Aunque habían pasado dos
semanas desde aquella noche de desgracia, la carcomedora sensación de
humillación continuaba latente en las entrañas de Riki. Sin lugar para
expresarse, la incurable furia causaba estragos en su interior.Toda la
vergüenza permanecía con él.
Era de
esperarse que a partir de ese día Riki no hubiera pisado las calles de Midas de
nuevo. Estaba lejos de lograr mantener cualquier conversación sobre
“incursionar”, pues apenas si podía arrastrar la primera sílaba fuera de su
boca. En cambio, se mordía la lengua hoscamente. Día a día la línea entre sus
dos cejas juntas solo se hacía más y más profunda.
Si tan solo
pudiera haber reprimido los abominables eventos, pudiera haber vivido como un
hombre feliz. Pero cada vez que cerraba los ojos, ahí en su cabeza estaba la
fría y hermosa imagen del hombre, como tallada en sus sentidos.
“¿Cuándo pierdes tu objetivo… acostumbras recoger a alguien y hacer dinero
de esta forma?”
Su
singularmente gélida voz que comunicaba una arrogancia imbuida de intimidación,
se le quedó grabada a Riki como un incesante chirrido en sus oídos.
¡Mierda!
Y sin
embargo perduraba la dolorosa miseria de no ser capaz de hacer nada aparte de
quejarse. En realidad no estaba molesto porque Iason lo hubiera humillado,
aunque ridiculizar la vida sexual de un hombre fuera una descarada violación a
las costumbres del sentido común en los barrios bajos.
Aun
encontrándose en un motel a las afueras de la ciudad, Iason no había perdido ni
un solo tramo de su dignidad y majestuosidad. Al contrario, para un Blondie de
Tanagura que lo tenía todo y más de sobra, Riki no sería nunca nada más allá de
una prostituta cuya práctica era coquetear con hombres y venderse a cambio de
unas pocas monedas.
Comprenderlo
era mortificante.
No cabían
dudas al respecto. Había sido él quien forzara a Iason por las malas en primer
lugar y lo persuadiera hasta obtener lo que deseaba. Su terquedad y orgullo
eran a ojos del Blondie el mero reflejo de su carácter egoísta y malcriado.
La sola idea
hizo que le ardiera la garganta.
“No te confundas, mestizo. Tú eres el precio que tan torpemente me forzaste a aceptar a
cambio de mi silencio. Haz cuanto pido, entonces, gime para mí y quedaremos a
mano. Nada más.”
El frío y calculador comentario, que no podía tomarse como nada distinto
del lenguaje abusivo que era. El veneno purulento apuñalando su materia gris a
veces se desbordaba y afectaba su orgullo.
Apretaba los dientes. Sus sienes palpitaban. No había experimentado tales
sentimientos de disgusto desde que había dejado Guardián. Y sin embargo, sabía
de corazón que no existía remedio eficaz contra la fiebre latiendo dentro de su
cuerpo.
Entre los límites restringidos del mundo de un niño, siempre podría taparse
los oídos y cerrar los ojos a aquello que le resultara doloroso. En Guardián,
aquel había constituido el único “derecho” permitido a un niño inmaduro.
Pero ahora las cosas eran diferentes.
Independientemente de la madurez o inmadurez de un hombre, todo el
lloriquear y quejarse del universo no cambiaría nada. En los barrios bajos,
donde predominaba la ley de la selva, las palabras y las acciones de un hombre siempre
se volvían en su contra.
Riki también conocía esa realidad—la
realidad de que no podía simplemente hacer que lo que había sucedido se
esfumara. Le pesaba en grande.
Estaba en una posición horrible. El día no tenía
suficientes horas para transferir todos los recuerdos a alguna especie de laguna
mental fuera de su rutina diaria. Pero no tenía otro camino más que el de
persuadirse a sí mismo. Y eso lo hacía insoportablemente miserable.
¿Cuánto tiempo tomaría enmendar sus astilladas
emociones? No podía empezar a imaginarlo.
Por supuesto, lo que le había ocurrido era más
un maldito milagro que un insólito accidente. Toparse con ese extraño hombre de
nuevo, sin mencionar el hecho de encontrarse a tiro de piedra con otro Blondie
de Tanagura, era la última cosa que esperaría ocurriera en algún momento
cercano. Pero a pesar de eso, no podía depurar los recuerdos de su mente y
regresar a su vieja y despreocupada existencia.
Ser llamado “basura mestiza” tan fácilmente, la
humillación de ser ridiculizado y ser acariciado por esos ojos fríos carentes
de emoción. Le habían dado una paliza a su orgullo, y este no se recuperaría
así como así.
Los vergonzosos recuerdos de ser abusado de esa
manera tan cruel se hicieron todavía más intensos en su mente. Incluso durante
los bien acostumbrados episodios de sexo con Guy, no podía dejar en blanco las
mordaces memorias envueltas tercamente en torno a su corazón.
“Venirse así de rápido no es nada de lo que debas estar
orgulloso.”
Cállate.
“Todo tu supuesto poder es solo petulancia vacía.”
¡Ya basta!
“¿Y aquí encontramos la raíz de tu placer?”
¡Vete a la mierda!
