondies atraían sumas incluso más grandes, porque una mascota de Blondie generalmente era de la Academia. A las hembras reproductoras se las valoraba todavía más. Cualquier descendencia que produjeran era reconocida como la propiedad de ese burdel. No era exagerado decir que el estatus de un burdel estaba ligado directamente a cuán bien protegía sus líneas pura sangre de la Academia.
  Ignorar la Ley de Mascotas que establecía estos preceptos cardinales era un crimen serio.
  ¿Era tan siquiera posible que un Blondie de Tanagura pudiera violar la Ley de Mascotas? No podía ser posible. Los Blondies era la élite de las élites. Nunca cometían errores. Sin embargo—
  “¿Sigue siendo válido este registro?”
  “Sí. No hay muestras de que haya sido borrado, falsificado o manipulado.”
  “Si es eso cierto, entonces esta cosa ha estado bajo el mandato de un Blondie por los últimos cuatro años.”
  Que un mestizo de los barrios bajos hubiera sido mantenido en Eos era toda una sorpresa, pero incluso más desconcertante era que la misma mascota estuviera viviendo en los barrios bajos.
  Era inconcebible. La idea por sí misma era repulsiva y el sentido común dictaba que era imposible. La seguridad de Eos empequeñecía cualquier cosa en Midas. Una mascota simplemente no podía escapar de ahí.
  “Solo para asegurarme, ¿no podríamos solicitar una confirmación de estos registros?” sugirió Gayle, todavía apegándose a la noción de que podía tratarse de un error en el sistema de administración de mascotas. Esa sería una medida apropiada—si los procedimientos reglamentarios aplicaban.
  “No. Déjalo.”
  “Pero, Jefe. Nada de esto tiene sentido, no importa cómo lo veamos. ¿Ves un pet-ring en alguna parte?”
  El pet-ring era un accesorio caro que hacía las veces de identificación personal. Un anillo, un collar o un pendiente. Era joyería que, además de hacer publicidad al estatus de la criatura como mascota, hacía publicidad al estatus del dueño también.
  Como consecuencia, era una práctica popular hacer el pet-ring tan ostentoso como fuera posible. Nunca se les habría ocurrido sospechar del anillo tipo D en su entrepierna. Si es que sabían que existía tal cosa.
  “Una mascota sin un pet-ring no es una mascota, ¿verdad? Eso significa—”
  “Significa que esta situación es todavía más complicada de lo que pareció en un comienzo.”
  Un Blondie dejando una mascota en libertad fuera de las fronteras de Eos no tenía sentido. Era impensable. Pero lo impensable estaba ahí justo en frente de ellos. Tal era su confusión que simplemente no pudieron cavilarlo en sus cabezas.
  Pero eso era—y continuaría siendo—su problema. Aunque pudieran ser Siniestros, no había forma en que pudieran entrometerse en el territorio de las élites de Tanagura.
  “A pesar del pet-ring faltante, ciertamente tiene un registro pet. Las probabilidades de que se trate de un error en el sistema son escasas. Tan irracional como pueda sonar, no puedo aceptar que una mascota haya estado deambulando por los barrios bajos solo porque sí. O que la Administración Pet haya cometido un error clerical. Solo podemos concluir que es esto es lo que su amo desea.”
  La Ley de Mascotas aplicaba tanto a las élites de Tanagura como a sus mascotas. No era lógico que los impecables Blondies desafiaran las reglas. Tratar a una mascota como una especie de animal libre—¿Cómo podía consentirse aquello? Y si no estaba consentido, entonces, ¿qué circunstancias lo habían provocado?
  Todo el mundo volvió su atención a la imagen de Riki en los monitores, todavía despatarrado sobre el escritorio en la sala de interrogatorios.
  ¿Qué es esta criatura? Se preguntaban.
  “¿De verdad es un mestizo de los barrios bajos?” se preguntó Gayle en un susurro.
  “¿Qué se supone que significa esto?”
  “El registro indica definitivamente que su lugar de nacimiento es el Centro de Crianza de Ceres. Pero, ¿y qué si eso es solo el telón de algo más?”
  “¿Algo como qué?”
  “No tengo idea. Pero no puedo creer que una restricción de acceso de seguridad nivel tres no tenga relación alguna.”
