miércoles, 16 de julio de 2014

AnK - Volumen 2, Capítulo 1

A lo largo del tiempo y el espacio, sin importar la edad, el sexo o la raza, el encuentro de dos personas siempre ha demostrado ser una apuesta dramática y emocionante: Ya fuese a propósito o por accidente, o porque la señora suerte se sintiera caprichosa.
En el momento en el que uno encontraba al otro, los dioses podían sonreír cálidamente o darles la espalda con frialdad y alejarse.
Hacerlos ricos.
O miserables.
Unos o sietes, es un juego completamente nuevo con cada tiro de los dados, victoria o desastre determinados por el giro de uno solo de ellos.
Pero hay más de un camino hacia lo que vendrá y una miríada de opciones para tomar a cada paso. ¿Qué decisión, cuál dirección será la correcta? No existen reglas escritas que develen el juego. No hay teoría que valga demasiado. Solo un firme sentido de la voluntad y una falta de consciencia propia. Toma lo que es tuyo, y desde ese momento en adelante, sin importar lo que esperes o a lo que temas, ten por seguro que el blanco que tienes en la mira cambiará constantemente.
Nadie puede predecir lo que pasará con dos individuos que acaban de conocerse, pero existe la posibilidad de todas las emociones del corazón humano—alegría, enfado, sufrimiento, humor—y cada tramo de intimidad, de recibir y brindar entrelazadas a las mismas. Juntos pueden dibujar líneas paralelas que nunca se tocan, o enredados laberintos que serpentean por todo el lugar.
Juventud y adultez. Hay tantas formas de describir los límites que separan aquellas dos palabras como personas hay en el mundo. Nadie puede ser un niño para siempre. Por eso, con los ojos fijos en el punto final de eso que llamamos “vida”, negociamos los giros y vueltas del tiempo, encontrándonos y separándonos una y otra vez.
…Incluso si hacerlo marca el inicio de una causa y efecto predestinados, de la masacre que se produce, y todo lo que aquellas palabras puedan implicar.

Una noche cinco años atrás.

Riki conoció a Iason.
Riki había emergido del salvaje mundo de los barrios bajos, deformado y distorsionado por la casi extinción del sexo femenino. Creció sintiéndose impotente, incapaz de mantener a raya la sofocante sensación de estancamiento que quemaba su alma. El peso de esa cruda realidad se enroscaba alrededor de su ser, dejándolo desorientado y ciego, incapaz de abrir la puerta de la verdad.
“Un mestizo de los barrios bajos no tiene nada que perder,” había llegado a presumir. Y fue entonces cuando sucedió.
Una noche igual a cualquier otra, Midas envuelta en el calor de su obscenidad habitual. Como una voluptuosa emperatriz reinando sobre su imperio de oscuridad, permanecía como la brillante, deslumbrante dictadora de la noche. Su voz seductora y coqueta trinaba desde cada rincón, vibrando sobre las almas atrapadas, devorando el silencio natural de las horas de medianoche.
Entre sus atracciones se encontraba la llamativa y bien iluminada puerta de arco. Conduciendo directo desde el plenamente operativo puerto espacial (construido con las especificaciones de la industria turística), localizado en Sasan (Área 8) al extremo este de Midas.
Las ninfas desnudas que decoraban el friso habían sido sacadas de los míticos motivos encontrados en las historias de la Veela. Presentada a través de las tradiciones de la Salinas Nébula y remontándose a las leyendas de Midas, la seductora Veela era considerada la apoteosis de Eros y Karma.
Tan realistas y hermosas eran que parecían ser más que meras esculturas en relieve, y tan físicamente atractivas como para hechizar a un hombre en su camino y hacerlo levantar la mano para tocarlas. Poseían la pureza divina de las vírgenes que no conocían pecado, y al mismo tiempo representaban depravadas rameras cuyos dulces venenos conducirían el corazón de un hombre directo al infierno.
Como abanicando el fuego de sus encantos seductores, un oscilante arcoiris eléctrico encendía el friso en un caleidoscopio de colores. La opulenta pureza tanteaba las raíces de aquellos deseos acechando al fondo del corazón humano, haciéndoles querer entrar.
Por supuesto, nadie podía pasar a través de la puerta portando un arma o cuchillo para defensa propia. Aunque cada área hiciera sus propios arreglos de acuerdo a sus requerimientos particulares, el primer punto de seguridad, conocido como la Puerta de Midas, subsumía la metrópolis más grande, abarcando el Distrito del Placer en su totalidad.