“Aunque aquí—”
La fiebre acosadora de la voz burlona circundando su cabeza, adhiriéndose a
él con tenacidad, lo envolvía.
Mierda.
Mierda.
¡Mierda!
Miserable. Incómodo. Lo único que podía hacer era rechinar los dientes y
darle batalla a la oscuridad. Era su propio peor enemigo.
¡Esto no es lo que soy!
Mordió su trémulo labio. No se trataba de ninguna pesadilla, era más como
haberse drogado con LSD y haber tenido un mal viaje. No había forma en que Guy
pudiera ignorar el alto grado de agitación de Riki. “¿Qué te pasa, Riki?” le
susurraba en el oído.
Riki se quedaba ahí lánguido relajando los brazos y las piernas, recuperando
el aliento. Por supuesto Guy se daba cuenta de que Riki no parecía estar “ahí”
en cuerpo y alma del mismo modo que antes, y empezaba a molestarse con él.
“¿Ocurrió algo?” usó el mismo tono de voz gentil que siempre usaba. Peinando
hacia atrás un mechón de cabello juguetón que había caído sobre la frente del
otro. La mano cálida de Guy no se sintió menos reconfortante que antes.
Riki estaba en el lugar al que pertenecía. Guy más que nadie lo hacía
sentir cuán verídico era eso. Y sin embargo—
¿Por qué?
¿Cómo?
¿Cómo habían terminado cautivos sus pensamientos por ese monstruo? “No es
nada,” murmuró, las palabras eran como amarga salmuera rezumando de las
comisuras de su boca.
“¿Seguro?” insistió Guy.
“Seguro,” Respondió Riki con indiferencia, pero hasta él sabía cuál era el
motivo real de la cuestión—lo que Guy quería escuchar y lo que probablemente
estaba pensando. Los sentimientos que no quería expresar. En su compasión mutua,
en la certeza del calor corporal que compartían, se suponía que no habría
mentiras.
Guy paseó su lengua desde la nuca de Riki hasta el lóbulo de su oreja,
entrelazando sus piernas con las de él, con fuerza. “Entonces hagámoslo.” El
calor creciendo en su joven cuerpo era rotundo. “¿Todavía puedes…? No estoy
cerca de haber tenido suficiente.”
Poner en palabras sus deseos incontrolables encendió la chispa. Con Riki
como su compañero, no importaba cuantas veces lo hicieran, nunca bastaba. Guy
no podía evitar ser consciente de sus sedientas pasiones animales.
Esas pasiones no habían cambiado en lo más mínimo desde que estaban en
Guardián, y solo habían fortalecido su deseo de querer monopolizar las partes
de Riki que la buena suerte había convertido en suyas.
Riki podría pensar que estaba usando a Guy para sus propios propósitos
egoístas, pero Guy tenía otra perspectiva. No era lo suficientemente atractivo para
justificar el acarrear su afligido trasero por pura impulsividad. Tampoco era
tan paciente como la gente a su alrededor parecía creer.
Era por Riki. Riki era su pareja, y Guy sabía bien cuán tolerante y
comedido podía llegar a ser.
Podía acordarse todavía del pequeño cuerpo en la oscuridad, en medio de la
cama, abrazándose las rodillas y temblando. Cuando Riki cerró los ojos—ojos que veían enemigos en todos los que se
reflejaran en sus intensas pupilas—se convirtió en una persona completamente
diferente. Tan joven.
Entonces una noche, el Riki que había levantado
la mano y agarrado la suya, había desaparecido. Y aunque la época en que Riki
había necesitado de su protección se había acabado hacía mucho, Guy no podría
olvidarse jamás de que había jurado protegerlo.
Nunca lo olvidaría.
Era de gran alivio para Guy saber con certeza
que era el único conocedor del talante real e indefenso de Riki, sepultado bajo
tantas capas de fiero orgullo antibalas. Y por otro lado, estaba plenamente
consciente de la profundidad del hambre que sentía por él.
Más.
Nunca era suficiente.
¡Quiéreme más! ¡Deséame más!
Guy no era ciego hasta el punto de quedar
atrapado en esa abrumadora sensación de apego. En Guardián, a pesar de lo
desagradable de la tarea, tuvo que llegar a un acuerdo con la profundidad de
esa amplia diferencia en el deseo.
Sin decir una palabra, Riki enroscó el brazo en
torno al cuello de Guy y lo besó, haciendo como que se le estaba insinuando.
Cambiaban el ángulo de sus bocas como dos amantes poniéndose de puntillas,
entregándose a los besos profundos, intercambiando la posición de sus cuerpos,
entrelazando sus lenguas. Como para calmar los recelos y ansiedades de Guy por
completo.
O más bien, como para sacar por completo de sí
mismo los últimos vestigios de la presencia de Guy envolviendo el centro de su
ser.
Y sin embargo pasaron otras dos semanas. Riki
seguía sin poder deshacerse de la fiebre consumiendo sus entrañas. Se la pasaba
desperdiciando el tiempo, irritado, y llenaba los espacios vacíos internos con
comida chatarra.