  Para estar seguros, nadie podía abrir los archivos de las mascotas de Eos por capricho y navegar entre ellos. Pero sellar un archivo con un código de acceso encriptado—no importaba por donde lo miraran, era anormal.
  Algo estaba pasando. Las preguntas surgieron en sus cabezas de manera espontánea. Como si un escaneo de retinas positivo hubiera activado alguna especie de trampilla, o una vulgar trampa digital hubiese sido puesta para levantar deliberadamente una bandera roja. Era como un acertijo colgando ahí tentándolos a intentar resolverlo. O quizás no significaba nada en absoluto.
  Aunque podría solo estar imaginando cosas, Gayle no podía dejar de pensar en ello. “No puedes conseguir nada más bajo que un mestizo, ¿verdad? Así que, ¿qué clase de idiota falsificaría sus propios archivos de nacimiento y se escondería al fondo de la pila de desperdicios?”
  Prejuicio y desprecio. La siempre presente sensación de desdén y superioridad. Los frutos de una educación en Midas habían penetrado a Jayd hasta los huesos. Las palabras de Gayle solo le provocaban asco.
  Hasta entonces, Haggard había estado observando el desarrollo de los acontecimientos en silencio. “Hay un montón de Sinkers que se hacen pasar por mestizos y se esconden en los barrios bajos.”
  “Eso es porque no tienen opción,” Jayd se reincorporó con un cacareo de disgusto. “Para ellos es… o nadas o te hundes.”
  Nadie lo contradijo. Era diferente para aquellos cuyo planeta de nacimiento los expulsaba, o les otorgaba ciertas características especiales. Pero la mayoría de las veces, Una cantidad significante de extranjeros ilegales conocidos como Sinkers se camuflaban con los mestizos de los barrios bajos y se mantenían apartados de la División de Midas de Seguridad Pública.
  Una vez que sus visas de entrada expiraban, Tanagura ya no reconocía su existencia. Así que los visitantes y turistas que no salían cuando sus visas caducaban eran declarados indocumentados y arrestados de inmediato.
  Las excusas no importaban. El control de inmigración no entendía sobre “accidentes”. Los pendencieros y malportados entre ellos eran añadidos a la lista negra y repatriados a la fuerza.
  Si se comportaba como era debido y se acataba las reglas, Midas era un paraíso libre de tabús. Si se rompían las reglas, se descubría que el guante de terciopelo cubría un puño de hierro.
  La gente eran animales olvidadizos. Cualquier infierno que provocara un viajero, cualquier posición comprometedora en que se encontrara, prefería dejarlo todo atrás. Pero Tanagura no era tan entusiasta en cuanto a olvidar. Si se pasaba de la raya, sufriría las consecuencias.
  Estar registrado en la lista negra equivalía a la incrustación de un nanochip en la base del cráneo, y que les fuera imposible hacer un viaje de regreso al planeta de Amoi. Cualquier intento de ignorar la prohibición y entrar de manera ilegal, por ejemplo, con un pasaporte falso, y el nanochip respondería de inmediato, matando a quien lo portara.
Porque los atentos legales para obtener una visa eran respondidos con una notificación de advertencia directa, no se tendría consideración con quienes rompieran las reglas y no habría segundas oportunidades. Si el viajero deseaba dejar cualquier clase de desafortunado evento ocurrido en Midas, en Midas y continuar con su pacífica y tranquila existencia, entonces eran advertidos de no volver a regresar allí jamás.
Razón por la cual aquellos que habían elegido deliberadamente  convertirse en Refugiados mantenían su distancia de la División de Seguridad Pública de Midas, y se hacían pasar por mestizos. La ciudad fantasma de Ceres estaba fuera del alcance de la ley de Midas.
Sin embargo, sin importar cuan bueno fuera el disfraz, la garantía de tener una vida apacible en ese lugar era un asunto muy distinto. La vida tenía otro valor, y los cambios al medio de alguien eran tan diferentes como el día de la noche. Los barrios bajos eran su propia ley. Aquellos que no pudieran acostumbrarse a ese hecho, eran expulsados con el tiempo.
“Hasta donde sabemos, los Sinkers y los mestizos son basura de la misma pila. La sanguijuela y la cucaracha sacando provecho la una de la otra hasta matarse.”
“Un Sinker haciéndose pasar por mestizo y la mascota de un Blondie rondando los barrios bajos son dos asuntos muy aparte,” comentó Gayle con un tono particular en la voz.