Dentro de los dos anillos concéntricos de Midas las calles grandes y pequeñas que salían de Casino Row creaban largos radios ininterrumpidos de luz de neón. Y cada lugar adornaba resplandecientemente a hombres y mujeres, jóvenes y viejos por igual, junto a las voces cordiales y de buen espíritu, como piscinas de agua cristalina.
Las masas de festivos peatones eran muy diversas entre sí. Las multitudes de turistas, en viajes de excursión, caminaban con descuidado abandono—indiferentes a sus alrededores y el resto de la humanidad, y en un apuro de saciar sus deseos personales.
Un hombre joven sorteaba su figura flexible a través de las grandes oleadas de cuerpos. Al no ser mayor de edad, a ojos de todo el mundo, desde todas las perspectivas, él era tan duro y verde como una manzana a principios de verano. Sin embargo, su presencia no despertaba en quienes estaban a su alrededor el instinto natural de querer protegerlo: No parecía necesitarlo.
Al contrario, un cierto sentido de superioridad se podía apreciar en el relajado movimiento de sus extremidades (tan particular de los jóvenes), y en la mirada burlona que lanzaba a aquellos pasantes que exhibían sus riquezas tan descaradamente.
No tenía un rostro que pudiera conquistar a un extraño durante un encuentro casual, pero si su cara llegase a llenar el campo de visión de ese extraño, la imagen penetrante del joven impondría el aura única de su presencia sobre los sentidos.



Sus insolentes ojos negros rechazaban cualquier tipo de contacto amistoso con cualquier otra persona, brillando con una luz que desmentía su edad. Solo él se levantaba por encima del ajetreo, desbalanceando el dinámico buen humor del paisaje circundante.
La suya no era una presencia amenazadora que chocara con el ambiente. Quizás era mejor decir que estaba familiarizado con el sitio, pero era un completo extraño con todo lo demás.
Avanzando con dificultad con la afluencia. Llevado con dificultad por la corriente.
En medio de las conversaciones vacías y los balbuceos sin sentido farfullados por  los libertinos turistas y excursionistas, caminaba solo, con los pies bien puestos en la tierra. Su delgada figura, anclada a una columna de acero, era una roca entre las olas humanas.
Siempre había dinero, en ese mundo, la belleza y la juventud estaban disponibles para todos, si no, entonces la vida eterna misma. Aunque había algo en él que ni todo el dinero del mundo podía comprar: la fuerza de un carisma innato. Pese a ser bajo de estatura, el lustre único del joven, junto con su cuerpo ágil, sin esfuerzo desviaba las miradas de extraños, poniéndolos en su lugar.
Ese era Riki.
El pit bull de “Hot Crack”, la zona roja repleta de las exuberantes pasiones de los jóvenes. Era el adolescente que llevaba las riendas de Bison, bien conocido por todos en los barrios bajos.
Los habitantes de Midas y los residentes de Ceres (Área 9) se miraban unos a otros como lo hacen las serpientes y las escorpiones. Esto, sin embargo, no era novedad para un mestizo de los barrios bajos como Riki, y no estaba allí recorriendo la insomne noche de Midas en una feliz y placentera excursión.
Este era un hombre con trabajo por hacer.
Cada noche, la principal vía pública que salía desde Casino Row rebosaba con todas las personas posibles. Era increíblemente fácil distinguir a los derrochadores indiscretos de Logos, los ricachones de Galaria, de la marea humana.
Aunque los visitantes y turistas normalmente no recorrían las calles de Midas con dinero en efectivo. En lugar de eso, los bolsillos de sus abrigos y carteras estaban repletos de tarjetas de crédito. Y las tarjetas le vendrían muy bien, siempre y cuando no lo descubrieran, por supuesto.
Aparte de cumplir los deberes protocolarios de los policías antiguos, los oficiales asignados a la División de Seguridad Pública de Midas no estaban sino de adorno. En particular, la policía dispuesta para el Distrito del Placer—los tan llamados “Siniestros”—era infame por su intemperante brutalidad.
Los turistas que deambulaban por la noche de Midas no necesariamente estaban ahí con las más puras intenciones en mente. Siempre había cabida para los revoltosos, viajeros que no sabían cuando detenerse. No era de sorprenderse que donde acudiesen indefensas ovejas, siempre hubiera lobos también.
A pesar de todo lo bueno en el mundo, siempre que existiera la gente, los criaderos del pecado y el egoísmo existirían igual. Ese era el precio por haber nacido humano.