“¡Hoola, Riki! ¿Estás solo? Algo que no se ve
muy a menudo.” Le gritó Zach Rayburn. Zach traficaba con las tarjetas de
crédito que Riki y sus amigos robaban en Midas. “No te he visto mucho por aquí
últimamente. ¿Qué me cuentas?”
Esa era la forma habitual en que Zach saludaba,
y no pretendía nada malo con ello. Riki frunció el ceño.
Cuando lo hizo, los pocos transeúntes cercanos
tragaron con dificultad y apartaron la vista. Zach no les prestó atención. Al
contrario, acercó un taburete y se sentó, toda su altura musculosa quedó plegada
y amontonada. “Oye, Riki. ¿Alguna vez consideraste ser un mensajero?” preguntó,
yendo al grano de inmediato.
“¿Un mensajero?” Riki entrecerró los ojos y lo escrutó
por un largo rato. Había estado atarugándose la boca con una “aleta” —un
delgado producto cárnico derivado del pan que tenía el grosor de un crepe y
estaba recubierto por manteca. Hizo una pausa lo suficientemente larga como
para dar una respuesta, aunque sin denotar señales de haberse ofendido. “Eres
un perista. ¿En qué momento te convertiste en una agencia de empleo?”
Los gorilas acechando a espaldas de Zach (quien
los había contratado para lanzar miradas amenazadoras a todo el mundo)
reaccionaron a la esperada insolencia en el tono de voz de Riki, mirándolo con
los ojos entreabiertos. Pero ni a él ni a Zach pareció preocuparles.
La piel morena del último y su blanco cabello
corto destacando sus orejas puntiagudas, dejaba en claro que no era residente
de los barrios bajos.
Entre los turistas que visitaban Midas existían
quienes, por las razones que fueran, se quedaban atrás desafiando las leyes de
inmigración. Aquellos ‘refugiados’ cuyas visas habían expirado y no podían
regresar a casa de nuevo si lo deseaban, eran difamados como “sinkers”. Pero
para Zach dicha gente no estaba condenada a la violencia, a la desesperación o a
la miseria.
Nadie sabía por qué ese extraño de orígenes no
identificados se había mantenido en los barrios bajos durante tanto tiempo.
Pero aun lidiando con los mestizos—los
“parásitos” que se ganaban la vida “escarbando entre los desperdicios de Midas
en busca de las sobras” —Zach no los hacía inclinarse o reverenciar. Como un
hombre de negocios de cabo a rabo, trataba a todo el mundo de la misma forma.
Su naturaleza inusual era su tarjeta de presentación. De una u otra manera,
todos en los barrios bajos lo conocían.
“No es lo que parece.” Se bebió de un solo trago
el resto de la cerveza de aspecto venenoso. “El caso es que un conocido mío me
pidió que preguntara.” Zach bajó la voz a un nivel exagerado. “Parece ser que
el chico que empleaba metió la pata y no va a hacer uso de sus servicios por
una temporada. Así que está buscando un sustituto.”
“Huh. ¿De qué clase de factor de riesgo estamos
hablando?”
“Ignoro las particularidades del trabajo. Pero
viéndolo desde la perspectiva de que no está requiriendo un simple mensajero,
me imagino que va a ser tan riesgoso como es de esperarse que un trabajo como
ese lo sea. Por lo que vale la pena, es que la paga debe ser excelente.”
“Que no interese si es un mestizo de los barrios
bajos quien tome el trabajo se me hace un poco sospechoso.”
Ceres no figuraba en ninguna parte en ninguno de
los mapas oficiales de Midas. Pero como un secreto abierto, a pesar de eso hasta
los visitantes de Midas sin conocimiento previo de los barrios bajos podían
percibir la existencia de una “zona roja” repleta de la clase baja, a la que
jamás debían ir.
Esa era la realidad que los residentes de Ceres
representaban para el mundo de afuera. Midas tampoco reconocía la existencia de
ningún derecho civil dentro de Ceres. La efímera denominada “luna de miel” con
la Mancomunidad tras la independencia de Ceres ahora estaba muerta.
Tanagura era la famosa “ciudad metálica” del
sistema solar, apostada ahí entre las sombras proyectadas por las luces de
Midas. A las ONGs de derechos humanos de la Mancomunidad y a los grupos de
presión les intimidaba su presencia, y estaban muy dispuestos a dejar pasar los
problemas de Ceres.
No importaban sus déficits en recursos humanos,
nadie estaba dispuesto a ofrecer ayuda a los desagradables mestizos que
habitaban los problemáticos barrios bajos. Los barrios bajos estaban atrapados
para siempre en esa caja asfixiante, luchando por respirar.
Pero Zach se mofaba de lo que el mundo
consideraba “sentido común”. “Mira, según la forma en que yo veo las cosas,
demuestras ser útil y nadie va a examinar tu currículum.” Y por otra parte,
“Eso no significa que esté dispuesto a contratar ningún vejete. La toma de la
decisión ha recaído sobre mí así que mi propia reputación está en juego.”
El mensaje implícito en su aire despreocupado era:
Es por eso que te escogí a ti. Era un mensaje que halagaba el orgullo de
Riki. Probablemente la fuerza de la personalidad de Zach fue la única razón por
la que no desconfió de inmediato.
