Los barrios bajos son un
monstruo que devora el alma de la juventud y escupe las espinas.
Alguien tuvo que haberlo
dicho en algún punto, y todos los residentes del Área 9 sabían por experiencia
propia, que era la pura verdad. Sin embargo aquellos que trataban de marcharse
de los barrios bajos se encontraban con un profundo desprecio, y una envidia
más mordaz de lo que un hombre ordinario pudiera imaginarse.
Desmoronándose poco a poco
sin que nadie acudiera en su ayuda, los vagabundos envejeciendo—pues no les
quedaba sino hacerse viejos—no tenían sueños qué consumar. Esto no era
necesariamente bueno o malo. La realidad diaria, que era su única herencia,
resultaba peor que tragar arena.
Aun así, descargaban
calumnioso abuso sobre aquellos intentando destruir esa dolorosa realidad, una
reacción que corroía el alma sin piedad. Ese era el dilema.
Un hombre no podía volar
sin sueños, pero un hombre que nunca volaba nunca conocería el miedo a caer. Se
había descartado toda esperanza de progreso. Aunque dicha verdad no se le
ocultara a nadie, esta gente se cortaría las alas para arrojarlas a la basura, diciendo
que de no hacerlo, seguramente morirían.
La realidad edificando las
“paredes” de los barrios bajos era así de densa y la oscuridad así de negra.
Como consecuencia, los que
se atrevían a desafiar esas paredes, a sabiendas de que serían derribados, eran
burlonamente apodados “Martes”, en referencia al dios romano de la guerra.
Sumergiéndose en la depravación en furias de autocompasión, aquellos
escondiéndose tras esas palabras eran conscientes de que los pantalones de
estos “Martes” nunca les calzarían.
Riki había dicho una vez
la misma cosa en repetidas ocasiones, como la frase de una mascota. Solo
expresaba lo que pensaba de verdad a Guy, el compañero que era su “media
naranja”. Algún día voy a
darle un beso de despedida a los barrios bajos.
Hasta entonces, todos los
que manifestaban los mismos sentimientos y dejaban los barrios bajos atrás,
habían regresado cabizbajos y con los hombros gachos después de apenas un mes.
Sin una pizca de miedo Riki puso convicción en sus palabras y miró adelante
hacia el futuro.
Algún día. De seguro.
Cuatro años antes.
Tres meses habían pasado
desde que Bison se había separado inesperadamente como un avión desintegrándose
en el aire. A altas horas de la noche, Riki llegó tambaleándose a la casa de
Guy.
“Oye, ¿te encuentras bien?”
Tan pronto abrió la
puerta, Guy se encontró con un aliento que apestaba a alcohol y tuvo que
apartarse. Aún si bebía, Riki no se excedía, pero en ese momento olía como si
lo hubieran bañado en alcohol.
Ver a Riki en ese estado
despertaba un alto grado de ansiedad en Guy. Antes de siquiera invitarlo
adentro, arrugó el entrecejo deliberadamente. “¿Qué te sucede, Riki?”
Haciendo obvio que le
importaba una mierda su propia deplorable condición, Riki se inclinó hacia
adelante, tambaleándose, con las comisuras de la boca curvándosele hacia
arriba. “Un regalito,” dijo presionando algo contra el pecho de Guy.
Guy había oído rumores,
pero en cuanto a imitaciones de productos respectaba, por no hablar de los
originales, esa marca de Stout ostentaba los precios astronómicos que ni
siquiera un dios podría permitirse pagar. Tragó con dificultad. “¿Dónde
demonios conseguiste esto?” preguntó con voz amenazadora.
Riki se echó a reír
suprimiendo su sonrisa. Podía tratarse de la marca original, o podía haberse
embriagado con cerveza casera proveniente de un lugar de mala muerte. Mirando
los labios laxos y la descuidada boca de Riki, Guy no pudo empezar a comprender
en qué estaba pensando. Como para estimular sus ansiedades desde la raíz, habló
con precaución. “Ciertamente pareces estar de muy buen humor. ¿Es que te has
hecho rico?”
Tanteó el terreno
gentilmente. Riki se tiró sobre la cama como si fuera el dueño de la casa y
barboteó, “Sí, algo así.” Levantó sus pesados y nublados ojos y aspiró
ruidosamente por la nariz. “Aunque, el Roget Renna Vartan es jodidamente
impresionante también.”