Neutralizar esos predadores antes de que se aferraran a sus víctimas era el trabajo de los Siniestros. Así, desde el principio los residentes de Ceres—los mestizos de los barrios bajos y toda su calaña, que habían sido borrados de los archivos oficiales de Midas—no podían esperar nada parecido a derechos civiles o trato humano.
Nadie nunca había enfrentado a los Siniestros y salido de una pieza. No obstante, como jugando un juego mortal, los chicos de los barrios bajos cruzaban las calles de Midas noche tras noche. Pues cualquiera que fuera el caso, el considerable valor de reventa en el mercado negro de las tarjetas prepago robadas, no podía ser ignorado.
Pero era más que eso.
La prisa acompañando el enorme riesgo era un suceso natural en la vida diaria de los pisoteados barrios bajos. Era un rito de iniciación importante para un niño el probar su valía entre sus amigos.
Todos los chicos de los barrios bajos eran criados en el centro de crianza de Guardián. Esos biológicamente incapaces de dar a luz—en otras palabras, los hombres—eran llamados “adultos” a la edad de trece años y emancipados por la fuerza. Sin importar qué forma de vida escogiesen para sí mismos, eran dueños de su propia libertad. Nadie les diría qué hacer.
Aunque la premonitoria sensación de claustrofobia y el hedor de una cloaca abierta que eran los barrios bajos les cerraba cualquier puerta que pudiera habérseles abierto, todos sus esfuerzos en vano. Era más probable que les cayera un rayo que tener suerte en esa vida.
No tenían las identificaciones que cada ciudadano de Midas poseía. La falta de una tarjeta de identidad era tan buena como una cadena perpetua.
Un aroma a indolencia y lasitud impregnaba los territorios designados a estos jóvenes, que eran “adultos” solo de nombre. Respirar la venenosa atmósfera por un mes era más que suficiente para contaminar el alma. Quién era y sus razones para estar en los barrios bajos—un chico no tiene el tiempo ni el espacio para sentarse a analizar su lugar en el mundo.
Y aunque podía resultar muy desagradable, no podía evitar darse cuenta de que cuando se refería a su propia supervivencia, era más fácil seguir la corriente. Nadie llamaba a eso evadir la responsabilidad; tratar de encajar y llevarse bien era simplemente la mejor forma de mantenerse con vida en un purgatorio que no ofrecía esperanzas de salvación.
La ansiedad sofocante. La desesperación imbuida en la negación. La pesada lluvia de la realidad recubriendo los barrios bajos con su mugrienta película. Todo lo que a Riki le preocupaba reducido a lo más mínimo, la ética de las calles podía resumirse con lo siguiente: Estás por tu cuenta.
Nadie albergaba deseo alguno de terminar como un despreciado mestizo de los barrios bajos, pero al mismo tiempo, nadie contaba con los medios o la voluntad para salir de allí.
En los barrios bajos, la “dignidad” de un hombre era tan valiosa como la cerveza barata. Cualquier gesto de simpatía que mostrase un extraño sería correspondido amablemente según la ley de los barrios bajos. Pero al desechar cualquier noción restante de orgullo personal, sería la misma vieja basura. Ese era el dilema.
Riki todavía estaba en busca de la respuesta. Como estar vivo era la única prueba de vida que conocía, sacaba su antigua motocicleta y la montaba como un hombre al que no le importaba si vivía o moría. Cortejaba una vida de extravagante auto-indulgencia entre sus amigos. Pasaba cada minuto del día expandiendo su territorio…
Y merodeando los terrenos de caza de Midas cada noche.
Para él todo significaba lo mismo. Fijaba la mira en su presa y hurtaba las tarjetas de crédito. La emoción llenando el espacio entre sus nervios y el mesurado pulso de su corazón, no era nada parecido a embriagarse con un barril de cerveza de contrabando, no tenía comparación.
Cada noche en Midas lo dejaba ardiendo por dentro. Siempre y cuando pudiera retener el calor y dejarlo salir, podía mantener ese paraíso frente a sus ojos. Pero deprimirse solo porque sí y el fervor en el que se perdería sería más insoportable.

La Señora Suerte se sentía atraída por él esa noche, de modo que Riki acertó una vez tras otra hasta que sus bolsillos estuvieron llenos de tarjetas de crédito.
Pero le faltaba algo todavía.
