La
magnífica cabellera dorada del hombre era prueba de su clase privilegiada y su
membresía entre los más altos rangos de la élite. Su penetrante y divina apariencia
le otorgaba un aire de dignidad inalcanzable. La autoridad en su mirada hacía
temblar a las personas.
Su
tranquila voz rebosante de crueldad no tenía problema en apalear el orgullo de
Riki. Según la opinión de este último, había sido creado a partir de las peores
características del mismísimo satanás. Riki no sabía nada sobre él excepto que
se trataba de un Blondie de Tanagura. Ni siquiera su nombre.
Por
supuesto, si de verdad hubiera estado muriéndose por saber y se hubiera tomado
el tiempo de investigar, probablemente se hubiera sorprendido al enterarse de que
la información fuera tan fácil de conseguir. Pero incluso ahora, no estaba
seguro de querer saberlo.
Y no
era solamente porque estuviera dolido por su penosa experiencia.
Saber
más—conocer solo su nombre—tan solo significaba caer aún más bajo el hechizo
del hombre. El hecho era que pensar en él aunque fuera un poquito lo sacaba de
casillas completamente.
El mercado negro traía a flote lo mejor de él,
y para Riki el recuerdo de aquella noche era la única mancha vergonzosa de su
alma. No quería pensar en eso de nuevo. ¿Entonces por qué, cuando podía
descansar y relajarse entre trabajos, se le venía a la mente la imagen de ese
rostro perspicaz? ¿Recordándolo como si estuviera impreso en su cerebro?
El
dolor era tan imperceptible que podía ignorarlo, pero era un tipo de ardor que
supuraba y cuya hinchazón no cedía. En momentos como esos, medio
inconscientemente Riki bajaba la mano hasta el bolsillo de su pantalón y
apretaba un llavero, chirreando los dientes. El objeto en sus dedos era la
moneda dorada que el hombre le había arrojado ese día antes de marcharse.
“El cambio
por el soborno que me forzaste a aceptar.” Era
lo que le había dicho a Riki. Riki pensó en tirarla por una alcantarilla, o
mejor, dársela a Zach para que la cambiara por dinero en efectivo. Pero por
alguna razón se la quedó; nunca antes había visto nada parecido y no tenía idea
de cuál era su verdadero valor.
Por
otro lado, no quería que los ojos perspicaces de Zach curiosearan acerca de su
origen. Con el tiempo perdió el ímpetu de deshacerse de ella. Sería distinto si
representase el botín de una buena batalla. La razón por la cual mantenía ese
símbolo de degradación a su persona era un misterio para él.
Con
el trabajo de mensajero cayendo del cielo, conociendo a Katze, viendo con sus
propios ojos la forma en que Caracortada se había ganado la vida—Riki se había
olvidado de la humillante moneda. Aunque de vez en cuando le embargaba el
pensamiento de que quizás la conservaba como una advertencia, un recordatorio
de la clase de mocoso ignorante que había sido.
Pero
incluso entonces tenía la sensación de que cualquier intento era inútil. “¡Qué jodido
está todo!” se regañaba, dándole vueltas a la moneda entre sus dedos y
sosteniéndola a la luz. No resultaba tan inusual excepto por el deslumbrante
diseño dorado al que nunca pudo acostumbrarse del todo. ¿Se supone que es
una especie de cresta, de sello o algo así? Riki suspiró profundamente
dándose cuenta de que estaba comiéndose la moneda con los ojos como si fuera la
primera vez que la viera.
En
eso, su compañero mensajero Alec se dejó caer sobre una silla. “Hola, bonito
juguete el que llevas ahí.” Miró a Riki, sus ojos ocultos por sus omnipresentes
gafas. “¿De dónde lo sacaste?”
Alec
no preguntaba porque en serio le importaran una mierda las preocupaciones de
Riki. Esta vez había sido sencillamente porque tenía curiosidad… o eso infirió
Riki por el tono de su voz, incapaz de leer su expresión tras las gafas.
Para
ser honesto, Riki encontraba más bien repulsivo ser examinado a través de esos
lentes tintados. No podía saber qué o a donde miraba Alec. Sin mencionar que
sus propias emociones eran sencillas de captar con él parado detrás de un
espejo de cara única. Era molesto que fuera su compañero y todo.
Cuando
Katze lo había emparejado con Alec, a Riki no le había importado quién pudiera ser
su compañero. Lo único que lo sacaba de casillas era la forma en que Alec lo
miraba a través de esas gafas. Podía sentir sus ojos sobre él pero no podía
verlos. Lo ponía muy nervioso.
Si
tenía alguna especie de condición médica y tenía que llevar las gafas sin
importar qué, era otro asunto. Pero de lo contrario, cuando conocía a alguien
cara a cara, prefería mirar a esa persona a los ojos al hablarle.
“Oye,
Alec. ¿Llevas esas gafas para estar a la moda? ¿O le pasa algo malo a tus
ojos?”
Ya
que había estado cumpliendo con su parte del trabajo, Riki consideraba que
debía aclarar tan directamente como fuera posible cualquier preocupación e
inquietud que los dos pudieran tener.
“¿Por
qué me preguntarías algo así?”
“No
me gusta no saber a dónde estás mirando cuando tienes esas cosas puestas. Si
son absolutamente necesarias nada qué hacer, supongo. Pero si no, me gustaría verte
a los ojos cuando te hablo.”
Alec
demoró en responder. Dejó ver una pequeña sonrisa. “¿Sabías tú que soy
Karinés?”