“¿Qué dices, Riki? Un simple cara a cara no
puede hacer daño, ¿o sí? Si no te gusta lo que estás escuchando, siéntete libre
de declinar la oferta en el acto.”
Quizás si Zach no hubiera tratado siempre a Riki
con el respeto de un igual, habría sido más franco y obstinado en sus negocios.
Solo por eso, Zach se había ganado en definitiva la reputación de ser humano
decente entre los compañeros mestizos de Riki. Zach nunca había tratado de
concretar una venta difícil con una baraja mierdosa.
Un mensajero. A Riki le gustaba el sonido de
esas palabras. No hacía falta decir que de haberse encontrado Guy ahí con él,
buscando las inconsistencias, probablemente habría disuadido a Riki desde el
principio. Sin embargo, una inusual sensación de curiosidad—más que la invisible
pero siempre presente asfixia atestando los barrios bajos—lo sedujo y lo convenció
al final.
“De acuerdo. ¿Cuándo y dónde arreglamos esto?”
Faltaban diez minutos para las tres de la tarde,
hora estándar de Midas. Flare (Área 2). Aunque todavía faltaba bastante para el
anochecer, la marea humana que fluía a través del distrito alojando las
boutiques y restaurantes de clase alta apenas si había disminuido.
“Autos capsula” automáticos empleados por la
industria turística desfilaban de ida y de vuelta por la calzada. Las aceras
nuevas destacaban bajo el cielo azul, destellando con colores relucientes por
todas partes.
Desde ese día, Riki se había tomado un descanso
de incursionar por las noches. Pero para él, quien rara vez se aventuraba
dentro de la ciudad fuera del Distrito del Placer, el paisaje desde la
circunferencia exterior de los anillos dobles de Midas no era la vista infinitamente
intrigante que había imaginado. Más bien, era toda esa obscenidad explícita
expuesta a la brillante luz del día de lo que no podía apartar los ojos.
Este es un gran mundo de fantasía después de todo.
Si Ceres era un vertedero sofocante y agobiante,
entonces en la noche, el pomposo Distrito del Placer de Midas era un pantano sin
final de decepción y deseo que daba vueltas. Al preguntarse quién de los dos,
si los mestizos (quienes disfrutaban de más libertad corrupta de la que sabían administrar)
o los ciudadanos de Midas (quienes vivían tras las imperceptibles paredes de
cristal de sus jaulas invisibles), disfrutaba de mayor libertad, tardaban mucho
en dar con la respuesta correcta.
El futuro no está escrito.
Hacía tiempo que tales eslóganes del movimiento
independiente de Ceres, ahora historia pasada, habían pasado de la memoria
colectiva. Pero Riki en serio creía que debía aprovechar la oportunidad que
había caído tan inesperadamente en sus manos. No importaba qué tanto pesara la
realidad sobre los hombros de un hombre, si se le presentaba la más mínima
ocasión de salir adelante, podría cambiar su destino.
Esa era la verdad que Riki conocía. Lo misma de
cuando había estado asfixiándose entre las barreras de vidrio de Guardián—una
cárcel disfrazada de patio de recreo—y se había encontrado al indispensable
Guy, la piedra angular de su supervivencia.
El futuro de nadie está escrito.
Incluso si todo aquello era una especie de
señuelo, podía usarlo de alguna forma, de alguna pequeña forma, para cambiar su
vida. Con una pizca de coraje y un poquito de suerte, Riki sabía que podía
lograrlo.
Si no cambiaba él, el mundo a su alrededor
tampoco lo haría. Nada pasaría. Su futuro estaba en sus propias manos, y tenía
la sensación de que en ese momento eso era algo más que una mera ensoñación.
En las proximidades de las relucientes calles
modernas, Riki se recargó contra las paredes del cañón urbano y estudió la
tarjeta en su mano de nuevo.
WED 15:30 MOGA-E- [ B+R] 805 (#07291)
Esos eran los únicos caracteres impresos en la
tarjeta que Zach le había dado. Una vez que había completado su parte de la
transacción, Zach le dedicó una sonrisa significativa y se marchó. “Muy bien,
buena suerte.”
Más tarde Riki le echó un vistazo más minucioso
a la tarjeta y refunfuñó para sus adentros. No había problema con la hora. Lo
relativo a MOGA era probablemente una sala o el nombre de una calle. O quizás
el de un edificio.
¿Pero ubicado dónde? No tenía ni la más mínima idea. En consecuencia, Riki terminó gastándose medio día en batallar con los mapas
de Midas en un computador anticuado, buscando en cada área. ¿Y por qué
demonios soy yo el que tiene que hacer esto? Desperdiciando tiempo y
esfuerzo en tan exasperante tarea era estúpido y lo hacía enfadar.
Consideró de veras romper la tarjeta en pedazos
y tirarla a la basura en ese mismo instante. Pero medio por pura terquedad se
imaginó la cara de Zach en su mente y mientras le dirigía a la visión
imaginaria una retahíla de maldiciones tórridas, continuó machacando el
teclado.
No conocía los detalles de quien era el cliente
de Zach, pero sentía que, escrita en tinta invisible entre los negros
caracteres impresos en esa blanca cartulina ordinaria, estaba la condición: No
nos importa quien seas o de donde provengas, pero no nos sirven los inútiles.