¿Por qué, esa noche en particular, no podía saciarse? No tenía sentido. No lo estaba imaginando. No estaba en su cabeza solamente. Incluso con el estado que obtuvo después de drogarse, Midas no lo estaba poniendo en apuros. Era diferente de la misma vieja traba, un agotado palpito en su cerebro del que no podía hacerse cargo.
Quizás fue por eso que Guy habló. “Mejor regresamos antes de que se nos acabe la suerte.” Pero su advertencia fue a parar a oídos sordos.
“Después de otra ronda.”
“Riki, se está poniendo peligroso allá afuera.” Guy estaba seguro de que la racha ganadora llegaría a su fin tarde o temprano.
Riki al menos lo entendía bien. El hombre que no sabía cuándo retirarse estaba destinado a meterse en problemas.
“Dejémoslo por ahora entonces.” Guy hablaba pesadamente, como un hombre que empieza a sentir con intensidad las punzadas de la comida gourmet en su estómago. “¿Y qué si termina siendo que tengo razón?”
“Te digo que estaré bien. No tengo intención de arruinar las cosas a estas alturas.”
El semáforo en su cabeza aún no se había puesto en rojo. Probablemente va a estar bien, pensó Guy. Ha llegado hasta aquí.
Cualquiera podría haber visto aquella suposición como algo más que una corazonada, pero Riki no había jugado mal sus cartas ni una sola vez. Si hubiera sido así, entonces, ¿cómo un chico salido de Guardián hacía menos de dos años podría haber puesto Hot Crack—la zona libre de los barrios bajos—bajo su mandato?
Y así, Riki le pasaba al reluctante Guy las tarjetas que había robado y después tomaban caminos separados. Por supuesto Riki no tenía ganas de perder lo que ya había logrado por culpa de la ambición, pero en ese instante el hambre arremolinándose en sus entrañas estaba ganando. Renunciar ahora e irse a la cama con Guy para un polvo de celebración no calmaría la fiebre. El palpitante vacío que llevaba dentro estaba suplicando ser saciado en formas que nunca había experimentado.
Dándose cuenta de eso, Riki se reprendió a sí mismo de nuevo. Todavía estaban allí—la constante y asfixiante sed y el sentido de irritación que nunca lo dejaban. Se habían vuelto tan familiares para él, como un amigo que se ha instalado en tu vida por mucho más tiempo del previsto.
¿Por qué esos sentimientos le estaban acosando tan fuertemente aquella noche en particular? Por alguna razón lo estaban, y entonces le parecía que el mejor curso de acción a seguir era poner en marcha los motores hasta sobrecalentarlos y quemarlos para sacarlos de una vez por todas.
Lo hará bien.
La expresión en sus ojos parecía ser la del típico turista: Brillo de expectación en la cara, mejillas sonrojadas por la emoción, ojos moviéndose de derecha a izquierda mientras se apresuraba. Afectado por Midas, deslumbrado por el aire venenoso, estaba listo para atacar desde cualquier parte.
Se lo hacían tan sencillo. ¿No te da la impresión de que está pidiendo ser la cena de alguien?
Los despreocupados pensamientos pasaron a ser acción rápidamente, Riki se puso a caminar con su objetivo delante de él, manteniendo una cómoda distancia entre ellos. Como siempre, mantenía un ritmo relajado y llevaba la cuenta del tiempo en su cabeza —
Se acercó al hombre con andar despejado—
Y entonces ese momento de esquiva, embriagadora dicha llenaba cada rincón de su alma—
De repente—
Desde atrás alguien le agarró la muñeca con fuerza.
¡Mierda! Riki se congeló en su lugar.
¿Qué—Qué demonios—?
Su visión se tornó negra. Un momento de pánico indescriptible. No. No podía. ¡No podía haberlo arruinado! Por primera vez experimentó verdadero miedo.
“Cero puntos por estilo. No estoy impresionado.” Una gélida voz penetró en sus oídos, como si fuera la mismísima personificación del miedo.
¡Mierda!
Riki pasó saliva instintivamente. Su respiración llenaba su garganta con espasmos. Los pelos de punta. Esto era malo… muy malo. Lo había arruinado de verdad. Palabras de autoreproche pasaron por su mente. Su visión palpitaba en rojo. Los músculos de su espina dorsal se endurecieron. No podía moverse.
Simplemente se quedó allí.
Como padeciendo hipotermia, la punta de su lengua tembló. Sus dientes no podían dejar de castañetear.
No podía dejar de temblar.