“No
sabía.”
“Obvio
que no. O no habrías hecho una observación tan estúpida.”
Riki
contuvo el aliento por unos segundos, preguntándose si de alguna forma había
encendido la mecha del temperamento de Alec. A ese punto no podía retractarse
de sus palabras, así que su única opción era seguir insistiendo sin que
importara. “¿O sea que es algo malo que seas un Karinés o lo que sea?”
“No.
Mi punto es que tienes las pelotas bien puestas queriendo mirarme a los ojos.”
Alec se inclinó sobre la mesa en lo que hablaba, sus narices a unos centímetros
de tocarse. “¿En serio quieres ver?”
Una
repentina oleada de curiosidad opacó su nerviosismo. ¿Los ojos Karineses
guardan alguna especie de secreto? Los ojos de Alec permanecían ocultos
tras el grueso par de lentillas. Mierda, no vengas a decirme que voy a
convertirme en piedra o algo así— Riki pareció acordarse de una historia
mitológica antigua sobre eso.
“Deja
de hacerte el interesante conmigo y quítatelas.”
Alec
dejó de reclinarse sobre la mesa y se enderezó. Aspiró por la nariz en un
aspaviento aburrido. “Huh. Tal como a un niño. En una situación como esta se
supone que debes ponerte tieso y empezar a temblar, pero he estado equivocado
en esperar un encanto tan femenino provenir de alguien como tú.”
Pasó
un rato mientras Riki lo miraba boquiabierto, pasmado y en silencio. Cuando ya
no pudo soportarlo más, bramó: “¡Alec!”
Alec
se arrancó las gafas de un movimiento brusco. “Está bien, está bien. Siento
hacerte esperar,” dijo con una sonrisita torcida. Fijó su mirada en Riki.
El chillido
de sorpresa de Riki se quedó atrapado en su garganta. Los irises verticales de
los ojos gatunos de Alec irradiaban un color escarlata. Ojos rojos. Un par de
joyas con gotas de sangre incrustadas. La cara del Ghil de su época pasada le
pasó por la cabeza y un temor hizo presa a su corazón.
“Lo lamento,
Riki. Hice lo mejor que pude. Lo mejor que pude. Lo siento—”
Como
era propenso a hacer cada vez que recordaba esa fantasmagórica y delgada voz,
Riki abrió a tope sus ojos oscuros y
contempló a Alec. ¿Cómo podía ser? A pesar de su aversión a ser escrutado a
través de unos anteojos tintados, se daba cuenta de que era un tanto aliviador
que Alec escondiera sus ojos carmesí. Se recordó a sí mismo que no tenía tiempo
para involucrarse en sentimentalismos tan impropios en él.
Pero
en ese particular instante, lo que realmente sorprendió a Riki fue como el
despreocupado y resbaladizo Alec—quien siempre permanecía fiel a su forma
simplista y relajada de ser—se mostraba en serio conmocionado.
“¿Cuál
es el problema?”
“¿No
es eso—no es eso una moneda Aurora?”
“¿Aurora?”
repitió Riki entornando los ojos. Nunca había escuchado esa palabra.
“¿Qué?
¿Me estás diciendo que no lo sabes?” Tras sus gafas su mirada se desplazó de
Riki a la moneda una y otra vez. Estaba estupefacto. “Y ahora esto. Increíble,
coño.” Dejó salir un suspiro exagerado.
¿Por qué
arma tanto escándalo por algo como esto? Pensó
Riki. Es solo una estúpida moneda, ¿no es cierto?
“Bueno,
en realidad es la primera vez que veo una también, así que no estoy en postura
de reprocharte nada al respecto. Sin mencionar que es un mundo completamente
aparte del nuestro.”
“¿Y
entonces qué mierda es esto?” demandó Riki. La insinuación que Alec estaba
haciendo y la manera en que insistía sobre el asunto empezaban a destrozarle
los nervios.
“Una
moneda Aurora es una moneda de mascota. Dinero mascotil. En pocas palabras, es
dinero para uso exclusivo de las mascotas.”
Transcurrió
un largo segundo durante el cual Riki digirió esa información. Sus ojos se
abrieron en una réplica silenciosa. ¿Dinero de mascota? Era más que solo
inesperado. Sintió como la palabra—con la cual su cerebro nunca había dado—rebotaba
en su cráneo como una pelota de pin pon.
El
mundo se tornó blanco, como una luz estroboscópica estallando frente a sus
ojos. La actitud insolente de su cara desapareció en un parpadeo, de modo tal
que no quedó ni una partícula de sus pícaros encantos. Su expresión decía más
de lo que podrían las palabras.
Alec
lo miró asombrado. Y entonces, quizás ocurriéndosele una idea, sonrió. “Así se
llama, pero como su uso es tan restringido—quien puede usarlo y donde—no tiene
mucho valor en los distritos comerciales. Las monedas de mascota se conocen
comúnmente como fichas.”
La
explicación lo tomó como una serie de golpes en la cabeza. Ese maldito
bastardo— Riki sintió que la sangre se le iba del rostro. Dinero de
mascota. Nunca se habría imaginado que algo como eso existía en el mundo.
“¿O sea que estamos hablando de dinero falso?” A pesar de todo su autocontrol,
su voz sonó aguda.
“No,
no es eso.”
“¿Entonces
qué? ¿Una moneda sin valor? ¿Qué diablos haces con ella?” dijo, medio
enardecido, mirando a Alec, un dejo de peligro en sus ojos.