Quizás era una peculiaridad psicológica
arraigada al alma de cada mestizo. O quizás una visión surgiendo a causa de su
naturaleza conducida en exceso por el ego. De ninguna manera (¡A la mierda
todo!), la verdad indiscutible era que iba a por ello con más ganas de las
usuales.
Tras de ser un viejo pedazo de chatarra, Riki rara
vez veía una computadora en el curso de su vida diaria, así que el proceso
entero tomó más tiempo del habría sido necesario. Pero a pesar de eso, la
fascinación de resolver ese atractivo enigma lo mantenía interesado.
Vamos, escúpelo. Voy a descifrar esta cosa definitivamente.
Después de haber sido despojado de sus derechos
como ciudadanos de Midas, era de esperarse que los residentes del pozo pobre
que era Ceres hubieran sido tachados de salvajes de la clase más inferior, por
debajo la dignidad humana y la inteligencia.
Guardián, acusado de proveer y proporcionar una
educación igualitaria a sus pupilos, les embutía los conocimientos básicos
sobre el uso de computadoras en consecuencia. Excepto que después de ser expulsados
por la fuerza de ese “paraíso” hacia sus aposentos en los barrios bajos, se
encontraban a sí mismos en un ambiente bastante incapaz de aprovechar esas
habilidades y energías.
No era de sorprenderse que, exceptuando al
pequeño grupo de fanáticos dedicados, a la vasta mayoría tal educación le
resultara completamente inútil. Por cierto, ligados al sistema de clases Zein,
las cifras de la asistencia escolar en Midas también revelaban un disparejo
notable.
Tan indoctrinados estaban con ser conscientes de
su propia clase, que vivían felices
con cualquier grado de conocimiento que estuviera al mismo nivel de su propia
suerte en la vida. Así, podían encontrarse entre sus filas una considerable
cantidad de analfabetas.
Sin embargo, creían firmemente que estar en
posesión de sus tarjetas de residencia de Midas elevaba su valor como seres
humanos por encima del de los mestizos de los barrios bajos. E incluso aunque el
destino les otorgase una vida insatisfactoria, la existencia de seres
inferiores a ellos en la cadena alimenticia deleitaba sus subconscientes con
una especie de placer retorcido.
Tal era la fea realidad del control poblacional
de Midas.
Al final, Riki experimentó personalmente la
obvia verdad de que la mente y el cuerpo que no se ejercitaba, se iba a la
ruina.
Y ahora estaba en el pabellón Moga. No tenía
prueba que le indicara que ese era en efecto el lugar, para estar seguro. “Pabellón
Moga, Oriente 15-9-32, Barón Rojo” no figuraba en los mapas turísticos oficiales
de Midas, pero la única cosa que podía ver era lo que parecía ser a simple
vista un “hotel de negocios” pequeño, bonito y limpio.
El establecimiento, un “club de acompañantes”,
aparentemente vendía “sueños hermosos” (no tenía idea de qué clase de “sueños”)
a los jóvenes y los viejos, hombres y mujeres por igual. Tan sospechoso como se
le antojara el lugar, a ese punto, Riki había dejado de sorprenderse. Había
destapado suficientes fichas y pasado por suficiente dolor para encontrar la
localización de “B+R”.
Que su búsqueda fuera a ser recompensada o no
era otro asunto. Había un montón de esos lugares pocos conocidos que no se
encontraban en ninguno de los mapas oficiales. Sin mencionar que en cuanto a lo
que respectaba a esa clase de zona de juegos para miembros únicamente,
frecuentados por la clientela acérrima, apenas podía esperar cantar victoria en
la puerta de entrada. Al final, Riki no tenía nada.
Considerando la hora del día, podría haber predicho
que el lugar no estaría muy ocupado. Por otro lado, podría haber otro camino
aparte del vestíbulo principal. Aunque nadie había cruzado el umbral en un rato—
Ingresó sin la interrupción de un cacheo e
inconscientemente exhaló un suspiro de alivio. Animado, se dirigió directamente
hacia el elevador y de ahí a la habitación 805.
Al llegar a la puerta tenía la cara tensa y
rígida. Digitó el código clave—“07291”—en la cerradura y esperó. Una luz verde
parpadeó indicando que la puerta había sido desbloqueada. Riki tragó con
dificultad sin ser consciente de ello. Ese momento era el fruto de un duro trabajo
de media jornada en la terminal informática. Para bien o para mal, era
posiblemente el instante crucial de su vida. Atípico a su personalidad
temeraria, sus dedos curvados alrededor del pomo temblaban ligeramente.
La austera y económica habitación le recordaba a
una oficina. Esperando a por él en el interior de la habitación, extremadamente reclinado en una silla de oficina ejecutiva, estaba lo que parecía ser un hombre
de edad incierta con un impresionante, y vaya que andrógino, rostro. Si no
fuera por la cruel cicatriz de su mejilla izquierda, hubiera podido encajar a
la perfección en unos cuantos establecimientos de clase alta en Midas.
Sin embargo, aquél no era un sujeto ordinario.
Miró a Riki con unos severos ojos de color gris. “Llegas justo a tiempo. Bien.