El golpeteo de su acelerado ritmo cardíaco lo mantuvo sujeto a una especie de hechizo. La fuerza de los dedos que se enterraban en su muñeca derecha era una señal segura de que Riki estaba jodido, y que no había escapatoria.
Mierda. Apretó los dientes. El asunto era cosa seria y bastante grave.
Y eso no era ni la mitad. Teniendo una buena maldita idea del infierno que el futuro tenía reservado para él, la atención de Riki fue atraída inexorablemente al incesante pálpito que sentía en las sienes.
¿Ahora qué?
Su corazón amenazó con salirse de su caja torácica. Miró sus zapatos y trató de calmar su pulso mientras trataba desesperadamente de atar cabos sueltos.
¿Fingir ignorancia? ¿Hacerse el tonto? Era muy afortunado—no llevaba ninguna tarjeta de crédito consigo. Todavía podía salir de esa. No había forma en que pudiera zafar su brazo, pero tenía que hacer algo o sería mandado directo al infierno.
Puso en marcha cada neurona de su cerebro. Ahora. ¿Cuál era el camino indicado ahora?
Perdido en sus pensamientos, alguien tras él gritó en un tono de voz completamente diferente. “¡Oye! ¿Qué estás haciendo? ¡Muévete o llegaremos tarde!”
“¿Quién rayos es este?” Preguntó otra voz con suspicacia. Agarrando bruscamente la oreja de Riki, escupió despectivamente, “No tiene un MAP. Mestizo, ¿eh?”
Debe ser del cuerpo de seguridad de Midas. Riki cerró la boca lo más fuerte que pudo. En Midas, en lugar de una tarjeta de identidad, cada ciudadano llevaba un biochip de Memoria de Acceso Personal (MAP) de cinco milímetros incrustado tras el lóbulo de la oreja. Los hombres lo usaban en el lóbulo izquierdo, y las mujeres en el derecho.
Los dispositivos eran codificados por color dependiendo de la edad. Las características físicas únicas de cada persona estaban alojadas en el ADN. La creación de un sistema designado a controlar la población entera también había resultado en un sistema que controlaba el comportamiento de cada persona con una precisión extraordinaria.
El tránsito entre las áreas y el movimiento fuera de los territorios establecidos estaba prohibido por la ley. En resumen, el rígido sistema de clases conocido como “Zein”, se había convertido en una camisa de fuerza invisible.
Cualquiera que rompiera las reglas y pensara escapar hacia el “exterior” sin permiso, sería ejecutado en el lugar con un virus personalizado incrustado en el dispositivo MAP. La policía no se molestaría en involucrarse hasta después del hecho.
Eso sin dudas era producto de las lecciones aprendidas en el Incidente de Ceres, y un ejemplo de los absurdos generados por ello. Comparado con las limitadas libertades de los ciudadanos de Midas—cuyo estatus legal estaba definido por el MAP—las basuras mestizas como Riki y sus amigos se involucraban libremente en la perversa paradoja de pavonearse por Midas sin restricción alguna.
Podía parecer algo obvio el identificar a alguien que careciera de un MAP, no como un ciudadano de Midas, sino como un visitante o un turista. Sin embargo, aunque los ciudadanos de Midas se vistieran de forma más o menos similar, en una ciudad donde el dinero y la imagen hacía al hombre, no importaba que tan favorables fueran las condiciones en las que lo encontraran, Riki podía ser identificado fácilmente como un mestizo de la ciudad próxima y no como un turista en unas vacaciones de lujo.
Sin dudas los mestizos de los barrios bajos veían el cuerpo de seguridad de Midas como su peor enemigo. Cuando las cosas se ponían delicadas entre los mestizos de Ceres y los ciudadanos de Midas, eran incluso más temidos que los “Siniestros”. Sin importar cuan irrestrictos fueran sus métodos de vigilancia, siempre que no capturaran a un mestizo en el acto, los Siniestros simplemente lo sacarían de la ciudad.
Los cuerpos de seguridad eran diferentes. Estos insectos viniendo a Midas para recoger nuestros sobrados deben ser exterminados de una vez por todas. Con esa frase de intolerancia a modo de credo, tenían una grotesca y abrasadora tenacidad para acoplarse a un estilo de limpiar las calles, crudamente conocido como “cacería de mestizos”. Solo por el crimen de caminar por la calle, un mestizo que se dejara pillar podía encontrarse arrastrado fuera de la vista y golpeado hasta morir en un callejón oscuro.