Alec
se encogió de hombros. “No se utiliza del mismo modo que el dinero,” dijo con
franqueza. “Su valor es simbólico. Representa tu estatus, es la prueba de que
eres tan cochinamente rico que te puedes permitir una mascota.”
¿Simbolizar
tu estatus? Repitió Riki para sus
adentros, disgustado. Recordar contra su voluntad el rostro del hombre, la
encarnación del poder y la riqueza, lo hizo poner una mueca inconsciente.
“Por
lo que vale, son intercambiadas entre recolectores fanáticos por el valor de
sus diseños únicamente. Dependiendo del dibujo pueden demandar un bonito
precio.”
“Sí,
por idiotas,” escupió Riki en un tono venenoso. No podía empezar a comprender
el concepto de crear una moneda especial sin ningún valor monetario real,
simplemente para proveer a las mascotas con “cambio”. O de tontos ansiosos por
hacerse con dinero real para poner sus manos sobre ellas.
Como
si Alec fuese cómplice de los pensamientos internos de Riki, siguió explicando.
“Por la forma en que el sistema está elaborado, el dinero pasa de mano en mano
y termina regresando a manos de los ricos. Como dicen, si no puedes entregarte
al vicio de la forma en que tú quieres es que no eres verdaderamente adinerado.”
Sonrió
con un solo lado de la boca. “Esa moneda Aurora que tienes ahí es para las
mascotas criadas en Eos. Rara vez aparecen en circulación. Los colectores matan
por ellas. No sé de donde la obtuviste, pero pon un anuncio sobre esa cosa en
una subasta online y tendrás un montón de compradores interesados. Podrías
ganar una dulce fortuna.”
“Eos—¿tiene
eso algo que ver con Tanagura?”
“Pues
claro. Es ahí donde viven las élites. La torre palacio. Oye, el diseño que
tiene gravado es el mismo patrón que encuentras en el estandarte de Tanagura.
Sin mencionar que esa cadena luce como de oro de veinticuatro quilates.
Atraería la atención no solamente de los recolectores acérrimos.”
Alec
hablaba con un gran sentido de autoridad sobre la clase de valor que algo como
una moneda Aurora podía tener, pero Riki no captó ni la mitad de lo que estaba
diciendo. ¡Ese hijo de perra me lo estaba restregando en la cara!
Tratar
a una persona como si fuera mierda, un simple juguete, y al final arrojarle una
ficha sabiendo que no tenía valor como dinero llamándole “cambio por el
soborno”. ¿Cuán terrible debía joder un hombre a alguien para poder sentirse
bien consigo mismo? ¡Mierda! Riki hirvió de ira.
“Me
estoy dignando a tratar a una basura de los barrios bajos de la misma forma que
a una mascota de Tanagura. ¿Y aun así no estás contento?” Aquellas palabras que
se habían aferrado a su alma, impregnadas de fría y despectiva burla,
relampaguearon ante sus sentidos.
¡Mierda!
Sintiendo
como si fuera a vomitar, Riki apretó los labios que le temblaban.
¡¡Mierda!!
Las
vulgaridades escalando su garganta quemaban su lengua. No podía empezar a
imaginar la humillación que sentiría si le pidiese a Zach que vendiera la
moneda.
¡¡¡Mierda!!!
Su
cerebro hirvió en su cabeza. Déjame dejarte en claro una cosa, pedazo de
mierda. La próxima vez que te vea, no me importa cuándo o dónde, voy a matarte.
Aunque era probable que volvieran a encontrarse por el tiempo en que se
congelaran los infiernos.
Aun
así, Riki no pudo evitar sacudir el puño y berrear de pura furia.
Alec
no tenía idea de lo que estaba pasando. Riki se había quedado silencioso en
medio de la conversación y entonces prácticamente había tenido un infarto
cerebral delante de él, al borde de estallar en una ira apoplética.
Tomó
un largo respiro. Tranquilo, chico, con calma. No te descontroles cuando
tenemos trabajo por hacer. Se guardó su consejo y dejó salir el aire
lentamente, preguntándose qué había descolocado a Riki. Era suficiente para
provocarle una migraña.
El
chico se había abierto paso fuera de los barrios bajos y miraba a todo el mundo
con la misma mirada dura y parca. Hacía casi tres meses que Katze los había
puesto juntos. Por entonces, Alec estaba seguro de su mala suerte. Dejó escapar
un bufido.
De
todas formas, desde su perspectiva, finalmente obtendría su oportunidad, aunque
no había imaginado que terminaría con ese chico en particular. No se había
tomado el asunto lo suficientemente en serio como para creer que, aunque fuera
por accidente, la responsabilidad recaería sobre él.
La
clase de fascistas que denominaban a Riki “basura de alcantarilla” usaban los
mismos epítetos para un inmigrante del sistema solar Karin como Alec. Con sus
habilidades empáticas, los Karineses eran famosos por ser una raza de
curanderos. Pero a causa de esas habilidades, otros temían que de ser tocado
por uno de ellos sus pensamientos e intenciones quedasen revelados.
Así
que era una gran parte de la población que los veía con una repulsión visceral.
Como sus iris rojos y gatunos eran un claro indicativo, aparte de su vida
privada, Alec nunca iba a ninguna parte sin ocultarlos tras un par de lentes
oscuros.
Las
razones para disfrazar su identidad incluían el simple deseo de evadir los
rumores que ocasionaban un montón de problemas innecesarios. Folclore urbano
tipo: Los ojos rojos de los Karineses son presagios de mal augurio. Y: Con
solo mirarte, un Karinés puede robarte energía vital y matarte.