“¿Se trata de una broma?”
“¿Huh? Acabo de hacerme
con un vintage poco común que no podrías ni imaginar poner en tus oraciones para
obtenerlo y quería compartir la dicha. Mierda, no estarás insinuando que me
metí en problemas, ¿verdad?”
Con eso Riki retorció su
cuerpo y se echó a reír, su voz era casi un chillido. Guy no estaba seguro de
si la carcajada podía deberse a la bebida o a una manía de sobrio y muy frío
desprecio hacia sí mismo, y no pudo sofocar la creciente sensación de que algo
estaba a punto de ocurrir.
Si la memoria no le
fallaba, esa era probablemente la primera vez en mucho tiempo que Riki había
hecho una fortuna surcando la noche de Midas. Era eso lo que su repentino cambio
de aspecto decía.
Guy hundió las manos en
los bolsillos de Riki y los encontró rebosantes de tarjetas de crédito
prepagadas. “Tienes más que suficientes, ¿no es así? Vámonos de aquí antes de
que la mala suerte ataque.”
Riki había respondido
dándole una juguetona patada a Guy en el trasero. “La buena suerte me sonríe
esta noche. En ocasiones así son apenas buenos modales el corresponderle de la
misma forma. Tú vete, Guy. Yo, yo estoy para otra ronda.”
Riki se rió
despreocupadamente y desapareció entre la multitud. Esa fue la última vez que
Guy lo vio ese día.
Por entonces, Guy no había
estado particularmente preocupado. Pero aunque se mantuviera bien distanciado
de aquella incómoda posición, el inusualmente inquieto Riki le seguía
pareciendo la última persona en el mundo de la que se esperaría intentara
realizar alguna especie de estúpido truco. Guy estaba seguro de que Riki se
había interrumpido de muy buen humor para encontrar un antro cualquiera en el
cuál poder beber toda la noche.
Más ahora que lo pensaba,
esa noche había sido el comienzo de algo—algo había sucedido allá afuera, pero
Riki no mostraba ni la más mínima intención de decir qué.
Un mes después, Riki dejó
caer la bomba: “Guy, me retiro
de Bison”.
Tiempo atrás, antes de
hacerse importante en los barrios bajos, Bison había sido formada para proteger
a los grupos de recién llegados que disfrutaran de no estar bajo el mandato de
nadie y no tuvieran conexiones en las colonias de haber sido devorados vivos
por astutos viejos granujas.
El festín de los poderosos
eran los débiles. Luchaban y, por lo tanto, eran. Esa era la dolorosamente
transparente lógica del poder en los barrios bajos. Los fuertes heredaban la
tierra—¿cómo no?
Quienes prevalecían y
pasaban a la siguiente ronda en la lucha por la existencia se ganaban el
derecho a proclamar en voz alta su propia justicia. No había espacio para los
llorones ni los aduladores. No confíes en nadie. Para bien o para mal, los que
no podían ganarse su propio lugar en el mundo serían destruidos.
Más convenía hacerse
fuerte y evitar que te jodieran. Esa era la regla de los barrios bajos. Si bien
se podía ser débil individualmente, el verdadero poder llegaba al juntar tantos
como fuera posible. Si quienes fueran desprovistos individualmente agrupaban sus
recursos y trabajaban unidos, podían arreglárselas. Riki se había convertido en
el catalizador, la pieza clave que lo hizo posible.
“Esconderse y no
arriesgarse no garantiza nada.” Esa había sido la política férrea de Riki desde
sus días en el centro de crianza de Guardián.
Pero Riki también decía,
“Eso no significa que tenga la más leve intención de meterme en problemas por
desconocidos.” Aparte de finalmente decidir convertirse—por pura necesitad—en
el líder de facto de Bison, no tenía ningún deseo
particular por la posición ni ningún apego hacia ella.
Simplemente no podía
tolerar a la gente que trataba hacerle dar su brazo a torcer, gente utilizando
guantes de cabritilla para encubrir unos puños de acero. O a los molestos
y engatusadores mediadores. O a los timadores que compraban su salvación a
costa de otros.
El afecto que los acólitos
de Riki tenían por él ardía con una candente llama blanca, pero
exceptuando a Guy únicamente, los ojos negros de Riki nunca brillaron con igual
devoción igual por ellos. A pesar de eso, la presencia de Riki era encantadora,
y les ocasionaba una especie de euforia.
Y entonces Guy, y después
Sid y luego Luke, y gracias a él, Norris, entregaron sus fortunas a Riki y
formaron los pilares asumiendo el trono de su carisma. Tenían sus propios
deseos. Soñaban sus propios sueños. Y aspiraban despachar a la oposición y
convertirse en los líderes de la manada de los barrios bajos también.
Pero una vez que Riki
renunció, por la razón que fuera, nadie tuvo el deseo de convertirse en su
sucesor, y fue por eso que Bison se desintegró. En lo que los espectadores
observaban asombrados, se desvaneció en una noche sin tan siquiera una batalla.
¿No es él quien se
apresura a transitar por el camino que los ángeles tienen miedo de pisar? Los barrios bajos hablaban, y por la forma en
que los envidiosos rumores se extendían, se creía que había estado ahí por el
dinero. Un instante después, justo cuando todos empezaban a dudar de que verían
su cara de nuevo, apareció de repente con una caja llena de licores caros del
tipo que los barrios bajos jamás había visto antes.
Mientras afrontaba toda la
conmoción con una gran sonrisa, no estaba intoxicado en lo más mínimo por las
miradas de envidia y celos que recibió. Lo contrario. Guy y los otros creyeron
detectar algo indescifrable en los ojos negros de Riki, la intensidad de un
hambre voraz e insaciable.
No solo Guy y los otros,
sino todo el mundo en los barrios bajos quiso conocer la fuente de sus riquezas.
“Oye, Riki. No estarás
comiendo de la mano de uno de esos tipejos ricachones, ¿o sí?”
“Imposible. ¿Crees que hay
alguien capaz de ponerle un bozal a un semental salvaje como Riki?”
“Entonces, ¿cómo es el
cuento aquí?”
En sus interrogatorios
siempre estaban presentes los sarcasmos punzantes y las bromas mordaces, más
Riki no hacía otro esfuerzo por defenderse aparte de sus vagas y evasivas
respuestas.
No lo presionaban más allá
de eso. Incluso cuando ya no salían juntos las veinticuatro horas del día,
siete días a la semana, Riki seguía siendo el mismo de antes, y por lo tanto lo
único que provocaba era su esperado porcentaje de antipatía y celos.
No, no se trataba de eso.
Su llamativo cabello negro
azabache y ojos del mismo color, junto con la vívida aura sellada dentro de sus
extremidades flexibles, se habían hecho más intensos. Riki era libre de las
cadenas que Bison se había convertido, y la gente incluso pensó que había
recuperado algo del esplendor de su verdadera naturaleza.
Nadie puso esos
pensamientos en palabras, pero se habían dado cuenta de que el disparejo entre
ellos y Riki se había vuelto muy marcado. Medio inconscientemente se mantenían
bajo control con tal de que toda su maldita envidia no terminara distorsionando
la visión que tenían de la vida, y no partiera en dos las cadenas atándolos a
Riki.
Guy no podía evitar
preocuparse. No como un miembro de Bison sino como la pareja de Riki,
constantemente a su lado.
“Oye, Riki. De veras no
quieres estarte arriesgando de esta manera.”
“¿Qué demonios pretendes
mirándome así de repente?”
“No intentes ocultarme las
cosas. ¡Dame una respuesta!”
Guy se inquietó porque
deseaba ser el soporte emocional de Riki. Eso era lo que quería, y era así como
esperaba que las cosas continuaran siendo. Pero entonces, ¿de dónde provenía
toda esa extraña sensación de irritación? ¿O la ilusión de que los lazos
conectándolo con Riki estuvieran desintegrándose poco a poco? ¿O que Riki ni
siquiera fuera consciente de su creciente malestar?
Riki exhaló un profundo
suspiro y empleó una voz suave al hablar. “Sabes, Guy, no existen oportunidades
simplemente esperando en todas partes. Especialmente posibilidades para
personas como nosotros de ver la luz del día.” Entornó un poco sus ojos negros,
sus ojos impregnados en alcohol. “Ese stout que traje, iba a reservarlo y a
hacerlo durar por más tiempo pero me cansé de los rumores de mierda que me
ocasionó.”
Dio su punto de vista
sobre las cosas que se había estado guardando para sí mismo.
“Si voy a seguir teniendo
los mismos viejos sueños, quiero tener un buen maldito espectáculo. Solo
quedarse sentado con el pulgar en la boca y una mirada nostálgica en la cara,
hasta el final de mis días es un desperdicio. Ambos conocemos un montón de
sujetos así. ¿Sabes?”
Sabía a qué se estaba
refiriendo.
“Guy, odio este lugar. Si
me quedo aquí por siempre, me voy a pudrir de adentro hacia afuera. Es
suficiente para hacer que se me pongan los putos pelos de punta.”
Conocía el peso de la
realidad.
Lo sabía todo al derecho y
al revés.
“Voy a largarme de aquí y
a valerme por mí mismo,” dijo en voz alta, como si quisiera demostrar la fuerza
de su inquebrantable voluntad.
Guy no sabía qué había
llevado a Riki a tales extremos. Riki había descubierto algo acerca de su lugar
en el mundo, pero Guy nunca lo presionó sobre ello, quizás porque le daba miedo
que hacerlo pudiera romper cualquier vínculo que compartían. Así que
simplemente asintió con brevedad. “Sí, claro—”
Los labios se le curvaron
ligeramente en lo que las afiladas puntas de algún espino invisible se le
incrustaban en la garganta.
Midas. Área 9. Ceres.
Aquellos callejones pudieron haber tenido pasado alguna vez, pero no poseían
futuro.
Nada geográfico separaba a
Ceres y a Midas. Aunque los dos compartieran la misma tierra y el mismo cielo,
ocurría que los “mestizos” no compartían la misma tarjeta de identidad que
poseían los ciudadanos de Midas. Y esa sola diferencia hacía que los barrios
bajos de Ceres y Midas fueran galaxias aparte.
No era el conjunto de
criminales y vagabundos lo que dio origen a ese característico montón de
rechazo en los barrios bajos. El lote conocido como Área 9 no podía ser
localizado en ningún mapa ni en ninguna tarjeta de registro de ningún residente
de Midas, y de esa manera había sido siempre hasta donde todos podían recordar.
Lo inexplorado engendraba
discordia que estaba fuera de vista, más no fuera de sus mentes. Ceres servía
como recordatorio constante a los ciudadanos de Midas, palpitando en el rabillo
de sus ojos, disciplinando sus acciones como la amenaza de un látigo de hierro.
Arraigado tanto en su
cuerpo como en su espíritu, las vidas de los residentes de los Cuarteles del
placer estaban lejos de resultar agradables. Encadenados por el legado de un
sistema de clases conocido como “Zein”, no eran libres de escoger sus
ocupaciones indiferentemente de las diferencias sociales. Tampoco eran libres
de amar a quienes ellos eligieran amar.
Sin embargo, en lugar de
causar problemas o de cuestionar lo establecido y perder sus tarjetas de
identidad, todos sabían que era una opción mucho mejor seguir las reglas y
mantener la boca cerrada. La despreciable basura que era Ceres estaba justo ahí
delante de ellos, malviviendo en los barrios bajos, yaciendo muy al fondo como
para estirarse y alcanzar su propio esfuerzo, mucho menos levantarse gracias a
ello.
La existencia de las
profundidades más hondas revoloteando perpetuamente en las periferias de su
visión servía como una confirmación lista de sus propios sentimientos de
superioridad y repugnancia.
Para los ciudadanos de
Midas, su mayor humillación no eran las invasivas restricciones en su expresión
y conducta, tampoco lo era su indignación dirigida a cualquier abuso flagrante
de sus derechos humanos. Era la idea de ser despojados y desechados en Ceres.
Vivir en Ceres era dejar
de ser un humano.
El hecho estaba impreso en
los ganglios basales de sus cerebros e impregnaba cada célula de sus cuerpos.
Era la advertencia del mismo Midas dejada al descubierto, de modo que no fueran
a cometer el mismo error dos veces.
Una revuelta había
estallado en Midas una vez amenazando con derrocar el orden establecido. Las
cadenas que los controlaban y sometían impuestas por el digital jefe supremo
habían sido rotas. Los revolucionarios buscando crear un nuevo orden basado en
la persecución de la libertad y la dignidad humana ocuparon Área 9 con la meta
de lograr la independencia.
“Esta no es una revolución
sino una reforma,” declararon. “La era en que los hombres sirven y se someten a
las máquinas ha acabado.”
¿Pero cuando, de dónde y
cómo iban ellos a aprovisionarse con el capital y los materiales necesarios
para tal empresa, junto con la información y el intelecto necesario para
desafiar a Midas, no, a Tanagura, directamente? En Área 9 solo tenían acceso a
aquellos humanos y recursos materiales pertenecientes a la gente acostumbrada a
una existencia asediada por el enemigo.
Los revolucionarios creían
que nadie debía ser obligado. No debía haber distinciones entre superior e
inferior. La expectativa era que todo el mundo fuera tratado por igual como
individuos. Ceres iba a convertirse en esa clase de utopía.
“¡Quítense las cadenas!
¡Exijan una libertad auténtica!” era el grito de batalla que cantaban.
Prometiendo un renacimiento de los derechos humanos y sin ceder ni un ápice en
sus convicciones, su poder y pasión eran sorprendentes.
Como una hoguera furiosa,
las chispas que volaban desde Área 9 desencadenaban incendios en otras áreas.
Las latentes emociones que habían sido reprimidas durante mucho tiempo
estallaban en llamas. Los rencores y los resentimientos alojados hasta ese
instante fueron expresados con actos de sabotaje de amplio alcance. Cada rincón
hervía con críticas abiertas hacia el “sistema”.
Desde el comienzo los
funcionarios del gobierno de Midas minimizaron la severidad de los problemas.
“No durarán ni diez días.” Pero eventualmente terminaron siendo víctimas de los
efectos de la revolución al disminuirse la afluencia de clientes, y se vieron
forzados al final a llegar a un acuerdo con la seriedad de la situación.
Quizás no eran muy
conscientes de las sombras vacilantes de los aliados de la Mancomunidad
acechando tras los cabecillas que se habían atrevido a atacar al “sistema”. Aun
cuando sus corazones se enturbiaban en una tempestad de indignación, al menos
exteriormente no intentaron rebelarse contra el asunto.
El resultado final fue que
en lugar de contrarrestarlos por la fuerza y erradicar el Área 9, Midas
simplemente anunció que sus registros de residencia serían eliminados. Ese día
los gritos de dicha haciendo eco resonaron por todo Ceres. ¡Victoria! ¡Lo habían conseguido!
Fue prácticamente una
decepción que el anuncio de Midas fuese tan magnánimo, y algunos
intercambiaron miradas dudosas. Pero tales dudas se perdieron en los gritos de
victoria, entre palmadas en la espalda y la euforia borracha. Sin un solo
sacrificio—sin una sola muerte—habían ganado sus derechos, su libertad, su
independencia. Era algo de lo que podían enorgullecerse.
Sin embargo, al final les
quedó la duda: ¿Qué ganamos en
realidad? Y: ¿Por qué Midas fue tan rápido en
reconocer la independencia de Ceres?
La emoción por la victoria
pronto disminuyó, y los revolucionarios contaron los días y los meses y
empezaron a pensar las cosas. Habían escapado al mandato de Midas pero ahora se
encontraban cara a cara con las demandas de su propia existencia. La dureza de
una realidad que hasta entonces no había sido ni siquiera concebida en su
imaginación empezaba a revelarse.
Nadie que venga aquí será
rechazado. Era su dogma moral.
Junto a sus compatriotas
oprimidos y pisoteados, junto a las personas con ideales similares,
construirían un futuro. Sí, eran así de ingenuos. La asistencia subrepticia de
la Mancomunidad había sido necesaria para su independencia, y quizás no se
habían dado cuenta del todo de lo que significaba subsistir sin ella.
Por supuesto estaban
agradecidos por la ayuda voluntaria de los partidarios de la Mancomunidad de
levantar la bandera de los derechos humanos. Pero nunca se les ocurrió que su
mero propósito, de romper el dominio completo de Tanagura, la “ciudad metálica”
contaminada por el veneno corrupto de Midas, estaba siendo derribado por las
acciones favorecedoras de la Mancomunidad y sus palabras provocadoras.
Como resultado, antes de
que pudieran tan siquiera establecer su “sistema ideal”, estuvieron invadidos
por aquellos hechizados con la idea de un Ceres “libres”. La gran mayoría de
ellos llegaba sin convicciones firmes respaldando sus creencias. Solo la
esperanza de que al ir a Ceres, “algo” cambiaría, ese “algo” pasaría.
Si uno quería liderar, uno
debía entender cuán profundamente joven se era. Ignorante. Correteando con un
ideal de perfección en mente, eran ciegos ante la fría y cruda realidad a sus
pies. Su error fatal era la falta de un líder que pudiera tomar decisiones con
firmeza sin dar lugar a dudas, sin dejarse llevar por sus emociones.
La primera verdad arrojada
sobre Ceres era el caos. Después venía: “¡Esto no fue lo que prometiste!”
Y: “¿Qué obtengo yo de
esto?”
Y: “¡No voy a hacer un
trabajo de mierda como ese!”
Y entonces el descontento
individual y las quejas continuaron. Eventualmente, la impaciencia porque las
cosas no resultaron lo que imaginaron fue reemplazada por irritación porque las
cosas no salieron como esperaban.
“Libertad sin cadenas” no
significaba hacer lo que se te daba la gana sin intervenciones externas. Para
retomar las riendas de su libertad, era necesario respetar las leyes y
cooperar. De lo contrario, una persona podía intentar pedir “libertad” hasta
que la cara se le pusiera azul y sus ideales continuarían siendo visiones
inútiles.
La independencia de una
impredecible oclocracia era independencia sin significado. Para que una
libertad que no había sido fácil conseguir echara raíces, se requería tiempo y
paciencia. Eran una simple agrupación y debieron haber aprendido la más
importante de esas lecciones a través de sus experiencias. Si lo hacían, las
circunstancias pudieron haber cambiado para mejor.
Pero mientras los tan
llamados activistas “profesionales” de la Mancomunidad apoyaban la causa de la
libertad, en Ceres, donde las tempestades estaban aquietando y las fiebres
rápidamente amainaron, siguieron siendo extraños y desconocidos entre ellos.
Les habían otorgado la independencia de Midas, pero en la ejecución de su plan
original se había topado con un sinnúmero de obstáculos, sumiendo a Ceres en un
estado de profunda angustia.
Sin embargo, aunque las
cosas estuvieran mal, sus pensamientos eran sin dudas aliviados por el hecho de
que al menos tenían un lugar para ir a casa.
Midas empezó a socavar dicha
altanería y la gente de Ceres empezó a entender el verdadero precio de la
libertad. Midas no objetó nada a aquellos que desearon volver a poblar Ceres, y
ahora Midas rehusaban su repatriación con el argumento de que sus archivos de
residencia habían sido destruidos y ya no existían.
La puerta no se cerró por
completo para ellos, aunque siempre estaba la amenaza de que pudieran intentar
echar abajo el sistema por segunda vez. Para aquellos que lo deseaban, Midas
fue claro al emplear técnicas lavadoras de cerebro tales como “ajuste de
memoria” entre otras.
El objetivo principal era
guardar las apariencias cara a cara a la Mancomunidad como la ciudad satélite
de Tanagura. Midas no dudaba en castigar. Área 9 estaba circundada por sensores
y aislada, de tal forma que ni siquiera una rata pudiera cruzar sin ser
detectada desde Ceres.
Estas medidas hacían las
veces de advertencias adicionales a los ciudadanos de Midas.
Los sueños rotos de una
revolución, los hombros caídos de los revolucionarios y sus corazones cargados
con pesares. No había forma de rodear, saltar, o atravesar aquel muro de masivo
rechazo. Se fueron consumiendo en Ceres, arrastrando los pies, tambaleándose
bajo el peso del arrepentimiento y la desesperación.
Justo en frente de sus
narices estaba Midas, engalanada con su llamativa indumentaria día y noche. La
puta tentaba sus corazones pero nunca los invitaba a volver a ser parte de la
ciudadela.
