sábado, 2 de agosto de 2014

AnK - Volúmen 2, Capítulo 5

La magnífica cabellera dorada del hombre era prueba de su clase privilegiada y su membresía entre los más altos rangos de la élite. Su penetrante y divina apariencia le otorgaba un aire de dignidad inalcanzable. La autoridad en su mirada hacía temblar a las personas.
Su tranquila voz rebosante de crueldad no tenía problema en apalear el orgullo de Riki. Según la opinión de este último, había sido creado a partir de las peores características del mismísimo satanás. Riki no sabía nada sobre él excepto que se trataba de un Blondie de Tanagura. Ni siquiera su nombre.
Por supuesto, si de verdad hubiera estado muriéndose por saber y se hubiera tomado el tiempo de investigar, probablemente se hubiera sorprendido al enterarse de que la información fuera tan fácil de conseguir. Pero incluso ahora, no estaba seguro de querer saberlo.
Y no era solamente porque estuviera dolido por su penosa experiencia.
Saber más—conocer solo su nombre—tan solo significaba caer aún más bajo el hechizo del hombre. El hecho era que pensar en él aunque fuera un poquito lo sacaba de casillas completamente.
 El mercado negro traía a flote lo mejor de él, y para Riki el recuerdo de aquella noche era la única mancha vergonzosa de su alma. No quería pensar en eso de nuevo. ¿Entonces por qué, cuando podía descansar y relajarse entre trabajos, se le venía a la mente la imagen de ese rostro perspicaz? ¿Recordándolo como si estuviera impreso en su cerebro?
El dolor era tan imperceptible que podía ignorarlo, pero era un tipo de ardor que supuraba y cuya hinchazón no cedía. En momentos como esos, medio inconscientemente Riki bajaba la mano hasta el bolsillo de su pantalón y apretaba un llavero, chirreando los dientes. El objeto en sus dedos era la moneda dorada que el hombre le había arrojado ese día antes de marcharse.
“El cambio por el soborno que me forzaste a aceptar.” Era lo que le había dicho a Riki. Riki pensó en tirarla por una alcantarilla, o mejor, dársela a Zach para que la cambiara por dinero en efectivo. Pero por alguna razón se la quedó; nunca antes había visto nada parecido y no tenía idea de cuál era su verdadero valor.
Por otro lado, no quería que los ojos perspicaces de Zach curiosearan acerca de su origen. Con el tiempo perdió el ímpetu de deshacerse de ella. Sería distinto si representase el botín de una buena batalla. La razón por la cual mantenía ese símbolo de degradación a su persona era un misterio para él.
Con el trabajo de mensajero cayendo del cielo, conociendo a Katze, viendo con sus propios ojos la forma en que Caracortada se había ganado la vida—Riki se había olvidado de la humillante moneda. Aunque de vez en cuando le embargaba el pensamiento de que quizás la conservaba como una advertencia, un recordatorio de la clase de mocoso ignorante que había sido.
Pero incluso entonces tenía la sensación de que cualquier intento era inútil. “¡Qué jodido está todo!” se regañaba, dándole vueltas a la moneda entre sus dedos y sosteniéndola a la luz. No resultaba tan inusual excepto por el deslumbrante diseño dorado al que nunca pudo acostumbrarse del todo. ¿Se supone que es una especie de cresta, de sello o algo así? Riki suspiró profundamente dándose cuenta de que estaba comiéndose la moneda con los ojos como si fuera la primera vez que la viera.
En eso, su compañero mensajero Alec se dejó caer sobre una silla. “Hola, bonito juguete el que llevas ahí.” Miró a Riki, sus ojos ocultos por sus omnipresentes gafas. “¿De dónde lo sacaste?”
Alec no preguntaba porque en serio le importaran una mierda las preocupaciones de Riki. Esta vez había sido sencillamente porque tenía curiosidad… o eso infirió Riki por el tono de su voz, incapaz de leer su expresión tras las gafas.
Para ser honesto, Riki encontraba más bien repulsivo ser examinado a través de esos lentes tintados. No podía saber qué o a donde miraba Alec. Sin mencionar que sus propias emociones eran sencillas de captar con él parado detrás de un espejo de cara única. Era molesto que fuera su compañero y todo.
Cuando Katze lo había emparejado con Alec, a Riki no le había importado quién pudiera ser su compañero. Lo único que lo sacaba de casillas era la forma en que Alec lo miraba a través de esas gafas. Podía sentir sus ojos sobre él pero no podía verlos. Lo ponía muy nervioso.
Si tenía alguna especie de condición médica y tenía que llevar las gafas sin importar qué, era otro asunto. Pero de lo contrario, cuando conocía a alguien cara a cara, prefería mirar a esa persona a los ojos al hablarle.
“Oye, Alec. ¿Llevas esas gafas para estar a la moda? ¿O le pasa algo malo a tus ojos?”
Ya que había estado cumpliendo con su parte del trabajo, Riki consideraba que debía aclarar tan directamente como fuera posible cualquier preocupación e inquietud que los dos pudieran tener.
“¿Por qué me preguntarías algo así?”
“No me gusta no saber a dónde estás mirando cuando tienes esas cosas puestas. Si son absolutamente necesarias nada qué hacer, supongo. Pero si no, me gustaría verte a los ojos cuando te hablo.”
Alec demoró en responder. Dejó ver una pequeña sonrisa. “¿Sabías tú que soy Karinés?”