“Gayle, no estarás insinuando que esta cosa está entrenándose como el sleeper de un Blondie, ¿o sí?” Preguntó Marcus, haciendo que Jayd y los otros se congelaran boquiabiertos con los ojos desorbitados. No habrían imaginado que dichas palabras pudieran salir de la boca de Marcus.
Un sleeper. Era la palabra clave para un agente especial que trabajaba en cubierto. Quiénes eran, cuántos eran, sus misiones e historias personales eran mantenidas en completo secreto. Nada acerca de ellos llegaba a ser más que especulaciones y rumores, porque nadie en la División de Seguridad Pública de Midas sabía la historia completa.
Pero nadie podía negar su existencia. Hasta los Siniestros—quienes se consideraban a sí mismos la élite de la ley en Midas—eran conscientes de operativos de inteligencia importantes teniendo lugar en sectores en los cuales no estaban involucrados, desencadenando eventos peligrosos con una aparentemente milagrosa coordinación.
El otro día, por ejemplo, había ocurrido un escándalo enorme en Neal Darts—un territorio de cuidado para los policías normales—por lo que se comentaba que los Sleepers operaban bajo el control directo de Tanagura.
Que un mestizo de los barrios bajos fuera la mascota de un Blondie no tenía sentido. Tampoco era razonable que un Blondie pasara por alto la ley y liberase a una mascota en los barrios bajos para que anduviera a sus anchas, dejando intacto su registro. Pero era estúpido suponer  que el protegido de un Blondie—un Sleeper—tendría ese comportamiento.
Desde esa perspectiva, todas las piezas del rompecabezas—incluyendo a ese rebelde líder de la pandilla con todas sus agallas y tenacidad—encajaban.
“Yo no lo pensaría de ese modo,” dijo Gayle, mirando hacia el piso, a pesar de no poder deshacerse de los pensamientos en su mente. “Sin embargo, no podemos ignorar la posibilidad de que se trate de una simple coincidencia, a pesar de que eso parezca implicar muchas cosas.”
Gayle no era el único en pensar así. “A falta de una prueba contundente, todo este asunto no es más que una especulación. Son solo ideas vagas las que discutimos. Lo único que podemos concluir con certeza en este preciso momento es que ese mocoso es la mascota de un Blondie.”
Esa era la verdad. Habían estado buscando a Kirie, y en vez de encontrarlo a él, Riki había caído en sus manos. Era muy probable que no tuviera relación con el caso en que los Siniestros estaban trabajando. Sin embargo, hasta donde Riki tenía entendido, seguía sin conocer la verdad tras la razón por la cual había sido detenido.
Midas tenía su División de Seguridad Pública y los barrios bajos tenían sus propias leyes. Y la regla dorada e inquebrantable había sido siempre que los dos no se involucrarían.
Los barrios bajos no eran dignos ni siquiera de lamer los pies de Midas. Así que no valía el tiempo ni la pena perseguir basura mestiza y hacerlos entender por la fuerza. Para los Siniestros, los mestizos no merecían más atención y preocupación que un insecto siendo aplastado por el suelo de una bota.
Por entonces, todas esas teorías eran paralelas. No se enviaban policías normales a perseguir un montón de rufianes mestizos, sino a los mismísimos Siniestros. Sobre todo, la aplicación de la ley en los barrios bajos parecía estar presente tácitamente, sugiriendo que ciertas líneas de comunicación permanecían abiertas.
“Nuestras órdenes eran rastrear y arrestar a un pandillero de los barrios bajos llamado Kirie. En este momento, esa debería ser nuestro única prioridad.”
Así pudieran estar poco dispuestos y en desacuerdo, su deber era seguir las órdenes tan rápido y precisamente como les fuera posible. No era algo que su jefe tuviera la necesidad de remarcar, pero Marcus se sintió obligado a mostrar autoridad.
“¡Sí, señor!” respondió Gayle, aunque al resto del personal en la habitación no le cabían dudas de que lo mismo aplicaba para ellos.
Para despejar cualquier otra duda, Marcus les ordenó que borraran toda la información concerniente a G:05. Pero no porque todavía dudaran sobre la teoría de que el mestizo era un sleeper.
 “Si lo que muestra este archivo es correcto, este mocoso le pertenece a un Blondie. Si llegamos a meternos en problemas por esto, no va ser lindo,” dijo Marcus, porque era eso lo que le preocupaba.