Pasaste la primera prueba.” Ni un solo rastro de amabilidad suavizaba el tenor
de su voz.
Así que resultaba ser como Riki había
sospechado. Seguir las pistas en la tarjeta que Zach le había entregado hasta
la puerta de esa habitación era el primer obstáculo que debía sortear con el
fin de convertirse en mensajero.
El hombre contemplaba a Riki a través de la
misma cara sin expresión, sin invitarlo a que tomara asiento en el sofá.
“¿Nombre?”
“Riki.”
“¿Edad?”
“Casi dieciséis,” contestó con sinceridad,
preguntándose al mismo tiempo si no debía haber aumentado un poco esa cifra.
Pero el hombre no pareció dispuesto a complicarse por su edad.
“¿Se te ha informado sobre las particularidades
del trabajo?”
“En absoluto. Zach dijo que, por el momento, si
me quedaba con el trabajo o no, se decidiría después de encontrarme con usted.”
Riki calculaba que en ese momento tenía al menos
un cincuenta por ciento de posibilidades. Pero no quería referirse al tema.
Deseaba tanto ese trabajo que casi podía sentirlo. De alguna forma la atmósfera
glacial que el hombre generaba sobre sí mismo—tan similar a él—le hizo
aborrecer la idea de parecer demasiado ansioso.
Como si pudiera ver a través de Riki, el hombre
expuso las condiciones: “No necesito a un chiquillo para hacer mandados a
cambio de propinas, o un listillo que escarbe en los paquetes en busca de
dinero. Serás mis brazos y mis piernas. Llevarás la mercancía al lugar indicado
a la hora indicada, sin hacer preguntas. No requieres más que la cantidad
promedio de inteligencia o valentía. Y no necesito un canalla que constantemente
vaya contra la corriente y no haga caso a lo que se le ordena. ¿Suena eso como
algo que puedas manejar?”
Explicó sin una pizca de emoción en el rostro.
La razón por la cual Riki no reaccionó con un disgusto
o contrariedad innecesarios fue que, al igual que Zach, al hombre no parecía
importarle que fuera un mestizo de los barrios bajos. En vez de actuar por
magnanimidad, a Riki le daba la impresión de que era un meritócrata puro. No
buscaba superioridad en la sangre, solo si podía llevar a cabo el trabajo. Y si
Riki podía, entonces no iba a debatir el asunto.
El impasible hombre de la cicatriz despedía una
vibra que ya lo estaba asustando. Pero para un mestizo de los barrios bajos que
desperdiciaba el tiempo y los días, inmerso en sus propias depravaciones, sin
posibilidad de dar forma a los fragmentos de sus sueños, la inesperada suerte
cayendo en sus manos era más tentadora que una comida de lujo bajo su
nariz.
Esperar a que la vida llegara a su puerta solo
aseguraba que nada pasaría. Riki respondió de vuelta. “Dame una oportunidad.”
“Ten en cuenta que esto puede ser considerado un
contrato vinculante.” El hombre encendió un cigarrillo y le dio una larga calada.
“Soy Katze.” Extrajo una tarjeta del bolsillo de su camisa y la puso sobre la
mesa, indicándole a Riki con los ojos que la tomara.
Cuando Riki torpemente la recogió, examinándola
con ojos curiosos el hombre dijo, “Qué bueno que esto no fue una pérdida de
nuestro tiempo.” Por primera vez su boca se curvó en las esquinas.
Aquel encuentro entre Riki y Katze, el infame
estraperlista, podría haber sido designado fatal.
Katze era un hombre inteligente, silencioso,
bien educado y de cara delgada cuya apariencia exterior no concordaba con su
personalidad. Aunque no era exactamente un misántropo, se interesaba muy poco
por nadie aparte de los que conocía en el curso de su negocio.
Aquello no era una especie de fachada, sino la
manera en que Katze vivía su vida. De alguna manera u otra, Riki percibía un lazo
en común con ese hombre y eso lo dejaba con unas sensaciones extrañas. Katze no
ahondaba mucho en la vida privada de Riki, y a cambio ofrecía solo el mínimo de
información sobre sí mismo. Cuando estás viviendo en el mercado negro, el
pasado no tiene valor parecía ser su lema.
Si bien la cirugía plástica de esos días podía
remover fácilmente la cicatriz de su mejilla.
Riki sospechaba que dejarla allí intencionalmente servía como una
especie de advertencia. No se ganaba la vida con su rostro. Esa marca por sí
sola indicaba que Katze era un hombre dispuesto a hacer lo que tuviera que
hacerse.
Los anhelos que lo habían abandonado por
completo cuando se pudría en los barrios bajos, resurgieron dentro de él. Algún
día, es seguro—
Sabía que se acercaba el día en que sus sueños
dejarían de ser inútiles. No sabía nada sobre Katze, y no podía importarle
menos. No estaba allí para hacer amigos. No había llegado allí con ninguna
expectativa de hacerlo personal. Para Katze él era simplemente una mula entre otras
muchas; nadie necesitaba explicárselo a Riki. Entendía eso a la perfección.