No
importaba cuál fuera el secreto, en algún punto se desataría y correría como
rumor. Siempre que percibiera esas turbulentas reacciones en las miradas que recaían
sobre él—para bien o para mal—Alec no podía permitirse bajar la guardia. Aunque
mantenía una postura cautelosa y hacía de lado el mundo con cinismo, seguía teniéndole
cariño a la humanidad.
Independientemente de las
opiniones de quienes lo rodeaban, la suya era más que solo una máscara
protectora. Disfrutaba de su reputación como un chico que se iba tan rápido
como llegaba. “Lo que será, será,” era
su lema.
Aunque por lo menos esta vez su
suspiro tuvo la fuerza de un vendaval. ¿Por
qué? ¿Cuál es el problema? ¿Por qué rayos tenía que ser el compañero de ese
chico?
Sabiendo que oponerse a último
minuto no tendría caso, se pasó los dedos por su desordenado y extraño cabello
de color dorado, como la melena de un león. “Jefe,” dijo ejerciendo su derecho
a rehusarse de manera casual. “Cuidar niños no es mi fuerte”.
Como era de esperarse, en breve
Katze desestimó sus preocupaciones. “No te preocupes por eso. No es un mocoso ordinario.
Ya va siendo hora de un cambio, ¿no te parece?”
Con que el chico no era
aburrido. ¿Pero no era esa otra forma de decir que era un gran dolor de cabeza?
A Alec no le resultaba tan
aburrida la condición humana como para encontrar regocijo en meterse en los
asuntos de otros, pero sus colegas no pudieron resistirse a echarle en cara lo
que se le venía encima.
“Oye, buena suerte.”
“Menos mal, no tendré nada de
qué preocuparme está noche, lo sé.”
“Haz que trabaje duro, Alec.”
“No seas blando con él, eso
solo lo hará peor.”
Debieron haber estado hablando
sin pensar, pero lo que en realidad estaban diciendo no se limitaba solo a
Riki. Tampoco querían emparejarse con Alec.
Alec no se consideraba un
guerrero distante o un lobo solitario, pero tampoco quería cargar consigo
semejante granada. Las personalidades disparejas de Riki y suya se cancelaban
la una a la otra, pero cuando las cosas salían mal, sus peores aspectos se
multiplicaban.
Aunque Katze fuera consciente
de eso, ya había tomado una decisión, y no tenía intenciones de deshacerla a ese
punto. Aun así, Alec se reservó el derecho de quejarse. Desde entonces, había
llegado a admitir que su lectura inicial de la situación había estado
equivocada. Lejos de ser un problemático, Riki era el auténtico ojo del
huracán.
Había dos tipos de mensajeros
en el mercado negro. De acuerdo al sistema de clases de Midas eran asignados
(de acuerdo a sus linajes sanguíneos) a los Megisto, o eran empleados
independientemente por Athos.
Ridiculizados como los “perros
devotos del Mercado”, los Megisto no tenían problemas con seguir cada orden de
sus superiores. De ordenarles que se clavaran la espada en el vientre, lo
harían sin protestar. Por lo mismo sin embargo, esa falta de flexibilidad
cuando las cosas no salían según lo planeado era un inconveniente serio.
La rutina, ponerse manos a la
obra era su fuerte, pero habiéndose acostumbrado a acatar órdenes, no podían
pensar por sí mismos e improvisar de inmediato cuando se les requería.
Athos era justamente lo contrario.
Atados no por su lealtad o fidelidad, sino solo por un contrato, eran miembros
en toda regla del mercado. Los había de diferentes razas y orígenes, y la mayor
parte del tiempo doblaban sus dotaciones naturales de inteligencia y valor con
iguales cantidades de valentía. En otras palabras, todos eran lobos solitarios
de una u otra casta.
Mientras que no atacaban a
aquellos que consideraban sus iguales, exigían un profundo y terco orgullo en
su habilidad para hacer el trabajo. Inevitablemente, su jefe también ponía a
prueba los límites de esas habilidades.
Sabían que su jefe era un
mestizo de los barrios bajos que se había sacado a sí mismo del pozo, y aunque
eran lo suficientemente curiosos por derecho propio, a diferencia de los
irritables y prejuiciosos Megisto, no insultaban sin justificación.
Sabían qué tan capaz y
realizado era su jefe. No lo despreciaban de la forma en que lo hacían los
Megisto. Mayor razón para no importarle una mierda cuando a sus espaldas lo
llamaban mascota mestiza de los barrios bajos.
El perro inteligente no ladraba
en vano sino que en silencio se afilaba los colmillos. No necesitaban rebajarse
al nivel de un sabueso de pacotilla. Sus habilidades como mensajeros
“cazadores” quienes a veces también decidían por sí mismos buscando
contrataciones eran mucho más superiores también. Sus habilidades eran
evidentes a simple vista.
Consecuentemente, que Katze
invitara a Riki al rebaño como un miembro de Athos se les antojaba a todos
ellos como una especie de broma. Después de un aturdidor momento de silencio
intercambiaron miradas y entonces con las mismas sonrisas irónicas se
encogieron de hombros.
Sabían que no era por
espectáculo o por capricho, pero nadie pensó que Katze introduciría en el
ambiente libertino y temerario del Mercado lo que no era más que un mocoso
revoltoso y novato a ojos de todo el mundo.
Pero no era una negociación.
Katze había anunciado su decisión y dado el veredicto final sobre el asunto.
Incierto sobre cómo lidiar con el joven, Alec y los otros imaginaron que podían
dejarle las cosas al jefe.
La uña que sobresalía era
recortada. Era sentido común. A nadie le gustaba un don perfecto, y si ese don
perfecto resultaba ser el mestizo levantándose de los barrios bajos, no era
difícil de concebir que se ganara un celoso rencor.
No importaba cuán severas
fueran las restricciones del sistema feudal de clases, el deseo humano por sí
mismo no conocía límites. Dada la correcta motivación, podían encontrarse
resquicios donde fuera—gente que no podía encontrarlos tenían que alentarse pensando
que simplemente les había tocado una pésima baraja de cartas en la vida.
Como prueba de su identidad,
los ciudadanos de Midas tenían un biochip integrado a los lóbulos de sus orejas
justo después de nacer. Se decía que se cortarían la oreja más rápido de lo que
renunciarían a él. Un chico como Riki no tenía algo como un dispositivo PAM.
Había una gran cantidad de
curiosidad acerca de la exacta naturaleza de las circunstancias en torno al
joven, pero no era un deseo tan grande como para ahondar en los asuntos
privados de una persona. La confianza mutua y el dinero eran esenciales en el
contrato, como lo era un cierto grado de estudiada indiferencia: no ver, no
hablar y no oír lo que no se suponía que debieran ver, comentar u oír.
Los miembros de Athos, contratados
por dinero, estaban familiarizados a su manera con el arte de hacerse amigos si
la situación lo demandaba. Sin embargo este joven intruso apareciendo de la
nada, en lo que había sido hasta entonces un ambiente sin problemas, los había
disgustado muchísimo.
¿Debían continuar como era lo
usual y tratarlo con suspicacia, o solo como al subordinado más joven en unirse
a Athos desde sus inicios? Katze no les había dicho que lo mantuviesen ocupado
y lo emplearan bien. Todo lo que había dicho era; “Este es Riki. De ahora en
adelante es uno de nosotros.”
Incluso anunciando que se había
convertido en un miembro, les daba la sensación de que no estaba ahí para
adquirir experiencia como mensajero. Quizás Katze tenía otros planes para él. Al
empezar, el trabajo de un novato típicamente giraba en torno al papeleo. Katze
no le había asignado a nadie como apoyo, y eso no era común en él. Su actitud
con respecto a Riki era: Solo te diré
esto una vez.
Mirando a Riki por el rabillo
del ojo, el equipo tenía que preguntarse cómo había terminado allí. En otras
palabras, pensaban que Katze lo había puesto en la nómina como un favor para
alguien. En cuyo caso solo estaba otorgándole a Riki el tratamiento exigido.
No obstante, con un espíritu
que rayaba en la arrogancia, Riki desquebrajo sus expectativas. Para
asegurarse, no era exactamente respetuoso para con sus superiores, pero no era
un mocoso insufrible tampoco.
Independientemente de los
planes que tuviera Katze, a su manera Riki parecía estar determinado a aprender
todo lo que hubiera por conocer del Mercado tan rápido como le fuera posible.
Tomando solo lo que le daban no era suficiente. Sus ojos constantemente
buscaban el siguiente escalón que pudiera satisfacer su deseo de mejorar. La
clase de pasión pura y temeraria que el resto de ellos había perdido hacía
mucho tiempo, ese grado de jovialidad necesaria para seguir adelante con los
ojos firmemente enfocados en el camino que tenían en frente.
Tenía un ansia positiva de
aprender cualquier cosa que no supiera. Mucho
mejor es preguntar y parecer tonto un segundo que permanecer en silencio y
serlo para siempre. Interceptaba a cualquier colega que se le cruzara y lo
atiborraba de preguntas.
Echaba mano de todo lo que
tuviera a su alcance para aprender más. La fuerza de su voluntad era increíble.
Al principio sus colegas encontraron deprimente su exuberancia. Ese grado de
deseo dejaba en claro que no estaba de ningún modo esperando dócilmente el
momento hasta que algo mejor le llegara.
Con el tiempo sin embargo,
quedaron impresionados y complacidamente sorprendidos. No estaba contento con
su status quo. Creaba su propio futuro. Nadie podía culparlo con esa clase de
espíritu indomable.
Incluso con los traspiés, los
desatinos ocasionales, no se rendía. Un chico con ese espíritu tipo “sí se
puede” no iba jamás a quedarse sin cosas qué hacer. Que una persona terminara
como un gorrón que tan solo seguía la corriente era una decisión tomada, no por
los demás, sino por ella misma.
Riki de manera entusiasta había
resuelto el caso por su cuenta y se lo había hecho creer al jurado justo delante
de sus ojos.
Para entonces no solo Athos y
Megisto, sino el Mercado también sabía de dónde provenía Riki. Pero a pesar de
que ahora miraban a Riki con ojos distintos, Riki no había cambiado en
absoluto. A un grado admirable, su actitud hablaba por él: No tengo tiempo de preocuparme por lo que estos idiotas piensen de mí.
Lo que no significaba que
evitaba problemas innecesarios siempre. Podía empezar una pelea con un gesto de
su cara tan fácilmente como las palabras saliendo de su boca.
Desde la prespectiva de Alec,
acostumbrado como estaba a las maneras del mundo, el comportamiento de Riki no
era del todo producto de una obstinación infantil. Pero cuando lo consideraba
como el innegociable orgullo nacido de las telarañas colgantes del prejuicio y
la discriminación de la que Riki siempre había sido víctima, entonces esa
terquedad se le asemejaba a la que debiera esperarse proceder de un chiquillo.