Marcus y su equipo no tenían autoridad de ir por ahí husmeando en lo que el amo Blondie de una mascota hacía con ella. Marcus se puso de pie para regresar al cuarto de interrogación. Sentía un peso sobre los hombros y un desgano en su paso que no había sentido cuando había entrado en el cuarto de monitoreo.
Sin mencionar en el cuarto de interrogación, los hombros de Riki subían y bajaban al recobrar el aliento, mientras su negro cabello estaba pegado a su pálida frente.
Ese pedazo de mierda de Kirie. Ese gafe en todos ellos. Riki iba a romperle todos los huesos. Riki lo maldijo con todas sus fuerzas, rechinando los dientes contra el dolor. Sus sienes palpitaban con espasmos y su cabeza retumbaba como una batería. Y sin embargo, de algún modo, tras todo su dolor, sus pensamientos eran inusualmente claros.
¿Qué demonios ha estado tramando Kirie?
Los policías de Midas nunca iban a los barrios bajos, mucho menos los Siniestros, quienes habían procedido con extrema violencia en busca de Kirie. Algo serio estaba ocurriendo. No lo habían sorprendido robando.
Pero Riki no quería saber en verdad. Siempre que no supiera, no tendría nada que decir, sin importar cuan terrible fuera la paliza que le dieran. La ignorancia era la mejor defensa contra lo irracional.
Riki oyó que la puerta se abría y levantó la cabeza. El ruido sordo de las botas contra el concreto acompañaban el regreso de Marcus y Jayd. Puso mala cara. ¿Se acabó el descanso?
No podía empezar a imaginar cuanto más lo maltratarían antes de que se cansaran. Esa idea era incluso más deprimente que el dolor.
Igual que antes, Marcus se sentó enfrente de Riki del otro lado de la mesa. Riki esperaba que Jayd se pusiera detrás de él otra vez. Pero no lo hizo. Comparado con el Jayd que había salido del cuarto, este parecía mucho más sumiso. Se puso detrás de Marcus en cambio.
¿Qué rayos—?
Dentro del esperado peso de sus miradas gemelas, Riki detectó una cualidad diferente inundando sus actitudes.
“Tal parece que eres la mascota de un Blondie,” dijo Marcus, su voz era insinuadora. La razón tras el cambio en su actitud repentinamente se hizo muy clara.
Ahora Riki ponía mala cara por razones completamente diferentes a las anteriores. Aunque había medio esperado que una cosa así pasara, enfrentarse a ello era algo muy diferente.
No había forma de que pudiera mostrarse desafiante repentinamente con una actitud ajá, ¿y qué con eso? La etiqueta de “mascota” no era nada más que una vergüenza para Riki. La idea de que alguien fuera de Eos supiera ese secreto suyo era insoportable.
“El mejor espécimen de un harén en Midas sería afortunado de ensanchar las filas de medio pelo en la sociedad de Midas. De modo que, ¿cómo es posible que un mestizo de los barrios bajos logre llegar hasta lo más alto?”
No había amargura ni sarcasmo en la voz de Marcus, solo fría curiosidad. Pero seguía haciéndosele extraño a Riki. Todos esos días y semanas sometido por las cadenas de lujuria y carnalidad, con su orgullo rompiéndose y pudriéndose—llamar eso llegar a los más alto—habría cambiado lugares con cualquiera en un parpadeo. Así que cuando Marcus dijo, “Puedes irte,” Riki no comprendió lo que le estaba diciendo al principio.
Puedes irte. Riki le dio vuelta a las palabras en su cabeza. Frunció el ceño. Y comprendió al final. Era libre de regresar.
Pero, ¿por qué? Porque era la mascota de un Blondie, por eso. Nada más podía explicar el repentino cambio de actitud de los Siniestros.
Así que a eso se remonta todo.
Riki murmuró brevemente una silenciosa oración incluso si en ese mismo momento saboreaba la amargura de la ira en su boca.
¿Qué hace la mascota de un Blondie en los barrios bajos? Marcus no mostró ningún ansia en insistir con su interrogatorio a pesar del hecho de que hasta hace unos minutos, había estado más que dispuesto a continuar atormentando al pobre mestizo.
El cambio de decisión abrupto dejaba en claro que el poder y la influencia de los Blondies de Tanagura abarcaban incluso hasta la División de Seguridad Pública de Midas. A pesar de que habían estado tan decididos a dar con Kirie, estaban dejando que Riki se marchara. No molestes a los perros. En eso se resumía todo. Todo gracias a Iason, supongo.
Presumir del estatus de su amo había sido lo último en la mente de Riki. Pero si eso hacía que los Siniestros se comportaran con él, Riki no iba a objetar nada. Tampoco pensaba que era un acto de cobardía de su parte. Meterse con la persona incorrecta haría que lo pagaran caro. Lo sabían tan bien como los mestizos de los barrios bajos.
A pesar de lo que fuera que Marcus sintiera por dentro, había aprendido de la amarga experiencia. No iba a cometer el mismo error que Riki había cometido. En pocas palabras, Iason tenía la clase de fuerza para convertir el orgullo de un Siniestro en polvo. Aunque demoraron en darse cuenta de ello, por lo que querían que Riki se largara cuanto antes.
Agarrándose las sienes, Riki se puso lentamente de pie. Pero aquel pequeño esfuerzo fue suficiente para hacerlo gruñir. Arrastrando los pies, amenazando con irse de bruces en cualquier momento, caminó hacia la puerta, los dientes apretados.
Desde el comienzo, no importaba que tanto le doliera a Riki, nadie mostró la más mínima intención de ayudarlo. De todos modos, cualquiera que intentara hacer eso solo lo haría enfadar más.
Sin embargo, el orgullo de Marcus como Siniestro no le permitía dejar las cosas así como así. O quizás era que la curiosidad había ganado la batalla al final.
“Oye, niño,” lo llamó. “¿No quieres saber lo que ese amigo tuyo estaba tramando, y por qué se está escondiendo?”
Tal vez Marcus solo quería asegurarse de las intenciones reales de Riki.
Riki detuvo su paso laborioso y desgarbado. “¡NO ES AMIGO MÍO!” gritó.
No había nada de malo en tratar de salir adelante en la vida. Todos los mestizos albergaban sueños de hacerse ricos y largarse de allí. Durante un tiempo, Riki había deseado lo mismo.
Pero había formas buenas de intentarlo. Y formas malas. Aun con Iason respaldando a Riki en todo momento, había cosas inadmisibles, sin importar qué.
“Ese infeliz es un ave de mal agüero andante, se los aseguro.”
Que metieran a Kirie en el mismo costal que a él, era inaceptable. Lo creyera Marcus o no, era la verdad.
“Si de verdad quieren ponerle las manos encima a Kirie, tal vez les convendría llevar a cabo su tarea primero antes de andar blandiendo esas varas de asalto por ahí. O al menos consíganse unos informantes de confianza antes de desquitarse con nosotros. No es como si les escaseara el dinero. No puedo creer lo ineptos que son. Si creen que esta es la manera de dar con Kirie, son un montón de imbéciles más incompetentes de lo que había imaginado.”
A Riki no le importaba quien pudiera estar escuchando. Estaba hasta la coronilla de todo eso y estaba escupiendo todo el veneno que tenía acumulado. No era el lugar ni la gente a la que debería estar dirigiendo toda la ira que llevaba dentro, pero ya no podía contenerse más.
Marcus reaccionó arqueando una ceja, mientras Jayd lucía como si estuviera a punto de reventar. Aun así mantuvo su temblorosa mano, apretada en un puño a su lado. Que Jayd no se abalanzara sobre Riki indicaba que su desgracia de ser identificado como una mascota tenía implicaciones muy distintas para los Siniestros.
Habiendo dicho todo lo que tenía en mente, y viendo que Marcus no tenía intenciones de revirar nada, Riki siguió arrastrándose hacia afuera.
Expresar su ira no había aplacado las emociones de Riki. Al contrario, su corazón se sentía peor. Un dolor pesado y fuerte. Aunque lo intentara, no podía dejar de ver la imagen de esos dos Siniestros. Su cabeza palpitaba de una forma muy distinta del dolor que sentía en las sienes.
Se acercaba la media noche y la lluvia se acercaba. Riki se mantuvo pegado a las paredes, tropezando, y respirando entrecortadamente todo el camino desde el segundo nivel en el sótano hasta el recibidor del Centro Policíaco de Midas.



“Puedes irte,” era otra forma de decir. “Estás solo en esto.” Nadie iba a devolverlo a los barrios bajos.