Sin embargo Katze era el único reservándose sus
pensamientos. Para bien o para mal, cada época y generación de macarras quería ofrecerle
al chico nuevo, Riki, más de la ayuda necesaria, y Riki tenía que preguntarse
de dónde diablos salían todos ellos.
Aun así, no habría constituido un problema si
Riki hubiera poseído el tipo de personalidad zalamera que pudiera haber logrado
una sola sonrisa diplomática. Pero, por supuesto, Riki no podía ser nada
diferente a Riki.
Nunca había deseado tener mala reputación. Se
había acostumbrado a las miradas extrañas que le lanzaban, e incluso cuando no
las ignoraba a propósito, en su mayoría, revoloteaban más allá de su visión
periférica.
Sin embargo, de sus experiencias hasta la fecha,
había sacado la conclusión de que su existencia se convertía para cierto tipo
de hombre (todavía no descifraba todos los requerimientos) una especie de
estimulante, excitándolo de tal manera que no podían dejarlo en paz.
A pesar de ese descubrimiento, no se
disciplinaba ni intentaba evitar los problemas antes de que empezaran. Sabía a
un grado torturante cuán inútiles eran dichos esfuerzos. En primer lugar,
tratar de imaginar lo que no había pasado era una molestia, y a Riki la otra
gente no le causaba la curiosidad suficiente para estresarse por mierdas como
esas.
Pero quizás porque nadie conocía a un ladrón
como otro ladrón, los detalles de Riki se hablaron sin que él hiciera nada para
anunciar los hechos. Aquellos que cambiaban de parecer de inmediato y aquellos
que siempre iban con la corriente—su posición hacia ellos no variaba. Un simple
reflejo de su terca naturaleza quizás. Para él todo era lo mismo.
Los mensajeros se dividían en dos facciones: asiduos
uniformados llamados Megisto, y unos mercenarios contingentes conocido como Athos.
Generalmente hablando, los Megisto habían tomado un disgusto particular contra
Riki mientras que los Athos estaban poco dispuestos a prestar atención a las masas.
Sin embargo, como un residente del Ceres que
había sido extinguido de los mapas oficiales de Midas, ese mestizo de los
barrios bajos permanecía siendo una novedad. ¿O tal vez incluso habían
considerado a este mocoso adolescente un compatriota desde el principio?
A donde fuera que mirara, cuando fuera que se diera la vuelta, ahí estaban
con sus miradas inquisidoras. Las peleas, las obscenidades amasadas con
desprecio eran intercambiadas bajo el manto del humor. No había nada inusual
sobre él en absoluto.
Y se daba una idea. La biografía era un ancla al nadar en las aguas oscuras
del mercado negro. Sin embargo, por más que lo intentaba, no podía sacudirse
los tentáculos aferrándose a él desde su pasado: los desaires, la repugnancia
visceral, los prejuicios irracionales.
Desde el momento en que nació había estado bien familiarizado con esa clase
de cosas, pero por esos días simplemente no tenía el tiempo de sobrereaccionar a
cada uno de ellos de forma similar, de responder a cada injuria.
El hombre en la posición más baja del escalafón. Como sugería
la palabra, había montañas de cosas nunca vistas, nunca hechas que un mensajero
nuevo tenía que asimilar. Al mismo tiempo, instruir a ese frío niñito
insignificante—desprovisto de hasta el más leve encanto juvenil—en su severo método
de educación era un privilegio inculcado libremente por sus superiores.
Riki siendo Riki, lo mantuvo reprimido hasta que finalmente estalló. Y
cuando la violenta pelea dio inicio, los espectadores observando con amplias
sonrisas en sus caras se dieron una idea también: no había nada especial en la
desdeñosa expresión “mestizo de los barrios bajos”. Más bien, el mismo Riki—con una mirada que despedía chispas de
arrogancia—era la raza extraña.
A Katze no le sorprendía que Riki debiera enfrentarse tan imprudentemente a
sujetos con un rango de peso muy superior al suyo. Conocía los pormenores de la
pelea callejera y no estaba demasiado impresionado por la inesperada postura fuerte
de Riki. Tampoco podía culparlo por la forma en que compensaba sus desventajas
dando golpes bajos.
En su propia voz desapasionada Katze dijo, como si hubiera estado
esperándoselo desde el comienzo, “Así que supongo que el jefe de Bison es más
que un tigre de papel.”
Sin haberse imaginado jamás que el nombre de Bison tuviera valor alguno
allí, Riki se enjugó la sangre de los labios y levantó la mirada hacia Katze. “En
una pelea, el hombre más fuerte gana y el hombre que gana es el más fuerte.
Cuando tu vida está en juego, a nadie le importa si se emplean tácticas sucias
o limpias.”
“Bien dicho. Ese montón creía que no tendría ningún problema en enseñarle
como eran las cosas a un enano la mitad de su tamaño.”
Su intento pudo haber sido enseñarle
a ese bastardo como eran las cosas, pero resultó ser que el bastardo sabía
cómo patear traseros cuando tenía que hacerlo. En vez de callarse la boca, Riki
los había jodido, y pasaría un largo tiempo antes que pudieran superar la
vergüenza.
La musculatura trabajada en la máquina de ejercicios de un gimnasio servía
únicamente para deleitar la vista, no era rival para un cuerpo entrenado en
peleas de verdad.