Y no era nada tonto. Llámese terquedad
o algo más, una persona que poseyera ese sentido de sí mismo estaba destinada a
la adversidad. Una impresión de convicción que no se tambaleaba con nada. En
cuanto a eso, Alec presentía un misterioso parecido entre Riki y Katze, quien
aparentemente no compartía nada más con él que sus raíces en los barrios bajos.
Sin embargo, eran incontables los
idiotas que no podían callarse sobre eso. Cuando los más impertinentes miembros
de los Megisto aparecían, Alec y los otros no podían evitar quedarse impresionados
por el inesperado estilo fuerte de pelear de Riki, digno del de alguien que ya
hubiera estado involucrado en peleas varias veces antes.
La expresión de su rostro justo
antes de lanzar el primer puñetazo. La forma en que fijaba a su oponente en la
mira. Sus ojos entrecerrándose en las esquinas y llenándose de odio—¿de dónde
provenía todo ese escalofriante odio?
Su aura generalmente jovial y
hosca se desvanecía y un aspecto completamente diferente de él era puesto en
pantalla. ¿Qué clase de criatura era esa? Alec no era el único tragando con
dificultad por la sorpresa.
Rápido.
Inteligente.
Fléxible.
Golpeando y bailando y
acorralando. Una bestia embravecida, enseñando sus brutales colmillos,
hipnotizando de miedo a sus enemigos.
Burlas.
Comentarios.
Hasta los espectadores que se
detenían a mirar el espectáculo se quedaban sin aliento en algún punto, en
silencio. La única persona que no parecía sorprendida en lo más mínimo era
Katze.
Fue ahí cuando Alec empezó a
creer que Riki no había llegado al Mercado para ser cuidado cual sanguijuela
inútil. Como decía el dicho, “Quien detiene el castigo, a su hijo aborrece”. Con tal
de comprobar los límites de las habilidades de Riki, Katze había hecho su
apuesta y dejado fluir las cosas sin imponer condiciones.
Era incluso posible que Katze
hubiera sacado a Riki de su mismo ambiente y lo estuviera educando para hacerlo
su futura mano derecha.
Fue eso lo que lo puso a pensar
en la charla que habían tenido sobre Riki siendo su compañero. ¿De eso se ha tratado todo este tiempo? Debía
preguntarse. El profundo suspiro que dejó escapar estaba cargado de
significado.
La idea de que aun con todo el
aparente ascetismo y parvedad de Katze, en algún lugar de su corazón pudiera
estar en busca de un espíritu afín, se le antojó como una especie de traición.
Y pensar de esa forma lo dejó en una especie de extraño estado mental melancólico
que era al mismo tiempo muy impropio de él.
Siendo consciente de que estaba
sobrepasando su posición, tuvo que preguntar. “¿Así que me estás pidiendo que
construya para él las bases de lo que implica ser un mensajero y lo prepare
para que asuma la posición de liderazgo?”
“No. No es necesario. Mi
trabajo no es convertirlo en una especie mensajero élite.”
¿En tal caso cuál es su trabajo?
Lo que Katze quería para él era
que acumulara un amplio rango de experiencias con el futuro en mente.
Katze no tenía intenciones de
dejar que su diamante en bruto se echara a perder por culpa de terceros antes
de haberlo pulido hasta la perfección. Las expectativas de Katze en cuanto a
eso eran tan claras como el agua. Sin querer Alec se encontró sonriendo.
“¿O sea que eso significa andar
tras él, vigilando y asegurándome de que nadie lo descoloque?”
Incapaz de leer la ironía en la
expresión de Alec tras sus lentes oscuros, Katze no denotó ni una pizca de
emoción. “No necesitas llegar a ese extremo,” le dijo sin interés y con
claridad. “Mira, de una forma u otra es un auténtico Varja.”
“¿Varja?” Repitió Alec. Era una
palabra con la que no estaba familiarizado.
Katze encendió otro cigarrillo.
El único mal hábito de este hombre exigente. Y nadie más que un Karinés como
Alec habría detectado la diminuta cantidad de opio que contenía el humo. No era
un adicto. No lo fumaba delante de los demás para presumir la alta clase de su
alijo. Pero Alec entendía por qué Katze sentía que tenía que fumarlo: ser el
jefe día tras día era un trabajo agotador.
A pesar de que ambos eran
considerados los perros de garaje del Mercado, la mutua hostilidad entre los
Megisto y los Athos los había convertido en algo parecido a unos enemigos
naturales. Y ser afrontados por la espada de doble filo que era Riki—era razón suficiente
para aquella pequeña indulgencia.
“Originalmente, Riki era la
bestia azabache de la leyenda de la Veela, un ser mágico de exquisita belleza
que cazaba las almas de los humanos. Supuestamente era incontable la cantidad
de gente que perdía la compostura y terminaba hechizada por las lustrosas
perlas negras de sus ojos.”
Alec creía haber captado la
esencia de lo que Katze intentaba decirle. “En otras palabras, en cuanto a la
persona en cuestión concierne, aun si no te provoca esa sensación en lo más
mínimo, son incontables los hombres que, por enfocarse en los detalles, se lo
pierden todo. ¿A eso te refieres?”
En breve sentía que estaba
siendo brutalmente honesto, pero en verdad esos orbes negros estaban infundidos
con un curioso y encantador poder. Ojos brillantes que traían a tu mente, no
tanto el frío silencio del borde del abismo, sino el latente magma negro que
engendraba el deseo personal de poseer, incluso si el brillo de esos ojos
reflejaba una sed de sangre y venganza.
Para ser honesto, Alec también estaba
hipnotizado por ese turbulento mundo. No significaba necesariamente que iba a
empezar a ver a Riki desde una perspectiva completamente nueva, pero sí sintió
la necesidad de darle prioridad al dominio de sí mismo y en cambio poner a raya
sus impulsos.
“Es porque los barrios bajos
son un mundo extraño deformado por la sobrepoblación de varones. Cualquiera que
no encaje debe decidir si se hace a un lado o consigue que lo cacen,” Dijo
Katze.
“Y si no es ninguna de las
anteriores, entonces, ¿es una pelea hasta el final?”
“Ve a buscar una pelea y espera
que te paguen de vuelta con intereses. Directo a la carne y al hueso. Esa es la
ley de los barrios bajos.”
Alec dejó escapar un profundo
suspiro, pensando en cómo la inherente rudeza de Riki, una aparente contradicción
con su físico, había sido cultivada hasta ese punto. En un mundo donde la ley
común era la ley de la selva, o endurecías el corazón y la mente o no
sobrevivías.
Y sabía con mirar a Katze que
el hombre no era solo palabrería. En un mundo donde la lógica del poder
permanecía incuestionable, la belleza no hacía más que convertir a una persona
en una presa.
Pelear, lisonjear o ser
pisoteado era la cuestión.
No conocía los detalles
precisos del ascenso de Katze como un hacker. Se rumoraba que la cicatriz en su
mejilla era un vestigio de ese pasado. Llevándola a la vista como una medalla
de honor y adoptando el apodo de “Caracortada” imponía —más que su deseo de no ser
considerado un novato—una postura amenazante ante quienes le rodeaban.
Porque el mismo Katze no decía
nada, cualquiera que pudiera ser la verdad nunca se solidificaba de los
espejismos del rumor.
Estrictamente en términos de
belleza, había muchas caras más bonitas que la de Riki, quien todavía acarreaba
esa aura de inmadurez e infantilismo. Pero desde la perspectiva de Alec, que
Katze comparara a Riki con el legendario Varja no era en absoluto una
exageración.
Aun sabiendo cuán repugnante le
resultaba a Riki, el atractivo de su desordenado cabello negro hacía que Alec
quisiera tocarlo y comprobarlo por su propia cuenta. Los rayos que irradiaban
sus ojos negros reflejaban una preciosura más valiosa que una joya.
La inteligente fluidez de sus
extremidades era excepcional, y la severidad de su temperamento contrastada con
su delgada cintura tenía el efecto involuntario de deslumbrar las miradas de
sus camaradas más depravados.
Pero lo que la gente encontraba
más fascinante era la sensación única del todo, no la calidad—buena o mala—de
las partes individuales.
“Aunque se cambie la ubicación,
esas feromonas igual continuarían derramándose por todo el lugar. Siendo una
persona que no tiene idea de lo que provoca, la convierte en la epitome de los
participantes reacios,” dijo Katze, su voz había sonado amarga al pronunciar la
palabra “feromonas”.
Que no diera la impresión de
ser tan solo un sujeto encantador era tranquilizante. Riki atraía a los chicos,
independientemente de su orientación. De ser mujer, toda esa especie de
glamuroso encanto lo categorizaría como una femme fatale.
Pero para Riki, un gato
callejero que no temía descubrir las garrar a cualquiera, las comparaciones
como esas eran inapropiadas. No había nada especial en un mestizo de los
barrios bajos. En su caso, proyectar esa fuerte sensación de “estar allí” atraía
a la gente, y para bien o para mal hacía que sus corazones ardieran de emoción.
Para Alec también fue un poco terrorífico
encontrarse tan irremediablemente afectado por los deseos que de otro modo jamás
habría experimentado. Nunca hasta que Riki apareciera en su vida había sentido
algo como eso.
A partir de cierto punto, los
Athos mantuvieron su distancia de Riki por igual, probablemente porque
presentían lo mismo y se andaban con cuidado cuando lo tenían cerca.
Todo el mundo se consideraba a
sí mismo lo mejor. Si no tenían los cojones y el coraje para perseguir su objetivo
y poner su auto control a prueba, permanecían siempre en la periferia.
Alec no era el único dándose cuenta
de eso.
“¿Qué poner un collar alrededor
del cuello de un animal salvaje y domar la bestia indomable no es el sueño
eterno tuyo y de cualquier otro hombre en el universo?” Dijo Katze, dejando
casualmente expuesta la retorcida mentalidad en juego.
Fue de esperarse que Alec
reaccionara abriendo los ojos por un instante. Quizás trabajar como el
compañero de Riki sirviera como una especie de inhibidor. Aunque no era el tipo
de cosa a la cual deseara buscarle significados más profundos.
“Bueno, querer el control
siempre ha sido más que solo ambición, es una cualidad esencial en el hombre.
Pero hasta donde tengo entendido, no importa cuán tentadora sea la criatura,
divisar un predador a la distancia y saber que muerde debería hacerte pensar
dos veces el extender la mano, ¿no lo crees?”
Era probable que Katze no
estuviera esperando una respuesta tan inofensiva, pero así se sentía Alec al
respecto, especialmente si Katze anticipaba convertir a Riki en su mano derecha
en el futuro. De hecho, de haber estado Katze dispuesto a aceptar un no por
respuesta, Alec habría pasado de todo ese asunto de los compañeros.
Si sus anteriores compañeros pudieran
verlo ahora, sin dudas lamentarían que se hubiese convertido en un perdedor acobardado
por el desafío. Pero a Alec no le disgustaba su actual asociación con Athos.
Siempre que tuviera su respeto propio, creía, no importaba lo que los demás
pensaran de él.
Con mayor razón que Alec no
hubiese captado lo que Katze tramaba.
Fue ahí cuando, después de que
todo estuvo dicho y hecho, Katze mencionó esto último: “Nadie aquí sabe
exactamente cómo encaja Riki en la ecuación, pero no busco que experimente
grandes cambios.”
“¿Y con eso te refieres a—?”
“Con eso me refiero a que es el
tipo de persona que supera los obstáculos que se encuentra en el camino y los
lleva al siguiente nivel. Si la uña sobresaliendo consigue recibir todos los
golpes por ello, que así sea. Pero no tienes por qué tomarte el tiempo.”
Las palabras de Katze pusieron
patas arriba la idea que Alec se había formado en su cabeza hasta ahora.
Inconscientemente enderezó su postura. “¿Así que no estás entrenando a Riki con un plan futuro en mente?”
Katze respondió torciendo una
mejilla en una especie de mueca. “Puede ser que el chico sea demasiado
inteligente para su propio bien. De ser así, entonces me habría gustado verlo atravesar
momentos difíciles también. Pero en el caso de Riki, de ser eso suficiente para
cambiar de modo drástico quién es, entonces francamente las repercusiones
podrían ser aterradoras.”
“¿Con qué clase de acertijo del demonio me está cribando?” Pensó Alec.
“Así que de aquí en adelante,
te pido que seas tú quien tome las riendas.”
Incluso después de recoger a
Riki de las profundidades de los barrios bajos y ponerlo en libertad dentro del
Mercado, Katze no quería que revolucionara el mundo de inmediato. Básicamente le
estaba pidiendo a Alec que fuese un contrapeso para impedir que Riki se saliera
de control. Alec no supo qué decir.
De modo que ahora se dirigía
hacia la nave de carga con Riki a unos cuantos pasos delante de él. Contempló
su espalda a través de sus lentes oscuros. Aún si quisiera quitárselos estando
en su presencia, desde ese día no habría forma de poder hacerlo. Aunque fuera
un empático, un curandero, simplemente no poseía unos poderes tan grandiosos.
Podía decirse, en el caso de
Alec, sus habilidades como Karinés resultaban ser algo más allá de lo
ordinario, unortodoxas incluso. Sus habilidades empáticas no se enfocaban en
los seres humanos sino que eran ejercidas más plenamente hacia las máquinas. Y
no solo las máquinas sino las inteligencias artificiales caracterizadas por
computadoras.
Era la razón de que Alec fuese
un mensajero que piloteaba naves de carga como por capricho, y también el
hacker por excelencia del Mercado.
Por eso fue que se quedó muy
desconcertado el día cuando Riki—quien no parecía saber nada sobre las
habilidades especiales de los Karineses—le pidió que se quitara las gafas, y no
consideró mostrarse reacio a la petición. Para Alec los anteojos no se
remontaban a nada más que una forma de evadir penas innecesarias.
No pensaba que estuviera
tratando de cementar ninguna clase de amistad con Riki a propósito. Más bien,
quería crear una relación de confianza con su compañero. Solo que Riki se
refirió al tema con una actitud tan seria que no pudo reprimir un poco de
traviesa contrariedad.
Y así un empata que no debía
tener ninguna afinidad especial por las emociones humanas terminó “leyendo” las
de Riki. Al punto en que se encontró a sí mismo sumergido en los recuerdos de
Riki.
Un par de ojos escarlata—
Un chico demacrado—
Una cama de hospital—
Y las palabras que no debió ser
capaz de escuchar, los rasposos gemidos, trinaron en su cerebro. La
incandescente sensación de tener sensaciones orgánicas de repente arremetió
contra su mundo inorgánico. El dolor de los ojos negros y bien abiertos de Riki
fijos en su persona.
Alec echó la cabeza hacia un lado,
esquivando su mirada, para romper la cárcel de la mirada de Riki. Volvió a
ponerse los lentes con las manos temblorosas, el mundo de nuevo tornándose de
ese eterno matiz. El incesante pálpito de su corazón sacudió su cuerpo entero. Humedeció
sus resecos labios una y otra vez, sintiendo el profundo alivio de regresar al
mundo “normal” al que estaba tan acostumbrado.
Un error inesperado. Una
indiscreción no anticipada. Y sentimientos de miedo que nunca había
experimentado antes. Haciendo acopio de su ingenio, envió una mirada en
dirección a Riki, evaluándolo y estudiándolo.
Riki miraba distraídamente
hacia el cielo. Sin limpiarse los ojos vidriosos, había una expresión embrujada
en su rostro que Alec jamás había visto. Torturado por extraños sentimientos de
disgusto y, sin moverse de su sitio, no dijo otra palabra.
Luego de eso, solo fue
consciente de estar de pie delante de Riki y estarlo mirando a través de sus
gafas.
Yendo en
la dirección que Katze había pretendido desde el comienzo, aunque
inesperadamente, Alec terminó cumpliendo su trabajo como el “contrapeso”, el
patrón por excelencia que el volante de Riki seguía. Sus quedos gruñidos fueron
abrumados con escarnio y por el odio que sentía hacia sí mismo.