Por supuesto, los habitantes de los barrios bajos no iban a tomarse tan injusto tratamiento así como así, así que a menudo devolvían tanto como recibían, vengando a los suyos por su cuenta y entonces regresando rápidamente a los barrios bajos.
Ni los cuerpos de seguridad ni la policía perseguían a sus objetivos fuera de los límites, solo por las restricciones invisibles impuestas por sus dispositivos MAP. Por lo que a los residentes de Ceres respectaba, era por su propio bien. Esos bastardos ponen un pie dentro de Ceres y será la última vez que alguien escuche sobre ellos. Están petrificados por la idea de que nuestro delicioso aire a barrios bajos se les meta bajo la piel y les pudra el cerebro.
            Era dicho tanto con sarcasmo como con desprecio hacía sí mismos. Sin importar lo mucho que los ciudadanos de Midas afirmaran odiarlos y despreciarlos, había momentos en los que la rígida realidad de sus vidas era restregada en sus caras y tenían que  reconocer el hecho de que seguían existiendo.
            Naturalmente, todo lo que Riki sabía era que tanto los cuerpos de seguridad como los Siniestros le iban hacer arrepentirse de haberse dejado capturar por su descuido.
            “Continúen sin mí.”
“Me da lo mismo, pero—”
“Terminaré aquí en un momento.”
“No deberías comerte ninguna cosa rara que recojas por la calle.”
“No tengo tiempo para eso.”
“Es bueno saberlo, pero—”
Arrogante, despectivamente, la conversación fue de aquí allá sobre la cabeza de Riki como si este no estuviera allí. Intensos sentimientos de disgusto de repente lo acogieron, un violento palpito detrás de sus ojos que lo hizo olvidar momentáneamente donde estaba.
Levantó la mirada. En frente de él había una exuberante ola de hermoso cabello dorado adornando una igualmente hermosa cara. Tan pronto como esto se registró en su cerebro—
No puede ser. ¿Un Blondie?
Sin quererlo Riki se quedó sin palabras. Tragó con dificultad. Nunca había tenido un encuentro tan cercano con un Blondie, la élite de élites de Tanagura.
¿Qué está haciendo un Blondie aquí?
Pero ahí estaba.
¿Por qué un Blondie se aparecería en un lugar como este?
Y sin embargó había aparecido.
Habiendo evolucionado la situación rápidamente en algo más allá de su habilidad de comprensión, Riki se quedó ahí en silencio. La imperiosa presencia del estatuesco hombre de cabello dorado hacía fácil y práctico poner a los demás en su lugar con una simple mirada. Tomó la alarmada reacción de Riki con absoluta indiferencia.
No, lo contrario. El brillo en sus ojos implicaba que tener a un mestizo de los barrios bajos en su campo de visión le estaba contaminando el paisaje.
“Me iré entonces.”
Riki vio sin parpadear como el Blondie se daba la vuelta y desaparecía entre la multitud.
Riki exhaló profundamente el aire alojado en sus pulmones y sintió que las miradas a su alrededor le perforaban la nuca. Por primera vez se percataba. Sentía la multitud de ojos sobre él y supo que aquello era más que simple mala suerte. La había liado. Riki levantó la mirada con nerviosismo hacia el hombre con el que el Blondie había estado charlando de aquella manera tan informal—el hombre que tenía los brazos de Riki sujetos tras él.
¿Me estás jodiendo? Sus pensamientos se desviaron hacia el espacio vacío.
Su captor era una buena cabeza más alto que él, si no era más. Miró a Riki hacia abajo desde una altura dominante. La belleza de su cara no tenía nada que envidiar a la del Blondie que acababa de irse, una perfección estética que no se podía describir con solo palabras.
Su gran atractivo despertaba en Riki un miedo casi instintivo. Un rostro tan perfecto, implacable, y sagaz que la palabra “elite” le encajaba a la perfección. Había un dejo de insensibilidad—incluso crueldad—en él, que recorrió a Riki como una descarga eléctrica.
Junto con su exuberante cabellera dorada, símbolo de su suprema autoridad, la suya era una belleza que forzaba a los demás a inclinarse ante él. Allí estaba un Dios de la Belleza que mantenía sobre sí mismo un inviolable sentido de dignidad que desafiaba la definición ordinaria de arrogancia.
Allí estaba Iason Mink.
“Si lo que estás haciendo se trata de alguna especie de juego, entonces será mejor que lo dejes. Te meterá en serios problemas algún día.”