“Dejan que las apariencias los engañen al subestimar a su oponente y se
encuentran a sí mismos en el suelo por ello. Sin dudas han aprendido una
valiosa lección.”
No necesitaban escuchar eso de Katze. Si alguno no había entendido la cruda
verdad de que Riki no podía considerarse un “niñito pequeño”, era el mismo que
metía las manos al fuego con las manos desnudas.
“Aun así, no vayas tomando a todo el que te encuentres como a otro perro
enfurecido enseñándote los colmillos,” dijo Katze por lo bajo, sus palabras insinuaban verdades más profundas y más oscuras.
Ojo por ojo, directo a la carne y al hueso—esa era la regla dorada de los barrios bajos.
Solo por haberse criado en un sector diferente no significaba que tenía que
hacerlo todo de esa manera. Aceptar o no el reto que le había sido propuesto en
su camino dependía mucho de su humor ese día, pero siempre ponía las reglas
bajo sus propias condiciones y de una manera definitiva. Esa era su política.
“¿De verdad no te importa cuando te llaman deshecho salido del pozo séptico
de los barrios bajos?”
No, no era el ser considerado desperdicio de pozo séptico lo que lo hacía
enfadar. Era su postura fétida de mierda, envenenada y estrangulada por
pegajosos cordeles de prejuicio coagulado. Pero decirlo no cambiaría nada
ahora. Tanto mejor que su educación fuera una minuciosa. Enseñarles a pensar
antes de hablar. Si la lección dolía, nunca la olvidarían.
Riki miró a Katze con esas ideas rondándole la mente. La respuesta de Katze
fue una sonrisa de medio lado. “Tienes una maldita mirada aterradora.” Encendió
un cigarrillo. “El prejuicio no es un estado mental que pueda ser cambiado con
facilidad. Los imbéciles que hilan con sus palabras la más fina de las redes pero
hablan otro idioma en su corazón, no escasean, y seguirá siendo de esa forma por
las próximas generaciones.”
Fue directo al grano en lo que calaba el cigarrillo con languidez. “Eso es
porque los mestizos de los barrios bajos no son otra cosa que escorias sin
talento, desgastadas en sus depravaciones. Ni qué decir hoy en día. Así que
acostúmbrate al funcionamiento del Mercado. Es una amante difícil a la que solo
los valientes sobreviven.”
Miró a los ojos negros de Riki con una expresión completamente sincera.
“Mantén los oídos abiertos. No apartes la vista de la realidad no importa lo
que pase. Y mantén la boca cerrada. Así es como consigues salir adelante en
este mundo. ¿Entiendes?”
Aquel era Katze explicando la forma en que vivía su vida, y por un buen momento
Riki no pudo apartar la mirada de la suya.
Poco tiempo después se sorprendió al escuchar el rumor de que Katze era un
ex alumno de los mismos barrios bajos que él. ¿En serio? La información le hizo sentir la clase de conmoción que
no había experimentado en años, lo aturdió como lo haría un golpe en la cabeza.
Riki creyó que ostentar esa cruel cicatriz en su mejilla era la manera que
Katze tenía para decir: Esto es lo que significa
arrastrarse fuera de los barrios bajos. ¿Tienes lo que se necesita para hacer
lo mismo?
“Sí, tengo lo que se necesita,” susurró Riki de corazón. Si el único otro
camino por el que podría optar era el de hacerse viejo sumido en el lodazal de
los barrios bajos, entonces no tenía la intención de desperdiciar esa
oportunidad tan difícil de conseguir.
Las peleas territoriales en los barrios bajos se reanudaron. Aquella no era
una maniobra segura para dejar salir la energía que albergaba, sino una forma
de prevenir que el óxido le afectara las articulaciones y se le colara hasta el
cerebro. Conocía muy bien las consecuencias de eso. Definitivamente iba a
labrar su camino hacia la cima en el mundo, se prometió Riki de nuevo, atisbando
con ojos despejados a su yo del futuro.
“No necesito un mensajero. Necesito a alguien que sea mis
brazos y piernas, y que pueda transportar la mercancía donde la requiera.”
Sin embargo era apenas natural que un recién llegado como
Riki debiera iniciar como mensajero. Durante ese periodo de tiempo demostró ser
rápido en asimilar las cosas, determinado y nunca intimidado—un miembro muy valioso para el equipo.
Gradualmente se le fueron asignando tareas de mayor importancia.
A pesar de haber crecido en
los mismos barrios bajos que él, Katze no le daba un trato preferencial, y Riki
no lo esperaba tampoco. Todo el mundo sabía que Katze no era el tipo de persona
que involucraba lo profesional con lo personal.
Al contrario. Habiendo labrado
su propio camino para alcanzar la posición de agente en el mercado significaba
que Katze sería incluso más estricto con Riki, quién había emergido del mismo
entorno. O eso pensaría uno. Con todo, Riki acumulaba un récord ganador sin la
menor queja.
Y en lo que lo hacía, el
trabajo se volvía aún más interesante. Riki se sumergía en las profundidades
del mercado negro, adaptándose a él con rapidez y facilidad. Empezó a hacerse
conocido como “Riki el Siniestro”.