“No sabía.”
“Obvio que no. O no habrías hecho una observación tan estúpida.”
Riki contuvo el aliento por unos segundos, preguntándose si de alguna forma había encendido la mecha del temperamento de Alec. A ese punto no podía retractarse de sus palabras, así que su única opción era seguir insistiendo sin que importara. “¿O sea que es algo malo que seas un Karinés o lo que sea?”
“No. Mi punto es que tienes las pelotas bien puestas queriendo mirarme a los ojos.” Alec se inclinó sobre la mesa en lo que hablaba, sus narices a unos centímetros de tocarse. “¿En serio quieres ver?”
Una repentina oleada de curiosidad opacó su nerviosismo. ¿Los ojos Karineses guardan alguna especie de secreto? Los ojos de Alec permanecían ocultos tras el grueso par de lentillas. Mierda, no vengas a decirme que voy a convertirme en piedra o algo así— Riki pareció acordarse de una historia mitológica antigua sobre eso.
“Deja de hacerte el interesante conmigo y quítatelas.”
Alec dejó de reclinarse sobre la mesa y se enderezó. Aspiró por la nariz en un aspaviento aburrido. “Huh. Tal como a un niño. En una situación como esta se supone que debes ponerte tieso y empezar a temblar, pero he estado equivocado en esperar un encanto tan femenino provenir de alguien como tú.”
Pasó un rato mientras Riki lo miraba boquiabierto, pasmado y en silencio. Cuando ya no pudo soportarlo más, bramó: “¡Alec!”
Alec se arrancó las gafas de un movimiento brusco. “Está bien, está bien. Siento hacerte esperar,” dijo con una sonrisita torcida. Fijó su mirada en Riki.
El chillido de sorpresa de Riki se quedó atrapado en su garganta. Los irises verticales de los ojos gatunos de Alec irradiaban un color escarlata. Ojos rojos. Un par de joyas con gotas de sangre incrustadas. La cara del Ghil de su época pasada le pasó por la cabeza y un temor hizo presa a su corazón.

“Lo lamento, Riki. Hice lo mejor que pude. Lo mejor que pude. Lo siento

Como era propenso a hacer cada vez que recordaba esa fantasmagórica y delgada voz, Riki abrió a tope sus ojos oscuros  y contempló a Alec. ¿Cómo podía ser? A pesar de su aversión a ser escrutado a través de unos anteojos tintados, se daba cuenta de que era un tanto aliviador que Alec escondiera sus ojos carmesí. Se recordó a sí mismo que no tenía tiempo para involucrarse en sentimentalismos tan impropios en él.
Pero en ese particular instante, lo que realmente sorprendió a Riki fue como el despreocupado y resbaladizo Alec—quien siempre permanecía fiel a su forma simplista y relajada de ser—se mostraba en serio conmocionado.
“¿Cuál es el problema?”
“¿No es eso—no es eso una moneda Aurora?”
“¿Aurora?” repitió Riki entornando los ojos. Nunca había escuchado esa palabra.
“¿Qué? ¿Me estás diciendo que no lo sabes?” Tras sus gafas su mirada se desplazó de Riki a la moneda una y otra vez. Estaba estupefacto. “Y ahora esto. Increíble, coño.” Dejó salir un suspiro exagerado.
¿Por qué arma tanto escándalo por algo como esto? Pensó Riki. Es solo una estúpida moneda, ¿no es cierto?
“Bueno, en realidad es la primera vez que veo una también, así que no estoy en postura de reprocharte nada al respecto. Sin mencionar que es un mundo completamente aparte del nuestro.”
“¿Y entonces qué mierda es esto?” demandó Riki. La insinuación que Alec estaba haciendo y la manera en que insistía sobre el asunto empezaban a destrozarle los nervios.
“Una moneda Aurora es una moneda de mascota. Dinero mascotil. En pocas palabras, es dinero para uso exclusivo de las mascotas.”
Transcurrió un largo segundo durante el cual Riki digirió esa información. Sus ojos se abrieron en una réplica silenciosa. ¿Dinero de mascota? Era más que solo inesperado. Sintió como la palabra—con la cual su cerebro nunca había dado—rebotaba en su cráneo como una pelota de pin pon.
El mundo se tornó blanco, como una luz estroboscópica estallando frente a sus ojos. La actitud insolente de su cara desapareció en un parpadeo, de modo tal que no quedó ni una partícula de sus pícaros encantos. Su expresión decía más de lo que podrían las palabras.
Alec lo miró asombrado. Y entonces, quizás ocurriéndosele una idea, sonrió. “Así se llama, pero como su uso es tan restringido—quien puede usarlo y donde—no tiene mucho valor en los distritos comerciales. Las monedas de mascota se conocen comúnmente como fichas.”
La explicación lo tomó como una serie de golpes en la cabeza. Ese maldito bastardo— Riki sintió que la sangre se le iba del rostro. Dinero de mascota. Nunca se habría imaginado que algo como eso existía en el mundo. “¿O sea que estamos hablando de dinero falso?” A pesar de todo su autocontrol, su voz sonó aguda.
“No, no es eso.”
“¿Entonces qué? ¿Una moneda sin valor? ¿Qué diablos haces con ella?” dijo, medio enardecido, mirando a Alec, un dejo de peligro en sus ojos.