Así que después de traerme obligado hasta aquí, no van ni siquiera a darme un aventón de vuelta. Riki y la División de Seguridad Pública de Midas no habían, lo que se dijera, congeniado, pero considerando todos los problemas por los que lo habían hecho pasar, los Siniestros por lo menos habrían podido pagarle un viaje en taxi.
Lejos de tener suficiente para un taxi aéreo, cuando lo habían requisado al principio, le habían quitado su dinero y tarjetas de crédito. Y no le habían regresado nada. Riki no podía creer que fuera un simple castigo por ser grosero.
Dejado a su suerte sin dinero, no tenía forma de volver a casa. En verdad saben cómo joderle la vida a una persona.
El frío se arremolinó cruelmente en torno al dolor áspero que Riki sentía en la espalda. No podía ni caminar derecho. Su cuerpo bajaba y subía cada vez que respiraba. Mientras arrastraba los hombros por las paredes, empezó a pensar en cómo volver a casa. No tenía dinero. Se aproximaba una tormenta. No podía casi caminar. Estaba en muy mal estado. Se deshizo en insultos hacia los Siniestros.
Había un servicio de autobús para turistas gratuito disponible las veinticuatro horas del día, que recorría todos los sectores y áreas. Solo que la Central de Policía estaba demasiado retirada y ningún servicio de transporte llegaba hasta ese lugar. La idea de arrastrar su atormentado cuerpo bajo la lluvia hizo que Riki deseara desesperadamente tener unas monedas para pagarse un taxi. Pero eso no significaba que fuera a robarse una patrulla de policía justo en frente de las narices de los Siniestros. Aunque le picaban las manos por hacerlo.
Pensando en ello, Riki se agachó tras la pared que había estado siguiendo. Sacó el pequeño teléfono móvil que había logrado conservar consigo, hizo una pequeña búsqueda sobre los autos cápsula que rondaban la vecindad de la estación de policía, y llamó uno.
Dichos autos capsula eran autos automáticos utilizados con propósito de trabajo y negocios. Como eran transporte de carga, su apariencia era simplona y fea. Como no se utilizaban en el servicio turístico, podían ir a cualquier lugar del mapa, incluso a lugares en la zona roja que estaba prohibida a los turistas.
Y más importante, eran gratis.
Por supuesto, como Ceres había sido borrado de los mapas oficiales, no podía listarse como destino. Pero que lo dejara cerca era suficiente, y de allí se las arreglaría. Si la situación lo requería, sería un trabajo sencillo el palanquear el mecanismo de dirección y conducir el aparato manualmente a nivel del suelo.
Riki había aprendido eso durante su trabajo como mensajero para Katze. Había sido su empleado por menos de un año, pero Riki había aprendido todo lo que había podido durante esa época, lo público y lo clandestino. Cosas de las que ni los Siniestros estaban enterados.
Se subió al auto capsula y cerró la puerta. Un mapa detallado de Midas apareció en la pequeña pantalla. El mapa podía acercarse y alejarse. Pero sin molestarse en confirmar su ubicación, Riki se volvió hacia el panel de control y digitó su destino.
Área 3. Parque Mistral. Genova.
Riki extrajo un chip de memoria de un lugar oculto en su bota, y lo insertó en la ranura de la consola, ingresó un código de acceso y una contraseña. Se trataba de códigos secretos que había obtenido trabajando como mensajero, y no estaba seguro de que aun funcionaran. Pero afortunadamente así era, y por una vez, Riki estuvo agradecido de que Katze hubiera mantenido su estatus activo.
Los taxis aéreos no discriminaba sus pasajeros siempre que se pagara el viaje. Las autos capsula industriales eran distintos. Se requería un código de acceso para desviar uno de su camino programado y poder designar un nuevo destino. Sin eso, los autos no se movían.
No era lo que se dijera un transporte fácil de usar. En ese momento, no obstante, Riki estaba dispuesto a usar lo que fuera que tuviera a su alcance. Haciendo lo que tenía que hacer con un movimiento que estaba acostumbrado a realizar, Riki sonrió sardónicamente para sí mismo.
Poder impulsar un auto capsula con un chip de seguridad secreto. Sí, alguien debió haberse quedado dormido frente al conmutador.