La fría voz destacaba en marcado contraste con los dedos que oprimían las muñecas de Riki. Infundida con implicaciones que estaban más allá de cualquier mero intento de reprender o regañar, el tono sereno, claro y lúcido le restregó la falla a Riki de todas las maneras posibles.
“Bueno, sí, lo que sea, déjame ir, ¿okay?”
Inmediatamente, de la pared de espectadores se desprendió una ráfaga de criticismo y una risa tanto burlona como conmocionada.
“¿Quién es este idiota?”
“¿Qué clase de imbécil no reconoce a un Blondie de Tanagura cuando lo ve?”
“Pues vaya que el chico tiene pelotas, buscándole pelea a un Blondie así.”
Ignorando el palabrerío a su alrededor, Riki miró a Iason hacia arriba, una provocativa oleada de determinación y decidida insolencia llenaba su mirada. Habló para vanagloriarse de su malicia. Disgusto y desafío colmando las profundidades de su voz: “Si tienes el jodido tiempo para estarme sermoneando, prefiero escucharlo de los policías.”
Por el más breve de los momentos, los ojos azules del, de lo contrario, imperturbable Blondie se entornaron ligeramente.
¿Era el producto de su infame naturaleza mestiza, incapaz de adular traseros civilizados? ¿O su determinación inquebrantable como líder de Bison? Aparte de su orgullo, un mestizo de los barrios bajos no tenía nada que perder. Riki sabía que no debía desafiar a ese sujeto, no debía ser el abusivo maleducado chico que era. Pero él lo miraba sin importarle.
Podía bien ser el señor de lo que fuera, pero si Riki cedía a la presión y apartaba los ojos, bien podía castrarse a sí mismo también. En los barrios bajos, tal insignificante concesión en apariencia sería aprovechada de una vez y le haría perder para siempre cualquier respeto que se hubiera ganado.
Incluso si esa clase de extremo antagonismo no tenía nada que ver con Midas, la mugre manchando su alma no era algo que se iría así como así. Incluso si su oponente era un Blondie de Tanagura, Riki no iba a arrodillársele para lamerle los pies.
Orgullo sin causa, muchos lo llamarían. Pero le importaba un carajo lo que los otros pensaran de él. Esta parte de su orgullo era verdaderamente innegociable.
Y Iason, en lo que criticaba la descarada estupidez de enseñar sus dientes a cualquiera sin importar de quien se tratase, no pudo tomarse a la ligera a ese chico, quien tan imprudentemente le encaraba con agresividad. Al contrario, habló con una ceja arqueada.
“Ten cuidado. No dejes que pase otra vez.”
Con ese último comentario se dio la vuelta y se alejó.
“¿Qué demonios?” espetó Riki, sobrecogido por la inesperada sensación de que el hombre estaba huyéndole al desafío. La frialdad con la que estaba siendo rechazado solo enervó aún más a Riki.
Riki contempló estupefacto la espalda de Iason. A diferencia del Blondie que se había marchado unos cuantos minutos atrás, una extraña humillación y una sed intensa ardieron en su garganta. Morderse la lengua y ver a Iason partir—envuelto por toda su cruel indiferencia—convirtió el completo incidente en un asunto de intrascendente diversión. Al final… todo terminaba significando nada.
Debía haber una razón por la que las cosas hubieran resultado así… debía haber algo más en la historia que un simple tiro de suerte. Y aun así, ese arrogante Blondie estaba pidiéndole gentilmente que cuidara sus modales y se fuera a casa.
Siendo ese el caso, lo más sabio entonces era darse la vuelta y alejarse antes de que cambiara de parecer, pero no fue eso lo que Riki hizo. Era algo que no podía hacer. El cabello de Iason brillaba en la oscuridad y desaparecía de vista. Casi como luchando contra una fuerza invisible, Riki dio el primer paso, empujándose hacia adelante.
Después de eso sus pies no se detuvieron. Enfurecido, Riki penetró en la oscuridad. El único pensamiento que tenía en mente era mantener la figura de Iason a la vista; tomando el primer paso hacia su eventual destino, un laberinto sin salida, arenas movedizas de nostalgia y frustración e intoxicación y vergüenza, desconocidos para él.
Riki fue tras Iason. Se mordía con fuerza el labio inferior, sus ojos ardientes fijos en lo que tenía delante. ¡No le voy a dar el gusto de endeudarme con una élite de Tanagura!  Era el único pensamiento cruzando su cabeza.