Alec se encogió de hombros. “No se utiliza del mismo modo que el dinero,” dijo con franqueza. “Su valor es simbólico. Representa tu estatus, es la prueba de que eres tan cochinamente rico que te puedes permitir una mascota.”
¿Simbolizar tu estatus? Repitió Riki para sus adentros, disgustado. Recordar contra su voluntad el rostro del hombre, la encarnación del poder y la riqueza, lo hizo poner una mueca inconsciente.
“Por lo que vale, son intercambiadas entre recolectores fanáticos por el valor de sus diseños únicamente. Dependiendo del dibujo pueden demandar un bonito precio.”
“Sí, por idiotas,” escupió Riki en un tono venenoso. No podía empezar a comprender el concepto de crear una moneda especial sin ningún valor monetario real, simplemente para proveer a las mascotas con “cambio”. O de tontos ansiosos por hacerse con dinero real para poner sus manos sobre ellas.
Como si Alec fuese cómplice de los pensamientos internos de Riki, siguió explicando. “Por la forma en que el sistema está elaborado, el dinero pasa de mano en mano y termina regresando a manos de los ricos. Como dicen, si no puedes entregarte al vicio de la forma en que tú quieres es que no eres verdaderamente adinerado.”
Sonrió con un solo lado de la boca. “Esa moneda Aurora que tienes ahí es para las mascotas criadas en Eos. Rara vez aparecen en circulación. Los colectores matan por ellas. No sé de donde la obtuviste, pero pon un anuncio sobre esa cosa en una subasta online y tendrás un montón de compradores interesados. Podrías ganar una dulce fortuna.”
“Eos—¿tiene eso algo que ver con Tanagura?”
“Pues claro. Es ahí donde viven las élites. La torre palacio. Oye, el diseño que tiene gravado es el mismo patrón que encuentras en el estandarte de Tanagura. Sin mencionar que esa cadena luce como de oro de veinticuatro quilates. Atraería la atención no solamente de los recolectores acérrimos.”
Alec hablaba con un gran sentido de autoridad sobre la clase de valor que algo como una moneda Aurora podía tener, pero Riki no captó ni la mitad de lo que estaba diciendo. ¡Ese hijo de perra me lo estaba restregando en la cara!
Tratar a una persona como si fuera mierda, un simple juguete, y al final arrojarle una ficha sabiendo que no tenía valor como dinero llamándole “cambio por el soborno”. ¿Cuán terrible debía joder un hombre a alguien para poder sentirse bien consigo mismo? ¡Mierda! Riki hirvió de ira.
“Me estoy dignando a tratar a una basura de los barrios bajos de la misma forma que a una mascota de Tanagura. ¿Y aun así no estás contento?” Aquellas palabras que se habían aferrado a su alma, impregnadas de fría y despectiva burla, relampaguearon ante sus sentidos.
¡Mierda!
Sintiendo como si fuera a vomitar, Riki apretó los labios que le temblaban.
¡¡Mierda!!
Las vulgaridades escalando su garganta quemaban su lengua. No podía empezar a imaginar la humillación que sentiría si le pidiese a Zach que vendiera la moneda.
¡¡¡Mierda!!!
Su cerebro hirvió en su cabeza. Déjame dejarte en claro una cosa, pedazo de mierda. La próxima vez que te vea, no me importa cuándo o dónde, voy a matarte. Aunque era probable que volvieran a encontrarse por el tiempo en que se congelaran los infiernos.
Aun así, Riki no pudo evitar sacudir el puño y berrear de pura furia.
Alec no tenía idea de lo que estaba pasando. Riki se había quedado silencioso en medio de la conversación y entonces prácticamente había tenido un infarto cerebral delante de él, al borde de estallar en una ira apoplética.
Tomó un largo respiro. Tranquilo, chico, con calma. No te descontroles cuando tenemos trabajo por hacer. Se guardó su consejo y dejó salir el aire lentamente, preguntándose qué había descolocado a Riki. Era suficiente para provocarle una migraña.

El chico se había abierto paso fuera de los barrios bajos y miraba a todo el mundo con la misma mirada dura y parca. Hacía casi tres meses que Katze los había puesto juntos. Por entonces, Alec estaba seguro de su mala suerte. Dejó escapar un bufido.
De todas formas, desde su perspectiva, finalmente obtendría su oportunidad, aunque no había imaginado que terminaría con ese chico en particular. No se había tomado el asunto lo suficientemente en serio como para creer que, aunque fuera por accidente, la responsabilidad recaería sobre él.
La clase de fascistas que denominaban a Riki “basura de alcantarilla” usaban los mismos epítetos para un inmigrante del sistema solar Karin como Alec. Con sus habilidades empáticas, los Karineses eran famosos por ser una raza de curanderos. Pero a causa de esas habilidades, otros temían que de ser tocado por uno de ellos sus pensamientos e intenciones quedasen revelados.
Así que era una gran parte de la población que los veía con una repulsión visceral. Como sus iris rojos y gatunos eran un claro indicativo, aparte de su vida privada, Alec nunca iba a ninguna parte sin ocultarlos tras un par de lentes oscuros.
Las razones para disfrazar su identidad incluían el simple deseo de evadir los rumores que ocasionaban un montón de problemas innecesarios. Folclore urbano tipo: Los ojos rojos de los Karineses son presagios de mal augurio. Y: Con solo mirarte, un Karinés puede robarte energía vital y matarte.