Eventualmente, las mareas
del letargo erosionaron los restos del alma colectiva como una enfermedad
terminal abriéndose paso entre los huesos de Ceres pedazo a pedazo. Incluso
cuando los tiempos cambiaron y las vallas con sensores fueron removidas, no
mostró signos de mejorar. Con el paso de los años, la enfermedad se arraigó a
la degeneración de los barrios bajos.
Riki partió plenamente
consciente del pasado, pero con los ojos puestos firmemente en el futuro.
Cuando dejó a Guy se dijo una cosa. “Solo un perdedor se detendría para mirar
atrás.”
Pero entonces una noche,
tres años desde el día que Riki dejó los barrios bajos (o mejor, se desvaneció
de la presencia de Guy), regresó de repente. Tomó a Guy completamente fuera de
guardia, y solo pudo quedarse ahí con los ojos abiertos como platos,
tartamudeando, incapaz de unir dos palabras.
“Bueno, parece ser que te
va bien.”
Riki enseñó su sonrisa
habitual. Había crecido unos cuantos centímetros, y había madurado lo
suficiente para casi parecer una persona totalmente diferente. Su una vez cruda
intensidad se había atenuado visiblemente y sus esbeltas extremidades lucían
pulcras y elegantes. Pero lo que impactó a Guy fueron sus ojos, los cuales eran
sobrios hasta el punto de parecer frígidos.
“Riki… ¿de verdad eres tú?”
preguntó Guy sin querer. Tenía que asegurarse.
Sus antiguos compañeros
reaccionaron tanto de maneras positivas como negativas ante el regreso de Riki
a los barrios bajos. De un modo u otro, todo el mundo quería curiosear dentro
del vacío de esos tres años de ausencia. No hacía falta decir que no tomó mucho
antes de que la atención de todos en los barrios bajos se centrara sobre él
como unos rayos láser.
La noticia de que el
“Carisma” de los barrios bajos había regresado como un perro apaleado se
extendió. Todo tipo de injurias se hablaban a sus espaldas.
“¡Se lo tiene bien
merecido!”
“No ha vuelto con honor,
eso está claro.”
“Qué maldita vergüenza
vivir con una desgracia así.”
Todos lo señalaron y se
rieron de él con desdén. Antes cuando el nombre de “Bison” tomaba a todos por
sorpresa, Riki era esa flor rara e inalcanzable que había confiado su corazón a
una sola pareja. Incluso después de haber caído en desgracia, aquella flor que
había abierto sus pétalos en la pocilga que eran los barrios bajos seguía siendo
un loto.
La flor había caído
inesperadamente en el suelo ante sus pies. En lugar de recogerla y amarla,
prefirieron pisotearla en el barro. Un millón de personas se habían convertido
en esclavos de esa especie de placer perverso.
Y aun así Riki se mordía
la lengua y no respondía nada, a
pesar de todo el desprecio que recibía. No importaba cuanto lo provocaran. Era
como agua resbalando por una capa impermeable de piel.
Los integrantes de Bison no eran inmunes a esa frustrante
sensación de serenidad, la de poner la mejilla a cada asalto sin componer una
sola mueca de dolor. El hombre que regresaba a los barrios bajos con los sueños
rotos había, por lo menos, llevado todos sus latentes y articulados
sentimientos a otro lugar
Pero Riki había cambiado. Se había ido esa intensidad al rojo vivo
que una vez quemó todo cuanto tocaba. Era diferente. Ahora, sus ojos solo
parecían volver la mirada hacia abajo al resto de ellos. Y estaba esa manera
suya de beber de los vasos, como si siempre estuviera perdido en sus
pensamientos. Había algo en esa atenuada quietud.
No había forma de que Guy pudiera discernir el corazón del silencioso y
taciturno Riki. Sin embargo, bajo la bien conocida afirmación de “todo sea para
mejorar”, la transformación de Riki había conllevado tantos cambios tan
profundos y radicales que solo podía mostrarse de acuerdo asintiendo
reflexivamente con la cabeza.
Owww ya quiero que aparezca Iason
ResponderEliminarBesos Vicio!!!
Qué bueno que Iason no solo me ponga ansiosa a mí. Cada que leo sus líneas me quedo hambrienta por más. Es mi personaje favorito.
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