Cuando trabajaba como mensajero, las lecciones se las metía su compañero Alec en la cabeza. “Los códigos de acceso son como las palabras de un amante. Utiliza las mismas una y otra vez y serán tu perdición. Siempre sabrán cuando vas a llegar y donde encontrarte. Lo mejor que puedes hacer es escoger un nuevo código al azar con frecuencia. Precipitarse y entrar en pánico harán que metas las patas. Así que más te vale mantener en mente que, no importa cuando, no importa cuanto te cueste, siempre asegúrate de que la seguridad sea lo primero en tu lista de prioridades.”
Eso había sido cinco años atrás.
Había dejado atrás a Alec hacía mucho, y debía haberse olvidado para entonces. Pero en un parpadeo aquellos viejos consejos habían regresado. Alec era probablemente el mejor hacker en el mercado negro, por no decir en el sistema solar entero. Había manufacturado el chip para Riki, quien lo había mantenido oculto en su bota como un recuerdo hasta entonces. Riki se recostó en el asiento. Sin el más mínimo crujido, el auto capsula se elevó de la tierra.

  En la sala de monitoreo, Marcus y sus subordinados miraban atentamente las pantallas que mostraban la imagen de Riki. Después de atravesar el lobby frontal, Riki había caminado con dificultad, aferrándose a la pared, con su cuerpo subiendo y bajando a cada respiro. El dolor que acompañaba cada inhalación era tan evidente, que era casi audible. Sin embargo, a quienes ocupaban el cuarto de monitoreo no les importaba la condición del mestizo.
  “¿Y ahora qué hace?” se preguntaba Marcus tanto como los demás.
  El mestizo le había dado su opinión a los Siniestros sin el más leve tramo de miedo en sus ojos. Ahora la cuestión de cómo se las arreglaría para regresar a su cuchitril en los barrios bajos tenía intrigado a todo el mundo.
  El chico podía insultarlos y disparar relámpagos de sus ojos negros, pero la viabilidad de ejecutar una movida sin dinero en el bolsillo era un asunto completamente diferente.
  Bajo circunstancias normales, habiendo confirmado su identidad como la mascota de un Blondie, independientemente de los motivos personales que de lo contrario pudieran haber albergado, el próximo paso lógico a llevar a cabo habría sido devolverlo a los barrios bajos. Y eso era sin tener en cuenta el hecho de que lo habían maltratado lo suficiente como para que apenas pudiera caminar por sus propios medios. Con todo, Marcus lo había echado sin darle un solo centavo.
  Para tratarse de una basura mestiza, el chico tenía carácter. Era indudablemente una mascota sospechosamente extraña. Marcus se preguntaba como saldría Riki de esa bochornosa situación. Probablemente solo colapsaría en el lugar. Marcus quería verlo con sus propios ojos.


  Si probaba ser al final solo palabreríos y nada de acción, Marcus también quería verlo. Esperaría una cierta cantidad de tiempo prudente después de que Riki colapsara y ordenaría que alguien arrastrara al pobrecito mestizo de vuelta a los barrios bajos.
  En cierto sentido, el Riki que aparecía en los monitores era un completo tonto. Había hecho a un lado las intolerantes opiniones que tenía la División de Seguridad Pública y se había burlado del razonamiento y la lógica de los Siniestros en su propia fortaleza.
  Qué criatura más rara. Se pasaba de listo. Los Siniestros, con todo su orgullo, odiaban admitir que Riki sobresalía. Si pudieran solo ir directo al punto y decir cómo les gustaría hacer llorar al pequeño sabelotodo, la cosa entera habría resultado mucho más sencilla.
  ¡Ese mocoso! Marcus no podía dejar de pensar eso. Ni tampoco podía quitarle los ojos de encima a Riki. Si Marcus hubiera estado de ánimos para admitirlo, la verdad era que el chico lo tenía bajo un hechizo. Ese fue el sentimiento que de repente lo acometió.
  ¿Qué clase de Blondie convertía en mascota a un chico que ocultaba tan afilada alma? Habiendo sido testigo de su presuntuosidad, deseó al menos por una vez, ser poseedor de esos ojos y poder verlo por sí mismo. En lo que esos pensamientos cruzaban la mente de Marcus, Riki ya había sacado su teléfono celular.
  Jayd resopló, “Qué tonto. Ponerse a jugar con ese cacharro de los barrios bajos aquí.”
  Ordinariamente, los sistemas celulares en Ceres y Midas eran incompatibles entre ellos. Más específicamente, las señales que llegaban a Ceres desde Midas eran tan tenues que ninguna comunicación inalámbrica podía utilizarse, demostrando así la extensión en la cual Ceres estaba aislada de Midas. La tecnología celular que funcionaba en Ceres sería inoperable en Midas. Era por eso que Marcus no se había molestado en confiscarlo en primer lugar. De cualquier modo, después de manipular el teléfono por un rato y aparentemente encontrarlo inutilizable, Riki lo regresó a su bolsillo.
  “Tonto ingenuo,” exclamó Jayd. Como si hubiera sido abofeteado en la cara en persona, se sentía obligado a sobre reaccionar a cualquier movimiento que hiciera el chico. Los que lo rodeaban no podían evitar sonreír. Pero la exageración de Jayd y la más o menos encalmada atmosfera en la habitación fue rota por la reacción de sorpresa de Haggard. “¿Qué demonios? Jefe, un montacargas ha sido desviado del sector K.”
  “¿Un montacargas?”
  “Un microtaxi industrial que seguía su ruta programada.”
  ¿Por qué un microtaxi industrial? Todo el mundo pensó lo mismo al mismo tiempo.
“Se dirige hacia G:05,” concluyó Haggard.
Y en los monitores, Riki apareció abriendo la puerta y subiéndose al auto como si fuese el dueño. Todos se quedaron boquiabiertos y tragaron saliva al tiempo.
¿Qué demonios está pasando? Lo último que habían esperado ver estaba ocurriendo justo delante de sus ojos. Era imposible. Imposible. Contemplaron en silencio la imposible realidad.
“¿Así que era esto a lo que se refería el chico cuando habló sobre subestimar los barrios bajos?” Marcus no pudo molestarse en ocultar por más tiempo lo que tenía en mente.
“Si lo pones en esos términos, no se trata de los barrios bajos, sino del mismísimo Riki,” respondió Gayle con una expresión dura.
Un mestizo de los barrios bajos. La mascota de un Blondie. Probablemente un muchacho con algunos otros títulos además de esos. No era fácil hacer a un lado las sospechas, especialmente cuando estaban presenciando una tan anormal escena tener lugar frente a ellos.
“Es imposible que sea este el resultado de la acciones de un mestizo.”
Ningún mestizo podría haber llegado tan lejos o sobrevivido por tanto tiempo.
“Ten por seguro que este sujeto tiene experiencia en Midas.”
Empezando por Marcus, cada uno de ellos estaba tratando de encontrar un camino hacia el trasfondo del misterio.
“Se dirige a Parque Mistral, en Genova.”
Al ingresar el número de registro del vehículo, dicha información quedaba disponible.
“De acuerdo a las coordenadas del mapa, es la parada más cercana a los barrios bajos.”
“Tiene sentido. Pedir un transporte comercial con el fin de acortar camino.”
“No es posible simplemente subirte a un taxi y volar sin tener un código.”
“Ya había llegado yo a esa conclusión hacía un rato.”
No había forma de que Riki pudiera haber llamado a un montacargas sin los códigos de seguridad en primer lugar.
“Gayle. ¿Puedes hacer un rastreo de los códigos que el chiquillo utilizó?”
A ese punto, dado el estado mental, Marcus intuyó que Gayle estaría dispuesto a todo.
“Sí. Ya me he hecho con los códigos,” dijo Gayle, anticipándose a donde quería llegar Marcus. Pero un momento después, palideció.
“¿Qué ocurrió?”
“No pinta bien. Los códigos están encriptados.”
Marcus suspiró y frunció el entrecejo, contemplativo. Entre los Siniestros, las habilidades de Gayle estaban a la par con las de un típico hacker de computadoras. Pero que le costara trabajo romper la seguridad de cualquier dispositivo, era un gran cumplido para el creador.
¿Pero por qué encriptar los códigos de acceso de un montacargas ordinario? ¿Qué es lo que este chico intenta ocultar con tanto ahínco?

Al hacerse esas preguntas, las líneas entre las cejas de Marcus se hicieron más profundas. La atención de los Siniestros permanecía fija en los monitores. Observaron en lo que el auto tipo cápsula se elevaba parsimoniosamente del suelo, alimentando todavía más sus dudas.