No importaba cuál fuera el secreto, en algún punto se desataría y correría como rumor. Siempre que percibiera esas turbulentas reacciones en las miradas que recaían sobre él—para bien o para mal—Alec no podía permitirse bajar la guardia. Aunque mantenía una postura cautelosa y hacía de lado el mundo con cinismo, seguía teniéndole cariño a la humanidad.
Independientemente de las opiniones de quienes lo rodeaban, la suya era más que solo una máscara protectora. Disfrutaba de su reputación como un chico que se iba tan rápido como llegaba. “Lo que será, será,” era su lema.
Aunque por lo menos esta vez su suspiro tuvo la fuerza de un vendaval. ¿Por qué? ¿Cuál es el problema? ¿Por qué rayos tenía que ser el compañero de ese chico?
Sabiendo que oponerse a último minuto no tendría caso, se pasó los dedos por su desordenado y extraño cabello de color dorado, como la melena de un león. “Jefe,” dijo ejerciendo su derecho a rehusarse de manera casual. “Cuidar niños no es mi fuerte”.
Como era de esperarse, en breve Katze desestimó sus preocupaciones. “No te preocupes por eso. No es un mocoso ordinario. Ya va siendo hora de un cambio, ¿no te parece?”
Con que el chico no era aburrido. ¿Pero no era esa otra forma de decir que era un gran dolor de cabeza?
A Alec no le resultaba tan aburrida la condición humana como para encontrar regocijo en meterse en los asuntos de otros, pero sus colegas no pudieron resistirse a echarle en cara lo que se le venía encima.
“Oye, buena suerte.”
“Menos mal, no tendré nada de qué preocuparme está noche, lo sé.”
“Haz que trabaje duro, Alec.”
“No seas blando con él, eso solo lo hará peor.”
Debieron haber estado hablando sin pensar, pero lo que en realidad estaban diciendo no se limitaba solo a Riki. Tampoco querían emparejarse con Alec.
Alec no se consideraba un guerrero distante o un lobo solitario, pero tampoco quería cargar consigo semejante granada. Las personalidades disparejas de Riki y suya se cancelaban la una a la otra, pero cuando las cosas salían mal, sus peores aspectos se multiplicaban.
Aunque Katze fuera consciente de eso, ya había tomado una decisión, y no tenía intenciones de deshacerla a ese punto. Aun así, Alec se reservó el derecho de quejarse. Desde entonces, había llegado a admitir que su lectura inicial de la situación había estado equivocada. Lejos de ser un problemático, Riki era el auténtico ojo del huracán.

Había dos tipos de mensajeros en el mercado negro. De acuerdo al sistema de clases de Midas eran asignados (de acuerdo a sus linajes sanguíneos) a los Megisto, o eran empleados independientemente por Athos.
Ridiculizados como los “perros devotos del Mercado”, los Megisto no tenían problemas con seguir cada orden de sus superiores. De ordenarles que se clavaran la espada en el vientre, lo harían sin protestar. Por lo mismo sin embargo, esa falta de flexibilidad cuando las cosas no salían según lo planeado era un inconveniente serio.
La rutina, ponerse manos a la obra era su fuerte, pero habiéndose acostumbrado a acatar órdenes, no podían pensar por sí mismos e improvisar de inmediato cuando se les requería.
Athos era justamente lo contrario. Atados no por su lealtad o fidelidad, sino solo por un contrato, eran miembros en toda regla del mercado. Los había de diferentes razas y orígenes, y la mayor parte del tiempo doblaban sus dotaciones naturales de inteligencia y valor con iguales cantidades de valentía. En otras palabras, todos eran lobos solitarios de una u otra casta.
Mientras que no atacaban a aquellos que consideraban sus iguales, exigían un profundo y terco orgullo en su habilidad para hacer el trabajo. Inevitablemente, su jefe también ponía a prueba los límites de esas habilidades.
Sabían que su jefe era un mestizo de los barrios bajos que se había sacado a sí mismo del pozo, y aunque eran lo suficientemente curiosos por derecho propio, a diferencia de los irritables y prejuiciosos Megisto, no insultaban sin justificación.
Sabían qué tan capaz y realizado era su jefe. No lo despreciaban de la forma en que lo hacían los Megisto. Mayor razón para no importarle una mierda cuando a sus espaldas lo llamaban mascota mestiza de los barrios bajos.
El perro inteligente no ladraba en vano sino que en silencio se afilaba los colmillos. No necesitaban rebajarse al nivel de un sabueso de pacotilla. Sus habilidades como mensajeros “cazadores” quienes a veces también decidían por sí mismos buscando contrataciones eran mucho más superiores también. Sus habilidades eran evidentes a simple vista.
Consecuentemente, que Katze invitara a Riki al rebaño como un miembro de Athos se les antojaba a todos ellos como una especie de broma. Después de un aturdidor momento de silencio intercambiaron miradas y entonces con las mismas sonrisas irónicas se encogieron de hombros.
Sabían que no era por espectáculo o por capricho, pero nadie pensó que Katze introduciría en el ambiente libertino y temerario del Mercado lo que no era más que un mocoso revoltoso y novato a ojos de todo el mundo.
Pero no era una negociación. Katze había anunciado su decisión y dado el veredicto final sobre el asunto. Incierto sobre cómo lidiar con el joven, Alec y los otros imaginaron que podían dejarle las cosas al jefe.
La uña que sobresalía era recortada. Era sentido común. A nadie le gustaba un don perfecto, y si ese don perfecto resultaba ser el mestizo levantándose de los barrios bajos, no era difícil de concebir que se ganara un celoso rencor.
No importaba cuán severas fueran las restricciones del sistema feudal de clases, el deseo humano por sí mismo no conocía límites. Dada la correcta motivación, podían encontrarse resquicios donde fuera—gente que no podía encontrarlos tenían que alentarse pensando que simplemente les había tocado una pésima baraja de cartas en la vida.
Como prueba de su identidad, los ciudadanos de Midas tenían un biochip integrado a los lóbulos de sus orejas justo después de nacer. Se decía que se cortarían la oreja más rápido de lo que renunciarían a él. Un chico como Riki no tenía algo como un dispositivo PAM.
Había una gran cantidad de curiosidad acerca de la exacta naturaleza de las circunstancias en torno al joven, pero no era un deseo tan grande como para ahondar en los asuntos privados de una persona. La confianza mutua y el dinero eran esenciales en el contrato, como lo era un cierto grado de estudiada indiferencia: no ver, no hablar y no oír lo que no se suponía que debieran ver, comentar u oír.
Los miembros de Athos, contratados por dinero, estaban familiarizados a su manera con el arte de hacerse amigos si la situación lo demandaba. Sin embargo este joven intruso apareciendo de la nada, en lo que había sido hasta entonces un ambiente sin problemas, los había disgustado muchísimo.
¿Debían continuar como era lo usual y tratarlo con suspicacia, o solo como al subordinado más joven en unirse a Athos desde sus inicios? Katze no les había dicho que lo mantuviesen ocupado y lo emplearan bien. Todo lo que había dicho era; “Este es Riki. De ahora en adelante es uno de nosotros.”
Incluso anunciando que se había convertido en un miembro, les daba la sensación de que no estaba ahí para adquirir experiencia como mensajero. Quizás Katze tenía otros planes para él. Al empezar, el trabajo de un novato típicamente giraba en torno al papeleo. Katze no le había asignado a nadie como apoyo, y eso no era común en él. Su actitud con respecto a Riki era: Solo te diré esto una vez.
Mirando a Riki por el rabillo del ojo, el equipo tenía que preguntarse cómo había terminado allí. En otras palabras, pensaban que Katze lo había puesto en la nómina como un favor para alguien. En cuyo caso solo estaba otorgándole a Riki el tratamiento exigido.
No obstante, con un espíritu que rayaba en la arrogancia, Riki desquebrajo sus expectativas. Para asegurarse, no era exactamente respetuoso para con sus superiores, pero no era un mocoso insufrible tampoco.
Independientemente de los planes que tuviera Katze, a su manera Riki parecía estar determinado a aprender todo lo que hubiera por conocer del Mercado tan rápido como le fuera posible. Tomando solo lo que le daban no era suficiente. Sus ojos constantemente buscaban el siguiente escalón que pudiera satisfacer su deseo de mejorar. La clase de pasión pura y temeraria que el resto de ellos había perdido hacía mucho tiempo, ese grado de jovialidad necesaria para seguir adelante con los ojos firmemente enfocados en el camino que tenían en frente.
Tenía un ansia positiva de aprender cualquier cosa que no supiera. Mucho mejor es preguntar y parecer tonto un segundo que permanecer en silencio y serlo para siempre. Interceptaba a cualquier colega que se le cruzara y lo atiborraba de preguntas.
Echaba mano de todo lo que tuviera a su alcance para aprender más. La fuerza de su voluntad era increíble. Al principio sus colegas encontraron deprimente su exuberancia. Ese grado de deseo dejaba en claro que no estaba de ningún modo esperando dócilmente el momento hasta que algo mejor le llegara.
Con el tiempo sin embargo, quedaron impresionados y complacidamente sorprendidos. No estaba contento con su status quo. Creaba su propio futuro. Nadie podía culparlo con esa clase de espíritu indomable.
Incluso con los traspiés, los desatinos ocasionales, no se rendía. Un chico con ese espíritu tipo “sí se puede” no iba jamás a quedarse sin cosas qué hacer. Que una persona terminara como un gorrón que tan solo seguía la corriente era una decisión tomada, no por los demás, sino por ella misma.
Riki de manera entusiasta había resuelto el caso por su cuenta y se lo había hecho creer al jurado justo delante de sus ojos.
Para entonces no solo Athos y Megisto, sino el Mercado también sabía de dónde provenía Riki. Pero a pesar de que ahora miraban a Riki con ojos distintos, Riki no había cambiado en absoluto. A un grado admirable, su actitud hablaba por él: No tengo tiempo de preocuparme por lo que estos idiotas piensen de mí.
Lo que no significaba que evitaba problemas innecesarios siempre. Podía empezar una pelea con un gesto de su cara tan fácilmente como las palabras saliendo de su boca.
Desde la prespectiva de Alec, acostumbrado como estaba a las maneras del mundo, el comportamiento de Riki no era del todo producto de una obstinación infantil. Pero cuando lo consideraba como el innegociable orgullo nacido de las telarañas colgantes del prejuicio y la discriminación de la que Riki siempre había sido víctima, entonces esa terquedad se le asemejaba a la que debiera esperarse proceder de un chiquillo.
Y no era nada tonto. Llámese terquedad o algo más, una persona que poseyera ese sentido de sí mismo estaba destinada a la adversidad. Una impresión de convicción que no se tambaleaba con nada. En cuanto a eso, Alec presentía un misterioso parecido entre Riki y Katze, quien aparentemente no compartía nada más con él que sus raíces en los barrios bajos.
Sin embargo, eran incontables los idiotas que no podían callarse sobre eso. Cuando los más impertinentes miembros de los Megisto aparecían, Alec y los otros no podían evitar quedarse impresionados por el inesperado estilo fuerte de pelear de Riki, digno del de alguien que ya hubiera estado involucrado en peleas varias veces antes.
La expresión de su rostro justo antes de lanzar el primer puñetazo. La forma en que fijaba a su oponente en la mira. Sus ojos entrecerrándose en las esquinas y llenándose de odio—¿de dónde provenía todo ese escalofriante odio?



Su aura generalmente jovial y hosca se desvanecía y un aspecto completamente diferente de él era puesto en pantalla. ¿Qué clase de criatura era esa? Alec no era el único tragando con dificultad por la sorpresa.
Rápido.
Inteligente.
Fléxible.
Golpeando y bailando y acorralando. Una bestia embravecida, enseñando sus brutales colmillos, hipnotizando de miedo a sus enemigos.
Burlas.
Comentarios.
Hasta los espectadores que se detenían a mirar el espectáculo se quedaban sin aliento en algún punto, en silencio. La única persona que no parecía sorprendida en lo más mínimo era Katze.
Fue ahí cuando Alec empezó a creer que Riki no había llegado al Mercado para ser cuidado cual sanguijuela inútil. Como decía el dicho, “Quien detiene el castigo, a su hijo aborrece”. Con tal de comprobar los límites de las habilidades de Riki, Katze había hecho su apuesta y dejado fluir las cosas sin imponer condiciones.
Era incluso posible que Katze hubiera sacado a Riki de su mismo ambiente y lo estuviera educando para hacerlo su futura mano derecha.
Fue eso lo que lo puso a pensar en la charla que habían tenido sobre Riki siendo su compañero. ¿De eso se ha tratado todo este tiempo? Debía preguntarse. El profundo suspiro que dejó escapar estaba cargado de significado.
La idea de que aun con todo el aparente ascetismo y parvedad de Katze, en algún lugar de su corazón pudiera estar en busca de un espíritu afín, se le antojó como una especie de traición. Y pensar de esa forma lo dejó en una especie de extraño estado mental melancólico que era al mismo tiempo muy impropio de él.
Siendo consciente de que estaba sobrepasando su posición, tuvo que preguntar. “¿Así que me estás pidiendo que construya para él las bases de lo que implica ser un mensajero y lo prepare para que asuma la posición de liderazgo?”
“No. No es necesario. Mi trabajo no es convertirlo en una especie mensajero élite.”
¿En tal caso cuál es su trabajo?
Lo que Katze quería para él era que acumulara un amplio rango de experiencias con el futuro en mente.
Katze no tenía intenciones de dejar que su diamante en bruto se echara a perder por culpa de terceros antes de haberlo pulido hasta la perfección. Las expectativas de Katze en cuanto a eso eran tan claras como el agua. Sin querer Alec se encontró sonriendo.
“¿O sea que eso significa andar tras él, vigilando y asegurándome de que nadie lo descoloque?”
Incapaz de leer la ironía en la expresión de Alec tras sus lentes oscuros, Katze no denotó ni una pizca de emoción. “No necesitas llegar a ese extremo,” le dijo sin interés y con claridad. “Mira, de una forma u otra es un auténtico Varja.”
“¿Varja?” Repitió Alec. Era una palabra con la que no estaba familiarizado.
Katze encendió otro cigarrillo. El único mal hábito de este hombre exigente. Y nadie más que un Karinés como Alec habría detectado la diminuta cantidad de opio que contenía el humo. No era un adicto. No lo fumaba delante de los demás para presumir la alta clase de su alijo. Pero Alec entendía por qué Katze sentía que tenía que fumarlo: ser el jefe día tras día era un trabajo agotador.
A pesar de que ambos eran considerados los perros de garaje del Mercado, la mutua hostilidad entre los Megisto y los Athos los había convertido en algo parecido a unos enemigos naturales. Y ser afrontados por la espada de doble filo que era Riki—era razón suficiente para aquella pequeña indulgencia.
“Originalmente, Riki era la bestia azabache de la leyenda de la Veela, un ser mágico de exquisita belleza que cazaba las almas de los humanos. Supuestamente era incontable la cantidad de gente que perdía la compostura y terminaba hechizada por las lustrosas perlas negras de sus ojos.”
Alec creía haber captado la esencia de lo que Katze intentaba decirle. “En otras palabras, en cuanto a la persona en cuestión concierne, aun si no te provoca esa sensación en lo más mínimo, son incontables los hombres que, por enfocarse en los detalles, se lo pierden todo. ¿A eso te refieres?”
En breve sentía que estaba siendo brutalmente honesto, pero en verdad esos orbes negros estaban infundidos con un curioso y encantador poder. Ojos brillantes que traían a tu mente, no tanto el frío silencio del borde del abismo, sino el latente magma negro que engendraba el deseo personal de poseer, incluso si el brillo de esos ojos reflejaba una sed de sangre y venganza.
Para ser honesto, Alec también estaba hipnotizado por ese turbulento mundo. No significaba necesariamente que iba a empezar a ver a Riki desde una perspectiva completamente nueva, pero sí sintió la necesidad de darle prioridad al dominio de sí mismo y en cambio poner a raya sus impulsos.
“Es porque los barrios bajos son un mundo extraño deformado por la sobrepoblación de varones. Cualquiera que no encaje debe decidir si se hace a un lado o consigue que lo cacen,” Dijo Katze.
“Y si no es ninguna de las anteriores, entonces, ¿es una pelea hasta el final?”
“Ve a buscar una pelea y espera que te paguen de vuelta con intereses. Directo a la carne y al hueso. Esa es la ley de los barrios bajos.”
Alec dejó escapar un profundo suspiro, pensando en cómo la inherente rudeza de Riki, una aparente contradicción con su físico, había sido cultivada hasta ese punto. En un mundo donde la ley común era la ley de la selva, o endurecías el corazón y la mente o no sobrevivías.
Y sabía con mirar a Katze que el hombre no era solo palabrería. En un mundo donde la lógica del poder permanecía incuestionable, la belleza no hacía más que convertir a una persona en una presa.
Pelear, lisonjear o ser pisoteado era la cuestión.
No conocía los detalles precisos del ascenso de Katze como un hacker. Se rumoraba que la cicatriz en su mejilla era un vestigio de ese pasado. Llevándola a la vista como una medalla de honor y adoptando el apodo de “Caracortada” imponía —más que su deseo de no ser considerado un novato—una postura amenazante ante quienes le rodeaban.
Porque el mismo Katze no decía nada, cualquiera que pudiera ser la verdad nunca se solidificaba de los espejismos del rumor.
Estrictamente en términos de belleza, había muchas caras más bonitas que la de Riki, quien todavía acarreaba esa aura de inmadurez e infantilismo. Pero desde la perspectiva de Alec, que Katze comparara a Riki con el legendario Varja no era en absoluto una exageración.
Aun sabiendo cuán repugnante le resultaba a Riki, el atractivo de su desordenado cabello negro hacía que Alec quisiera tocarlo y comprobarlo por su propia cuenta. Los rayos que irradiaban sus ojos negros reflejaban una preciosura más valiosa que una joya.
La inteligente fluidez de sus extremidades era excepcional, y la severidad de su temperamento contrastada con su delgada cintura tenía el efecto involuntario de deslumbrar las miradas de sus camaradas más depravados.
Pero lo que la gente encontraba más fascinante era la sensación única del todo, no la calidad—buena o mala—de las partes individuales.
“Aunque se cambie la ubicación, esas feromonas igual continuarían derramándose por todo el lugar. Siendo una persona que no tiene idea de lo que provoca, la convierte en la epitome de los participantes reacios,” dijo Katze, su voz había sonado amarga al pronunciar la palabra “feromonas”.
Que no diera la impresión de ser tan solo un sujeto encantador era tranquilizante. Riki atraía a los chicos, independientemente de su orientación. De ser mujer, toda esa especie de glamuroso encanto lo categorizaría como una femme fatale.
Pero para Riki, un gato callejero que no temía descubrir las garrar a cualquiera, las comparaciones como esas eran inapropiadas. No había nada especial en un mestizo de los barrios bajos. En su caso, proyectar esa fuerte sensación de “estar allí” atraía a la gente, y para bien o para mal hacía que sus corazones ardieran de emoción.
Para Alec también fue un poco terrorífico encontrarse tan irremediablemente afectado por los deseos que de otro modo jamás habría experimentado. Nunca hasta que Riki apareciera en su vida había sentido algo como eso.
A partir de cierto punto, los Athos mantuvieron su distancia de Riki por igual, probablemente porque presentían lo mismo y se andaban con cuidado cuando lo tenían cerca.
Todo el mundo se consideraba a sí mismo lo mejor. Si no tenían los cojones y el coraje para perseguir su objetivo y poner su auto control a prueba, permanecían siempre en la periferia.
Alec no era el único dándose cuenta de eso.
“¿Qué poner un collar alrededor del cuello de un animal salvaje y domar la bestia indomable no es el sueño eterno tuyo y de cualquier otro hombre en el universo?” Dijo Katze, dejando casualmente expuesta la retorcida mentalidad en juego.
Fue de esperarse que Alec reaccionara abriendo los ojos por un instante. Quizás trabajar como el compañero de Riki sirviera como una especie de inhibidor. Aunque no era el tipo de cosa a la cual deseara buscarle significados más profundos.
“Bueno, querer el control siempre ha sido más que solo ambición, es una cualidad esencial en el hombre. Pero hasta donde tengo entendido, no importa cuán tentadora sea la criatura, divisar un predador a la distancia y saber que muerde debería hacerte pensar dos veces el extender la mano, ¿no lo crees?”
Era probable que Katze no estuviera esperando una respuesta tan inofensiva, pero así se sentía Alec al respecto, especialmente si Katze anticipaba convertir a Riki en su mano derecha en el futuro. De hecho, de haber estado Katze dispuesto a aceptar un no por respuesta, Alec habría pasado de todo ese asunto de los compañeros.
Si sus anteriores compañeros pudieran verlo ahora, sin dudas lamentarían que se hubiese convertido en un perdedor acobardado por el desafío. Pero a Alec no le disgustaba su actual asociación con Athos. Siempre que tuviera su respeto propio, creía, no importaba lo que los demás pensaran de él.
Con mayor razón que Alec no hubiese captado lo que Katze tramaba.
Fue ahí cuando, después de que todo estuvo dicho y hecho, Katze mencionó esto último: “Nadie aquí sabe exactamente cómo encaja Riki en la ecuación, pero no busco que experimente grandes cambios.”
“¿Y con eso te refieres a—?”
“Con eso me refiero a que es el tipo de persona que supera los obstáculos que se encuentra en el camino y los lleva al siguiente nivel. Si la uña sobresaliendo consigue recibir todos los golpes por ello, que así sea. Pero no tienes por qué tomarte el tiempo.”
Las palabras de Katze pusieron patas arriba la idea que Alec se había formado en su cabeza hasta ahora. Inconscientemente enderezó su postura. “¿Así que no estás entrenando a Riki con un plan futuro en mente?”
Katze respondió torciendo una mejilla en una especie de mueca. “Puede ser que el chico sea demasiado inteligente para su propio bien. De ser así, entonces me habría gustado verlo atravesar momentos difíciles también. Pero en el caso de Riki, de ser eso suficiente para cambiar de modo drástico quién es, entonces francamente las repercusiones podrían ser aterradoras.”
“¿Con qué clase de acertijo del demonio me está cribando?” Pensó Alec.
“Así que de aquí en adelante, te pido que seas tú quien tome las riendas.”
Incluso después de recoger a Riki de las profundidades de los barrios bajos y ponerlo en libertad dentro del Mercado, Katze no quería que revolucionara el mundo de inmediato. Básicamente le estaba pidiendo a Alec que fuese un contrapeso para impedir que Riki se saliera de control. Alec no supo qué decir.

De modo que ahora se dirigía hacia la nave de carga con Riki a unos cuantos pasos delante de él. Contempló su espalda a través de sus lentes oscuros. Aún si quisiera quitárselos estando en su presencia, desde ese día no habría forma de poder hacerlo. Aunque fuera un empático, un curandero, simplemente no poseía unos poderes tan grandiosos.
Podía decirse, en el caso de Alec, sus habilidades como Karinés resultaban ser algo más allá de lo ordinario, unortodoxas incluso. Sus habilidades empáticas no se enfocaban en los seres humanos sino que eran ejercidas más plenamente hacia las máquinas. Y no solo las máquinas sino las inteligencias artificiales caracterizadas por computadoras.
Era la razón de que Alec fuese un mensajero que piloteaba naves de carga como por capricho, y también el hacker por excelencia del Mercado.
Por eso fue que se quedó muy desconcertado el día cuando Riki—quien no parecía saber nada sobre las habilidades especiales de los Karineses—le pidió que se quitara las gafas, y no consideró mostrarse reacio a la petición. Para Alec los anteojos no se remontaban a nada más que una forma de evadir penas innecesarias.
No pensaba que estuviera tratando de cementar ninguna clase de amistad con Riki a propósito. Más bien, quería crear una relación de confianza con su compañero. Solo que Riki se refirió al tema con una actitud tan seria que no pudo reprimir un poco de traviesa contrariedad.
Y así un empata que no debía tener ninguna afinidad especial por las emociones humanas terminó “leyendo” las de Riki. Al punto en que se encontró a sí mismo sumergido en los recuerdos de Riki.
Un par de ojos escarlata—
Un chico demacrado—
Una cama de hospital—
Y las palabras que no debió ser capaz de escuchar, los rasposos gemidos, trinaron en su cerebro. La incandescente sensación de tener sensaciones orgánicas de repente arremetió contra su mundo inorgánico. El dolor de los ojos negros y bien abiertos de Riki fijos en su persona.
Alec echó la cabeza hacia un lado, esquivando su mirada, para romper la cárcel de la mirada de Riki. Volvió a ponerse los lentes con las manos temblorosas, el mundo de nuevo tornándose de ese eterno matiz. El incesante pálpito de su corazón sacudió su cuerpo entero. Humedeció sus resecos labios una y otra vez, sintiendo el profundo alivio de regresar al mundo “normal” al que estaba tan acostumbrado.
Un error inesperado. Una indiscreción no anticipada. Y sentimientos de miedo que nunca había experimentado antes. Haciendo acopio de su ingenio, envió una mirada en dirección a Riki, evaluándolo y estudiándolo.
Riki miraba distraídamente hacia el cielo. Sin limpiarse los ojos vidriosos, había una expresión embrujada en su rostro que Alec jamás había visto. Torturado por extraños sentimientos de disgusto y, sin moverse de su sitio, no dijo otra palabra.
Luego de eso, solo fue consciente de estar de pie delante de Riki y estarlo mirando a través de sus gafas.
Yendo en la dirección que Katze había pretendido desde el comienzo, aunque inesperadamente, Alec terminó cumpliendo su trabajo como el “contrapeso”, el patrón por excelencia que el volante de Riki seguía. Sus quedos gruñidos fueron abrumados con escarnio y por el odio que sentía hacia sí mismo. 

2 comentarios:

  1. kyaaaaaaaa^12 jajajajaj
    no lo puedo creer!!!!!
    tremenda actualización!!!
    aun no lo leo pero debía comentar y dar las gracias "(*///_///*)"
    te seguiré hasta el fin
    sigue así (/°_°)/

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sip. De hecho solo falta traducir el último capítulo del volumen 3 para terminarlo. El que más me emociona es el volumen 6. Ya sabrán por qué D: JAJAJA cuando lo lean *-* <3

      Eliminar