Había cometido un gravísimo error. Y estaba agradecido, aliviado en el fondo de su corazón, de no haber terminado en manos de la policía. Pero eso no era lo que ocupaba los recovecos de su mente.
Una de las elites Blondie que gobernaban Tanagura le había hecho un favor a un mestizo de los barrios bajos—sin condiciones—y lo peor, como si aquello fuese parte de una pesada y cínica broma. Pero Riki no se estaba riendo. Sus labios solo se contraían en una mueca.
Estás por tu cuenta.
Vivir en los depravados barrios bajos era el único punto de orgullo personal de Riki. Y entonces, al mismo tiempo, ese acto de buena voluntad llegaba sin que lo pidiera. En cierto sentido, aceptarlo como era y ya, era pedirle mucho a la pervertida mentalidad perro-come-perro de los barrios bajos.
           
No, incluso cuando estuvo confinado en la celda que era Guardián, un mundo apartado de la realidad, Riki ya había experimentado los límites de su orgullo y había descubierto que ese aspecto sobre sí mismo era la única cosa que no podía ceder. ¿Pero por qué? ¿Cómo podía tal convicción habérsele metido tan firmemente en la cabeza?
Quizás más importante, no tenía idea de lo que se suponía un “Blondie de Tanagura” vendría significando para una persona como él. No tenía ni la más remota idea de la fortuna que debería pagar por sus acciones, del arrepentimiento que vendría a poseer más adelante.
Todo lo que podía ver delante de sí era el destello del oro. El cabello dorado de Iason podría haber simbolizado una especie de poder que Riki no comprendía, pero hacía que seguirlo fuera sencillo. El océano humano se dividía por donde fuera que Iason pasara. Todo el mundo estaba cautivado por la belleza de su imagen.
Detenidos momentáneamente, todos se quedaban como en trance mientras echaban un vistazo por encima de sus hombros. Entonces, dándose cuenta del famoso Blondie de Tanagura que era, recobraban el aliento otra vez. La intensidad del ser de Iason estaba envuelta en un aura de fiera gracia y dignidad, era como estar ante la presencia de un dios, tanto, que quienes lo veían casi sentían la necesidad de ceder al impulso de arrodillársele.
Entre las miradas de la deleitada multitud, Riki no se dejó amedrentar en lo más mínimo. Se estiró y agarró el brazo del Blondie y habló sin aliento.
“Oye, espera.”
Enseguida, un coro de objeciones se levantó, cargado de envidia y desprecio.
“¿Qué le pasa a ese chico?”
“¿Quién demonios es él?”
“Sí, ¿quién se cree que es este mocoso para andar hablándole así a un Blondie?”
Iason no pareció perturbarse en lo más mínimo por la conmoción a su alrededor. Tampoco reprendió a Riki por su insolencia. No habló. La mera glacial expresión de sus ojos—varios grados más fría que antes—preguntó, ¿Qué?
Sin miedo, Riki le espetó derecho a la cara, “¿Cómo es eso de que me dejarás marchar así nada más?”
El escalofriante, plácido tono de voz de Iason no titubeó en lo más mínimo. “Un simple capricho.”
Pero la actitud de Iason desencajó a Riki todavía más. Frunció el ceño por el disgusto. La condescendiente lástima, el más que obvio desdén—le revolvió las entrañas. No había lógica en su reacción. Era la respuesta instintiva de un indisciplinado chico pandillero de los barrios bajos.
“No le debo nada a nadie. Especialmente a un pez gordo de la élite como tú. No va a pasar.”
            “¿Oh? ¿Así que saldar tus fallos con favores es uno de tus hobbies?”
¡Maldito hijo de puta! Inconscientemente Riki apretó los dientes en pura furia en lo que miraba de vuelta a Iason. Tengo algo que decirte, comunicó con un presuntuoso movimiento de su quijada.
            Iason no dio ninguna respuesta verbal, pero cuando Riki comenzaba a marcharse cabizbajo, envuelto en una especie de mal humor, increíblemente, y todavía sin decir nada, Iason se puso a caminar a su lado. Presa de la desesperación le había hecho proposiciones a una élite de Tanagura y esta había respondido.
            ¿Va en serio?
            Riki había hecho la oferta, y ahora con el Blondie siguiéndole, se había tragado sus maldiciones y endurecido su expresión. Tal vez—solo tal vez—había ido demasiado lejos, pero simplemente no podía detenerse.

            El espacio vacío que había entre los dos, se tragó lo que fuera que pudieran querer decir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario